Con ese nombre de payador y su criollazo apellido,
resultaría imposible asignarle otro destino que el que tuvo. Seguro que su
llegada a este mundo -un 4 de octubre de 1899- no conmovió al Rosario de
entonces, sino a la humilde familia que vivía en una modesta casita del barrio
de la sexta, en calle Alem. Nadie podría imaginar que Gabino, nombre de
payador, era el "adelantado" que la Providencia enviaba
al corazón de la 'República de la
Sexta" en la que unos años después, se instalaría para
siempre Central Córdoba, dueño de la pasión por el fútbol en ese sector de la
ciudad.
Cuando las clases acomodadas festejaban con gran pompa y
exagerada inmoderación el año del Centenario -1910, un siglo después de mayo-,
este criollo de piel morena, vivísimos ojos negros y extrema delgadez, apareció
en la quinta división "charrúa". Tenía entonces once años, y a los
dieciséis ya debutaba en primera. Se quedó para siempre, cambiando el color de
la camiseta que usó toda su vida, sólo en dos reiteradas situaciones: cuando
defendía los colores de la selección rosarina y cuando lo convocaban para integrar el combinado
nacional.
Los viejos espectadores
que se deleitaron con su juego no encontraron en generaciones sucesivas de
talentosos futbolistas un parámetro con el que pudieran compararlo. Dicen que
Gabino Sosa no era un deportista; parecía más bien un artista, un creador. Un
inventor de arabescos y sutilezas que embellecían cada una de sus maniobras,
quizás por esa concepción que tenía del fútbol y el auge que por entonces
alcanzaba el arte de los herederos del viejo juglar español, alguien dio la
clave de su idiosincrasia futbolística al denominarlo "el payador de la
redonda". Afirmaban que Gabino era eso: un verdadero payador; cada
partido era un desafío a su interminable muestrario de cosas nuevas, y cada
rival dispuesto a pararlo -aun de cualquier manera- era una invitación al
desahogo de su talento. Generoso hasta el hartazgo, se divertía con todo tipo
de malabarismo personal aunque prefería que la explosión del gol la desataran
sus compañeros de equipo, sobre los que siempre ejerció un notable
predicamento. Sinhablaruna palabra, Gabino era en la cancha y en el vestuario
el dueño del equipo, el capitán respetado y el compañero querido.
Gabino Sosa no sólo era un gran jugador. Fue un
gran hombre. Ni siquiera los excesos del alcohol que muchos le achacaban, le
hacían perder su línea de conducta; dentro o fuera de la cancha. Jamás se
comportó de otra manera que lo que realmente era: un hombre bueno, pacífico,
retraído, como si fuera ajeno a la enorme admiración y cariño que su solo
nombre despertaba. Contaba un viejo dirigente charrúa que a comienzos de la
década del 30, fue Central Córdoba a jugar un encuentro amistoso en Buenos
Aires. La idea era "mostrar" a algunos jugadores del equipo a ver si
despertaban el interés de los clubes porteños. Era el comienzo del
profesionalismo y todos estaban a la caza de los cracks. Gabino -ya en los
últimos años de su carrera- hacía maravillas con la pelota, pero ninguno de
sus compañeros acertaba siquiera una, en el entretiempo -ya perdían por
goleada- el directivo reconvino seriamente a los futbolistas, explicándoles
que así ninguno sería contratado para jugar en la capital. Gabino rompió su
mutismo habitual y respondió más o menos esto: 'No les hable de plata.
Hábleles de fútbol. Esto es un juego, no un negocio. Y nosotros sólo venimos
a jugar, no a negociar".
Ese mismo Gabino Sosa
miraba con asombro cómo "la plata" enloquecía a muchos de los jugadores
de su tiempo. Y en 1931, al implantarse el profesionalismo, fue llamado a
firmar su primer contrato profesional. No quiso hablar de dinero, estampó su firma
en el contrato-tipo, dejando en blanco el casillero a llenar con la cifra. El
estupor de los dirigentes alcanzó su punto máximo cuando el "payador de
la redonda" se levantó para irse y venciendo su timidez ancestral y con
ojos suplicantes, les pidió un par de muñecas para sus hijas. Muchos años
después una de ellas recordaría a este cronista, que aquél fue uno de los días
más felices en el hogar de los Sosa. Naturalmente, aquellas dos muñecas fueron
las primeras que entraron a la casa. La tremenda alegría del Negro fue incomparable,
única, mucho mayor que la que le provocó días después la entrega de un cheque
con una cifra inusual: trescientos pesos. Era la suma que el club le asignó
como sueldo.
Gabino abandonó la actividad deportiva en 1938,
cuando para muchos testigos de la época tenía cuerda para rato. Se fue con la
grandeza de los grandes ídolos para seguir viviendo en la digna pobreza que
nunca le había abandonado. Una víspera de Reyes, en 1971, una cruel dolencia
atacó su organismo. La sala Uno del Hospital Ferroviario -donde quedó
internado- fue a partir de ese día un desfile incesante de figuras de primer
nivel en el deporte local. Se le sumaron funcionarios, dirigentes, artistas y
la masa anónima, todos haciendo fuerza para que el Negro se curara. Hubo
partidos y combates de box a beneficio; hubo una cuenta habilitada para ayudar
al Payador a rematar con felicidad la copla final de su tenida con la vida.
Gabino luchó hasta donde pudo, hasta el 4 de marzo de 1971. El brillo de sus
negros ojos se apagó a las nueve de una mañana lluviosa. Un poeta hubiera
asegurado que la ciudad, enmarcada por un cielo gris, lloraba ese día por Gabino Sosa.
Fuente
Extraído de la Revista Historia
de aquí a la vuelta. Fascículo Nº 2 Autor Andrés Bossio de Abril 1991.