Aquella sección novena, número que correspondía a la seccional
policial correspondiente al barrio, resultó, a la postre, una versión
corregida y aumentada del ajetreo permanente de la cuarta. En aquellas citadas
seis manzanas se unían( junto a los quilombos convocantes ) una real galería de comercios de todo tipo:
alojamientos, fondas, comedores, parrillas, cafés, cafetines, oscuros
bodegones, despachos de bebidas, etc., que servían de lugar de recalada a las
verdaderas multitudes que recorrían en forma permanente sus calles.
Allí se comía, se bebía, se jugaba a las
cartas, se discutía entre ponzoñes por asuntos de mujeres se escuchaba a ignotos cantores que, sin embargo, pudieron ganarle su
batalla al olvido, como aquel apodado El Oriental, a quien se menciona
como el más conspicuo de todos según los testigos de esos años. Cantaba
habitualmente en varios de aquellos locales: La Carmelita en La Plata y Jujuy, el
café El Simpático, en Jujuy y Suipacha o en El Forastero, muy próximo al anterior, que tenía la particularidad de su personal
femenino para la atención. de las mesas y parroquianos. En muchos de estos cafés y cafetines
cantaron algunos de los famosos, desde el mismo Gardel a Néstor Feria,
uruguayo, incluyendo asimismo a los muchos payadores de aquel tiempo,
exponentes de un género entonces apreciado y popular y hoy prácticamente
confinado al interés de los folklorólogos o al pintoresquismo de la televisión.
Aquella acumulación de recintos gastronómicos y etílicos tenía una
variedad asombrosa no sólo en sus niveles sino también en otros detalles
menores, anécdotas y personajes que les eran asiduos. Casi a la cabeza de
todos ellos, por la afluencia de parroquianos y por la fama de algunos de
éstos, estaba el Gíanduia, luego llamado La Carmelita, de Pedro Tamagno, que
había venido desde la cuarta junto con los prostíbulos, y a cuyas mesas se
sentaban muchos de los conocidos de la época, incluido el mismo Gardel, que compartían
el local con gente de teatro y de las artes plásticas pero también con buena
parte de la fauna prostibularia, que lo tenían como su comedor preferido.
Frente a esta parrilla, una competidora
empeñosa trataba en vano de emular y sustituir al viejo Glándula: El Infierno, que no tuvo demasiada
suerte en el empeño y se extinguió al cabo de una década.
La Gran Siete, un amplio salón con escenario al fondo, atraía a una heterogénea clientela entusiasta de la música de todo tipo y de las excentricidades
propias del varíete de la época: bailarines de charleston o de foxtrots;
ejecutantes de instrumentos tan poco convencionales como el serrucho o las
botellas con agua; un tiro al blanco instalado en un local anexo. La Flor de Andalucía, en cambio a quien
muchos nostalgiosos mencionan todavía como "el boliche del cante
hondo"-, era el reducto de los españoles, sobre todo provenientes de
tierras andaluzas.
Este supo de locales de varíete, como La Gran Siete, también contó con
adherentes fieles, y fue esa proclividad la que posibilitó, por ejemplo, la
larga vida del Varíete de Doña Julia, en la esquina de Pichincha y Jujuy, en cruz con el Teatro Casino. Su propietaria, menuda pero de férrea mano
para manejar el negocio en tal ambiente, había incursio-nado antes en el
género con otro café. El Gato Negro, en la sección cuarta, que no era sino un homónimo del prostíbulo del
mismo nombre.
Aquella doña Julia del Varíete, resultó a la vez emparentada con otro de los famosos
personajes del mundo prostibulario, Pedro Mendoza, cuya "timba" o
casa de 'juego semiclandesüna se constituía, noche a noche, en uno de los
mayores atractivos para la concurrencia, a través del monte, juego de naipes,
o de alguna eventual partida de taba, en la trastienda. La timba de Pedro Mendoza, cuya
casa todavía se erguía alrededor de 1988 en el barrio, era escenario también de
trifulcas y entreveros, sobre los cuales la policía de la sección hacía la
vista gorda.
La galería de boliches, bolichones,
bares, cafés y cafetines es extensa, pero pueden consignarse algunos de los
más recordados, por distintas razones,
todos ellos emplazados en un radio de tres o cuatro
manzanas, a veces uno enfrente del otro o compitiendo en la misma vereda,
palmo a palmo, el favor de clientes de toda clase : El Levante (que podía aludir tanto
al lunfardismo de conseguirse una mina como a la zona lejana de Medio Oriente); el Acrópolis; el Boliche de Jesús, El Noy, el Boliche de la Picada, el Gambinus, ElJardín de Francia y El Aviador. A estos se pueden sumar El Ferrocarril y La
Maravilla, y el dúo de bodegones de Cacciabue, en Suipacha y Jujuy y
de Alonso, el más antiguo de todos ellos. O La Chiquita, reducto habitual del Paisano Díaz.
La zona ofrece, aparte de todo ello, algunos
ámbitos dedicados enteramente a otros menesteres, como una herboristería, en
Avenida Francia y Jujuy, donde la clientela Iba en busca de yuyos para aliviar
las enfermedades venéreas, o alguna farmacia donde podían adquirirse los
preservativos Cabeza de Negro, muy requeridos como salvaguarda de esos males secretos.
Algunos pocos cabarets aparecen también
en la búsqueda en antiguos catastros y memorias: El Látigo, sobre calle Pichincha,
casi esquina Jujuy, donde el comercio de la carne no tiene tapujos pero se
acompaña con música y algo de baile "para disimular un poco, o El Rosedal vecino del otro, donde
también se mezclaba el placer prostibulario con algún certamen para
bailarines de tango expertos en el corte, la quebrada y la sentada compadrona.
Fuente: extraído
de la revista “Rosario, Historia de aquí a la vuelta Fascículo Nº 8. De Diciembre 1990. Autor: Rafael Ielpi