Por. Rafael Ielpi
Ya leyenda, se llevó futbolística emparentada
con la bohemia pero también
con bondos valores éticos. Los que lo vieron j milagro dominguero. Y tenían
razón.
Si algo era capaz de exhibir Gabino Sosa como un orgullo desprovisto
de toda soberbia, fue su amor por ese club del sur rosarino, nacido el 6 de
septiembre de 1906 al amparo -como muchos otros- del ferrocarril y de aquel
deporte traído al país por los ingleses: el "The Córdoba and Rosario
Railway Athletic Club", nombre con el que se lo conoció hasta 1914, cuando
tomó para siempre el de Central Córdoba.
Buena parte de su vida -casi un cuarto de siglo— estuvo ligada a los
colores "charrúas" en las décadas del 20 y el 30 del siglo pasado,
cuando su notable habilidad, su innata inteligencia para "ver" el
juego y su carencia de egoísmo lo convirtieron muy pronto en un ídolo, muchas
veces imprevisible pero siempre sostenido por una modestia hoy impensable en
un deporte ganado por un profesionalismo deformado y voraz, por la violencia
absurda y los negocios turbios.
Su trajinar cansino y su gambeta inesperada
eran vistos por la gente desde los tablones de manera de las tribunas de entonces
como una especie de poesía agreste que alegraba sus domingos. Por eso y porque
captaban el repentismo con que Gabino hilvanaba cada pase, cada jugada, los
hinchas lo definieron, con maravillosa certeza, como "El Payador de la Redonda".
Era un tiempo, hoy difícil de recuperar, de amor a la camiseta: por eso vistió
la "charrúa" durante 24 años, reemplazándola sólo las catorce veces
que vistió otra que le era también entrañable: la
celeste y blanca de la selección nacional. Con ella sobre el
pecho Gabino marcó seis goles, cuatro de ellos en un solo partido, en la Copa América de 1926
en Santiago de Chile. Fue cuatro veces campeón con Central Córdoba en los
campeonatos de la
Asociación Rosarina de Fútbol e integró el combinado que ganó
la legendaria Copa Beccar Várela en el año 1934.
Andrés Bossio afirmó que ese estilo depurado
y sutil inconfundible del fútbol rosarino tiene mucho que ver con la fineza de
Gabino Sosa en el trato de la pelota, lo que lo haría también un pionero de lo
que muchos periodistas deportivos de hoy califican como un
"centrodelantero retrasado".
Cuando llegó el profesionalismo, hacía 15
años que su talento se desparramaba sobre el césped de las canchas de Rosario,
Buenos Aires, Córdoba, Montevideo y Santiago de Chile. Le habían llegado
ofertas que pocos habrían desoído: la de Boca y la del uruguayo Nacional, dos
grandes. A él, en realidad, lo que le importaba era estar en su lugar, en su
barrio de Tablada, divirtiéndose con la pelota, tomándose su vino tinto antes
de algún partido sin que nadie se lo reprochara demasiado, sobre todo porque
-dicen los que lo vieron- hasta jugaba mejor entonces...
Por eso, cuando llegó el momento de formalizar
contractualmente aquel vínculo de siempre con su club, casi con vergüenza por
tener que cobrar por hacer lo que lo divertía, pidió 400 pesos y algo más que
terminó de asombrar a los dirigentes una muñeca para su hija Laruncha. Todo eso
pudorosa, humildemente, con la cabeza gacha, como suele vérselo en la mayoría
de las fotografía que perpetúan su paso por las canchas.
Por eso cuando el 7 de noviembre de 1969
el club de su vida decidió bautizar al viejo estadio de la Tablada con su nombre, a
él seguramente le habrá parecido demasiado. Con esa humildad, Gabino se fue de
la vida el 3 de marzo de 1971
Fuente: Extráido de la Revista del diario “La Capital del los 140 años
de 1992