Enancada en el marco de una campaña
virulenta de los periódicos y diarios de la ciudad y en especial de algunos
como Democracia, de José Guillermo Bertotto, Tribuna o Rosario Gráfico, que no cejaban en su propósito de denunciar en forma sistemática la
inmoralidad de las autoridades y su complicidad con los rufianes locales,
aparece sin previo aviso la
Ordenanza N° 7 del 30 de abril de 1932, que ya no deja lugar
a ninguna duda acerca de su contenido ni de su intención definitivamente moralizadora. La norma
estipulaba que el 1o de enero del año siguiente quedarán derogadas ipso facto todas las ordenanzas, permisos o
concesiones y demás resoluciones que reglamenten el ejercicio de la
prostitución.
La noticia corrió velozmente por toda la
ciudad pero cayó como un rayo fulminante en el corazón del barrio de Pichincha,
sobre todo. Azorados en algunos casos, y por primera vez desorientados en la
mayoría, los rufianes, madamas y propietarios de "quilombos" y todo
el mundillo marginal que vivía a expensas de su esplendor, trató de asimilar
el golpe del mejor modo posible (lo que no era fácil), intentando una resistencia
desesperada a través de sus amigos en los niveles oficiales, que poco podían
ofrecer ya ante el cariz decididamente público que había adquirido el tema de
las asociaciones de tratantes en todo el país.
Los diarios de la
ciudad, por su parte, se enzarzaban en una discusión en favor y en contra de
la nueva reglamentación abolicionista, descubriendo a la vez las profundas
discrepancias políticas y los resquemores personales que los separaban. Los
rufianes, mientras tanto, apelaban a lo que les quedaba a mano: una prórroga
para levantar tiendas y marcharse. Paralelamente, otra realidad rosarina, la
mafia, alcanzaba por esos mismos años notoriedad nacional, mientras se
marchaba 1932 y todo seguía sin modificaciones de relevancia. Con el primer día
de 1933, sin embargo, entró en vigencia la ordenanza de erradicación de los
prostíbulos.
Las tratativas,
negociaciones e incluso presiones para lograr una prórroga se habían extinguido
con el correr de los meses y no se observaba que los rufianes tuviesen
posibilidad alguna de torcer el curso de esa historia. El derrumbe del
"imperio" de Pichincha era un hecho en el mismo momento en que los
cines de Rosario mostraban como ídolos populares en sus carteleras cotidianas a
artistas como Gloria Swanson, Frederic March o Bela Lugosi.
Dos años después, la Ley 11.331 del 30 de diciembre
de 1935 dejaba como regalo de fin de año otra sorpresa a los integrantes del
mundo prostibulario: el cierre definitivo de las casas de tolerancia en todo el
país, incluyendo el ejercicio individual de la prostitución. La corporación, a
los tropezones, trató de sobrevivir sin lograrlo: su poderío económico estaba quebrado
o destinado ya a otros negocios; sus cabezas visibles habían sido deportadas o
encarceladas, y su organización, tan aceitada hasta entonces, aparecía
resquebrajada por los sucesivos mandobles de la legalidad.
Los
"quilombos" rosarinos cerraron y sólo muy pocos (algunos testimonios
los reducen sólo a dos, de modestas características) eligieron un destierro
cercano en el barrio conocido como Villa Cassini en San Fernando, localidad
después llamada Paganini y actual ciudad de Granadero Baigorria, pasando el
cementerio, donde languidecerían desde 1934 a 1937 sin el esplendor ni la concurrencia
de sus antecesores rosarinos.
Por
pura coincidencia tal vez, las dos "casas" prostibularias estaban
cerca de las vías ferroviarias, una vez dejado atrás el modesto campo de
aviación de la localidad, reiterando lo que
ocurriera en Sunchales, donde los trenes eran
portadores de buena parte de la clientela de los prostíbulos
rosarinos. Ya en el siglo XXI, los "quilombos" de Granadero Baigorria
y el cementerio judío eran aún buen material argumental para novelas como El rufián moldavo, de Edgardo Cozarinzky, manteniendo la vigencia
de aquellas historias de rufianes y pupilas.
Era
famoso cuando todavía se llamaba Paganini, como el lugar en el que fueron a
parar dos cosas: el juego y la prostitución cuando las campañas policíales de
moralización las desalojaron de Rosario en los años 1930-1931. Fue como el
último reducto, como el nido de águilas donde tuvieron unos años de
supervivencia, de caída, ya sin los fastos de Madame Safó ni de la calle
Pichincha. Era un último pulmón de la mala vida, y digo mala vida por supuesto
que sin ninguna connotación moral. Me fascinaba que fuese un pueblo, de alguna
manera como los pueblos de los buscadores de oro en Alaska, donde había juego
y prostitución, aspectos de alguna manera marginados de la vida respetable. Era
como decían en las ciudades norteamericanas, "el otro lado de las
vías", donde estaban las cosas prohibidas. Fui a Granadero Baigorria en
enero de 2003. Recorrí mucho el pueblo y me llamó la atención el espacio que
ocupan los cementerios con respecto a la población: es un poco
desproporcionado. Busqué ese cementerio judío abandonado, prohibido,
clausurado.
(Edgardo Cozarinzky: "El pasado es
una reserva", en diario La
Capital, 12 de
septiembre de 2004)
Lo mismo ocurriría con los que se habían
instalado en la zona sur, en Saladillo y en la localidad de Pueblo Nuevo,
algunos de ellos incluso durante la época anterior a la escalada contra los
prostíbulos en Rosario. Las cinco "casas de tolerancia", cuyos
nombres se han perdido en el olvido, si es que contaban con alguna
nomenclatura identificatoria, tenían una clientela acotada sobre todo al sector
sur de la ciudad y un aditamento que les otorgaba un atractivo adicional, que
era el del baile en sus patios de tierra, lo que no ocurría en San Fernando ni
había sido habitual en los "quilombos" de Pichincha. Los dos
prostíbulos de Saladillo y los tres de Pueblo Nuevo tendrían asimismo su ocaso
hacia 1937.
Ese año, cuando ya algunos diarios
denunciaban la subsistencia de prostitución clandestina en la zona aledaña a
Rosario Norte, y en el fervor y el entusiasmo que despertaba la elección
presidencial que finalmente ungiría a Roberto M. Ortiz, la vista gorda policial
permite la reapertura de algunos de los prostíbulos de Pichincha, en flagrante
infracción a la ordenanza municipal de 1933 y a la ley nacional de dos años
después. Sólo un reducido número de aquellos, como el "Moulin Rouge"
y el "Chabané", por ejemplo, pudo disfrutar de ese efímero
renacimiento, al que se sumarían los clandestinos habituales y alguno que otro
local en el que se encubría la prostitución tras la fachada de un café con
música.
La Capital se contaría entre las voces que se
hicieron eco (en septiembre de 1937) de las quejas ciudadanas por aquella
rehabilitación tan inesperada como interesada: Autorizada
esta reapertura con fines electorales, ya que el hecho se produjo en vísperas
de los comicios, ha servido para reimprimir en pocos días a dicho barrio su
pretérita e indeseable fisonomía. El ambiente que la ordenanza abolicionista
aventó, ha hecho su reaparición, y en forma si se quiere todavía más ostentosa,
por la proliferación de pequeños pseudos cafés, en los que se ejerce un
comercio infame a la vista y paciencia de las autoridades. De esta manera, el
Barrio Norte volverá a ser una especie de sector prohibido para la población
decente, y el parque últimamente construido y las obras de mejoramiento
edilicio realizadas por la
Intendencia, sólo aprovecharían a la clientela de los bajos
fondos sociales. Superada la elección nacional, la
prédica abolicionista volvió a imponerse y los contados prostíbulos reabiertos
debieron cerrar definitivamente.
Ernesto Goldar menciona en La mala vida un dato interesante,
corroborado por algunos testimonios coincidentes, como el de Wladimir
Mikielievich, de los que también se hacían lenguas rosarinos contemporáneos de
esos hechos: En 1935, la sanción de la ley que
prohibía los prostíbulos coincidió en Rosario con la terminación de las clases.
Unos 30 estudiantes recorrieron el barrio prostibulario en una batahola
desenfrenaba: asaltaban los lupanares, arrancaban cortinados, rompían vidrios y
espejos, tiraban muebles por las ventanas. Las prostitutas huían aterrorizadas.
La purificación se hizo con la aquiescencia de la policía. Los demócratas
progresistas, que gobernaban la provincia, lo consideraron como un acto de
guerra contra "la chusma yrigoyenista que se anida en esos antros". Mikielievich agrega un dato no menor: Era jefe de Policía el
doctor Paganini, cuñado de Lisandro de la Torre...
El ocaso de Pichincha era por entonces un hecho consumado. La
asociación de rufianes, repudiada por cierto en forma pública por la colectividad judía de la ciudad, estaba en disolución
y parte de sus avatares entraban ya en el terreno de la leyenda. Ese repudio tuvo características reales de
verdadera marginación y aislamiento: quienes pertenecían al mundo de la mala
vida no tenían cabida en el Cementerio Israelita y, como se dijo, eran
confinados al de Paganini, donde se alzaban las lápidas de pupilas, madamas y
rufianes, cuyos nombres y fotografías, grabados en las placas de rigor,
terminaron arrancados después.
Aquel fantasmal camposanto quedaría cubierto por la maleza, abandonado,
sin visitantes, hasta terminar amurallado por una larga pared que lo ocultaba
de las miradas de los que concurrían al de la localidad, contiguo al mismo.
Algunos de los terrenos fueron adquiridos después por la Municipalidad de lo
que ya era por entonces Granadero Baigorria, para integrarlos a su cementerio,
con lo que la historia de aquellos réprobos entraría en su definitiva
oscuridad. Anécdotas diversas demuestran aquella repulsa de la colectividad
judía (que además era por entonces tal vez menos poderosa económicamente que la
de los tratantes) a quienes formaban parte del mundo prostibulario, como
retirarse masivamente de un teatro, según se consignó, en el que se hallaba
alguno de esos especímenes...
El ocaso definitivo de Pichincha iba a alejar palatinamente del barrio
a la mayoría de las mujeres que trabajaban en los prostíbulos, las que por
muchos años formaron parte de la leyenda tanto como de la vida cotidiana de sus
calles. Su presencia en las mismas, cosa que no era frecuente, era todo un
acontecimiento, aun cuando se tratara sólo de las rápidas visitas a alguno de
los comercios de la zona, especialmente las tiendas.
El negocio de mi padre
equidistaba cien metros del comienzo de una zona que hizo famosa a Rosario: Pichincha, y a
ríen metros de la parroquia de la Inmaculada Concepción:
por lo tanto en la frontera entre Sodoma y Gomorra. Las vidrieras del negocio,
pletóricas de telas de vestir de última moda, atraían a las mujeres
proporcionando a nuestra casa un enorme caudal de clientela femenina. Trabajaba
en el negocio un empleado turco, nacido en Estambul y educado en un colegio
francés, Jacques Rousseau; su conocimiento del idioma de Moliere y su extraordinaria
simpatía atraían a todas las dientas de origen francés, que en la zona eran
muchas, transformando a nuestra casa en una Petit Galena Lafayette. Los
lunes, días de salida de las prostitutas para efectuar su revisación médica y
renovar la libreta sanitaria en el dispensario de la zona, los aprovechaban
para realizar sus compras. Dado que nuestro Rousseau hablaba correctamente el
francés, las artistas (como
las llamaba mi madre empleando un eufemismo), en su mayoría francesas y casi
todas provenientes del Madame Safo, llegaban a ver la nueva
mercadería. Era la época de la seda natural importada y nuestro buen Jacques se
cansaba de venderles las últimas novedades.
(Angel Marull: "Entre Sodoma y
París", en El
imperio de Pichincha, de Rafael
Ielpi, Ediciones de Aquí a la
Vuelta, 1990)
Los paseos de las
pupilas haciendo sus compras; el regreso de la revisación médica, en grupos
femeninos que llamaban la atención de los hombres a su paso y la censura de
muchas de su mismo sexo; el clima pesado de los "quilombos", con su
mezcla de olores diversos, entre el permanganato y los perfumes; los boliches
humosos con sus cantores y sus ignotas orquestas; las figuras hieráticas o
decididamente grotescas de los panzones; la romería nocturna por las calles más
que iluminadas del barrio, en la que se mezclaban jóvenes y adultos llevados
por un mismo afán, el de la relación con aquellas mujeres que en algunos casos
eran la encarnación real de más de un erótico y secreto sueño adolescente;
aquella parafernalia divertida y pintoresca en medio de un mundillo de
aberración y explotación de la dignidad de la mujer; toda aquella fastuosidad
churrigueresca de Pichincha, había dado paso, con los modestos
"quilombos" de extramuros de su ocaso, a una humilde y precaria
supervivencia que tenía más de triste que de excitante. Al menos según los
testimonios de quienes vivieron el ostentoso apogeo y esa penumbrosa extinción
de los prostíbulos rosarinos.
Fuente:
extraído de libro rosario del 900
a la “década infame”
tomo IV editado 2005 por la Editorial homo Sapiens
Ediciones del autor Rafael Ielpi