Aquella creciente actividad, aquellos
jolgorios en las calles del barrio prostibulario de la sección cuarta y también
ya, en parte, en el de Pichincha; aquel revolotear de hombres solos que
buscaban el placer por horas; aquellas pianolas a rollo que tocaban música de
moda en los quilombos, iban a ser empujados como por un viento sin medida por el estallido
de la Primera Guerra Mundial, que iba a sumirá la humanidad en el horror de una
confrontación larga y sangrienta.
La contienda, que comenzara en agosto de 1914, tendría repercusión
lógica en Rosario, sobre todo por la presencia, en el puerto, de muchos de los
buques que buscaban refugio en aguas neutrales para escapar de la persecución
implacable de la flota de cruceros ingleses, dedicados a la caza de cuanta
embarcación con bandera alemana o austro-húngara surcara las aguas. La ciudad
se dividió, a su vez, en dos bandos también en conflicto. Álvarez recuerda que
"los patrones pertenecientes a cada una de las nacionalidades en pugna
despiden a empleados u obreros pertenecientes a las del bando contrario; llégase a disolver
por tal motivo la Enfermería Anglo-alemana; para impedir choques queda
prohibido a los cinematógrafos exhibir ciertas cintas relativas al conflicto;
hay manifestaciones públicas, boicots, enganche de voluntarios".
Todo pasaba y cambiaba, guerra mediante ,
menos la vida prostibularia, que se mantenía incólume y casi inmutable en su
apogeo. Los sucesivos gobiernos municipales apenas si se ocupaban por esos años
de la Gran Guerra de un asunto "menor" como era el de prostitutas y
rufianes, que en cierto modo habían casi ingresado ya a la fisonomía de la
ciudad, mal que le pesara a una sociedad que los repudiaba abiertamente.
Mientras se iban mudando, poco a poco y
sin apuro, los prostíbulos de la sección cuarta a su cercana vecina de
Pichincha, sin alharaca ni publicidad, Rosario seguía enfrentando los años de
la confrontación bélica soportando algunas calamidades que se convertían en
noticia periodística, como las epidemias de gripe, sarampión, difteria y
escarlatina que, entre 1916 y l918, causaron cientos de muertos y preocuparon a
las autoridades tanto como la desocupación y el desabastecimiento
alimenticio, que obligó, incluso a la aparición de ollas y cocinas populares
en algunos barrios.
El cese de la tremenda contienda europea llevaría a los rosarinos (como
ocurriría en todas las ciudades y pueblos del mundo) a una verdadera fiesta
popular, en la que se cantaría La Marsellesa, se agitarían banderas y gallardetes y se echaría a volar rumbo al
olvido el recuerdo de aquellos años trágicos que enlutaron por igual a vencedores
que a vencidos.
En medio de esos festejos que alegraron los días y noches de noviembre
de 1918, rufianes y tratantes seguían preparando la consolidación de su nuevo
reducto, en un barrio distinto, el que los haría internacionalmente famosos con
la sola mención de su nombre, unido a una leyenda pecaminosa y dramática que
no alcanzaban a disminuir ni a disimular algunos costados pintorescos ni
algunas historias picantes de francesas y polacas que superaron el paso del
tiempo y la disolución de la memoria.
En 1919, mientras comienza a ser una realidad el nuevo barrio rosarino
de Alberdi en tierras adquiridas por el municipio en la zona norte de la ciudad,
(donde llegaría a ser un sector residencial por excelencia) la sección cuarta
mantenía ya muy pocos prostíbulos de importancia, aun cuando siguieran funcionando
clandestinos de lujo, frecuentados por los muchachos bien de la sociedad
rosarina. La sección mantendría, sin embargo, su tradición pecaminosa hasta
muy entrada la década del 30 y por mucho tiempo -entre 1920 y 1930- sus calles
seguirían siendo escenario del ajetreo propio de ese tipo de zonas, dominadas
por guapos como el Paisano Díaz o el Cara de Madera, y en las que seguían escuchándose de noche los sones de la música en
los boliches y bodegones, el pregón de algunos vendedores ambulantes, el ruido
de los carruajes y los gritos y carcajadas de las patotas de juerga, en busca
de emociones fuertes. . .
Ese mismo año, los quilombos porteños, en cambio, sufrirían un duro golpe al conjuro del gobierno
yrigoyenista y serían obligados a dejar el radio céntrico de Buenos Aires. Se
destaca, a partir de allí, un real control sobre los tratantes y sus manejos,
pero la paralela autorización a instalar casitas donde puede ejercerse individualmente la
prostitución produce un nuevo florecimiento del negocio, favorecido por el
hecho de que no están obligadas a mostrar ningún signo distintivo, siempre
que "estén discretamente instaladas" y no perturben la moral y las
buenas costumbres de sus vecinos. Esto produjo una real epidemia de este tipo
de inmuebles en todo el país, allí donde los tratantes de blancas Iban rotando
su "mercadería" femenina, huyendo en muchos casos del furor
reglamentarista del intendente de Buenos Aires que (es legítimo consignarlo)
tampoco fue mucho más allá de una embestida inicial que el tiempo diluyó,
ayudado por el enorme poder del dinero de rufianes y compañía.
Fuente:
extraído de la revista “Rosario, Historia de aquí a la vuelta Fascículo
Nº 8. De Diciembre 1990. Autor: Rafael
Ielpi