"Algunos meses antes de finalizar la
primera guerra mundial, mis padres, que vivían con sus ocho hijos en Justiniano
Posse (Córdoba), decidieron venirse a Rosario, movidos por el declarado
propósito de proporcionar una regular educación a su numerosa descendencia.
"Mi primera profunda impresión la
tuve al contemplar embelesado los numerosos focos eléctricos aledaños a la
estación del ferrocarril - llegamos a Rosario de noche - pues veía alumbrado
eléctrico por primera vez en mi vida. Mi segunda emoción de la jornada la
constituyó el mateo que nos condujo a nuestro nuevo hogar y el seco batir de
los cascos del caballo sobre el empedrado.
"Fuimos
a parar a la cortada Espora, flanqueada de este a oeste por las calles Presidente
Roca y España y de norte a sur por las de 3 de Febrero y 9 de Julio. He
visitado el pasaje hará cosa de un año y me sorprendió encontrar aún algunas
viviendas en el mismo estado de entonces, obviamente más viejas, linderas con
construcciones nuevas de aspecto modesto. De todas maneras, el impacto
emocional fue intenso.
"Recuerdo que allá
por los años que evocamos, cada familia acostumbraba salir por las noches a
sentarse en la vereda, como en una gigantesca tertulia, intercambiando frases
con los vecinos más próximos. Allá en la cortada se respiraba en el verano un
airecillo perfumado a glicinas, de las que había muchas que bajaban en racimos
hacia el exterior desde las altas cercas de los jardincillos delanteros, pues
todas las casas de la cuadra tenían la misma sencilla arquitectura: jardín al
frente, cerca y puerta-cancel. Cada noche, a eso de las nueve, pasaba a caballo
el vendedor de lupines, esperado con impaciencia por los chiquilines. Una
medida de los sabrosos lupines, alrededor de cien gramos, diez centavos. Eso,
algún que otro helado - también de diez centavos - y el cuaderno semanal de la
novela por entregas, precursora de su hermana radial y de las actuales series
televisivas, constituían, poco más o menos, el rubro "extras" de cada
presupuesto familiar.
"Los chicos
jugábamos a la mancha o a la rayuela bajo la luz del alto foco encendido a
mitad de cuadra y las niñas formaban rondas y cantaban las letras infantiles de
la época. Por la calle 9 de Julio, cada pocos minutos, la campanilla del tranvía
de la línea 15 anunciaba la proximidad del chirriante vehículo. Espaciadamente,
los cascos del caballejo uncido a algún mateo trashumante agregaban su
repiqueteo característico a los escasos rumores de "afuera".
"Yo
tenía entonces nueve años y me inscribieron en el segundo grado de la escuela
"Bartolomé Mitre", situada en la vereda par de la calle homónima,
entre las de San Juan y San Luis. Mi aula estaba situada en altos, con vista al
ancho patio central de la escuela. En cierta ocasión, formando en el patio un
cuarto grado, pude observar al niño colocado a la cabeza de la fila. Era menudo
y bajito, más bajo que yo entonces. ¡Y estaba en cuarto! Sentí admiración y
celos, unos celos casi angustiosos. Yo venía de una escuelita mixta de provincias,
atendida por su directora y única docente. Debí decir: desatendida, pues allí,
remedando al personaje de Blasco Ibáñez "el pasto intelectual era escaso y
valia poco." Apenas si aprendíamos a leer, sumar y restar, con ayuda de
familiares de los educandos. (Más tarde vine a saber que mi señorita, venida de
Córdoba, sólo tenia una preocupación, escasamente didáctica: pescar para marido
a algún estanciero de la zona). De ahí mi atraso.
"Un vecinito de la cortada, llamado,
como el historiador homónimo, César Cantú, asistía, también, al segundo grado
de mi escuela. Era mi rival en el estudio y los demás muchachos se encargaban
de que lo fuésemos en otra esfera, azuzándonos para hacernos pelear no bien
salíamos de clases. Era como una fatalidad, aceptada por ambos, porque otra
cosa nos hubiera concitado el desprecio y las pullas de nuestros condiscípulos.
Entregábamos los útiles a los más próximos, nos colocábamos en guardia y dale a
amagar sin pegar, retrocediendo paso a paso mientras nos íbamos en inofensivas
fintas, hasta llegar a la cortada Espora. Allí se disolvía el grupo de
espectadores y los heroicos gladiadores nos marchábamos, aliviados, a casita,
para recomenzar la justa al día siguiente. Debo confesar que mi carácter era
pacífico, soñador y contemplativo, nada inclinado a la violencia. Por eso, yo
retrocedía y César avanzaba, aunque, digámoslo también, cauteloso. Parece que
aún a mí podía escapárseme un coscorrón...
"Después de almorzar
me iba a "recorrer la ciudad". Por el momento, dichas expediciones
raramente me alejaban más de siete u ocho cuadras de mi domicilio. Más tarde,
ya canchero, incursioné por General López (Estanislao Zeballos) - calle poco
transitada entre cuyas piedras crecía sin amenazas la gramilla - hasta San
Martín. Solía hacer cuadras y cuadras sin cruzarme con alma viviente. Nada
hacía adivinar entonces en ese sector a la pujante, rumorosa y moderna ciudad
de hoy, con sus rascacielos, sus monumento, su tránsito activo.
"No puedo soslayar
en esta corta evocación a la Plaza Sarmiento. Allí se levanta en nuestro días
la misma estatua del formidable sanjuanino que le presta su ilustre nombre. La
he vuelto a ver hace cosa de un año, con un poco de tristeza. La vieja plaza,
ahora remozada, con su sector que da a San Luis convertido en plaza de
estacionamiento de automotores, ha perdido su clima familiar, su personalidad,
su encanto provinciano. Es el precio del progreso...
"¿Qué decir de los
cines? Aún sigue en la brecha el antiguo "Sol de Mayo", en la esquina
de la avenida Pellegrini y calle Corrientes, sin que su exterior haya sufrido
cambio alguno. Y el "Esmeralda", su vecino, y el recreo Edén Park, en
el que Libertad Lamarque, relevante rosarina, hizo sus primeras armas. Las
secciones diurnas de los cines de entonces eran tres: sección café, matinée y
familiar. Con derecho a un café express, diez y veinte centavos la entrada.
(Algo ha encarecido, desde entonces, el costo de la vida...)
"Acude a mis
recuerdos el viejo Mercado Central, en cuyo primer piso funcionaba la redacción
y administración de la revista "Plumazos". Todo el personal consistía
en el redactor y a la vez jefe de oficina - un irlandés jugador y amigo del
trago - y un cadete, que lo era yo, por las tardes, mediante un estipendio de
veinte pesos mensuales. En esa revista publiqué, a los trece años, mi primer
cuento.
"Volvamos a mi calle cortada.
"A derecha e
izquierda de nuestra casa vivían dos familias de origen dispar - una italiana,
la otra israelita - que tenían en común el cabello rojo, más pronunciado en las
mujeres, tres de las cuales integraban el grupo israelita, polacos por más
señas, y cinco en la familia italiana. Un verdadero ramillete de cabelleras
ígneas. Se las conocía por Juanita la pelirroja, Tota la pelirroja, Hinde la
pelirroja, Sprintze la pelirroja, y así las demás. Enfrente vivía otra familia
israelita cuyo jefe traficaba con la compra-venta de bolsas vacías usadas de
maíz y trigo. Ocupaban otras dos viviendas sendas familias cuyo signo común en
los muchachos de una y otra era el apelativo: Pepe. Llamaban a uno Pepe el
grande y al otro Pepe el chico. Ambos salían todas las mañanas con sus padres
portadores - rara coincidencia -de canastas con piezas de queso que luego
ofrecían de puerta en puerta. En la esquina del pasaje y la calle 9 de julio
campeaba por sus fueros el almacén de los Picabea, gallegos ellos, cuya hija
primogénita era la orgullosa poseedora del único piano de la vecindad.
"Los
domingos, una nutrida barra de pibes del pasaje salían provistos de palos a luchar
con otro grupo de la calle Italia o España, previo desafío, regresando contusos
y con la sangre bullente. Luego las madres, empuñando correas y látigos, ponían
el broche de oro a la jornada heroica, desbandando a los esforzados guerreros.
Estos se reagrupaban en un baldío donde hoy se levanta un gran edificio de
concesionarios de la Ford,
sobre 3 de Febrero, y allí se entretenían peloteando hasta que el grito: ¡araca
la cana! tornaba a producir el desbande... Esta vez, definitivo para la
jornada.
"Cruzando la
calle, en el número 57, habitaba una familia de apellido Torres. Había allí una
chiquilla de mi edad, la que me causó - ¡a los nueve años! - viva impresión. Ni
corto ni perezoso, le envié una esquela con nuestra fámula, invitándola a ir
conmigo... ¡a la calesita! "No hubo respuesta. Al menos, de la chica. Pero
si la hubo de parte de un hermano al que yo respetaba y admiraba porque se
decía de él que practicaba esgrima, quien me atajó un día en la calle y me propinó
un par de soplamocos bien dados.
"Así
tuvo fin, poco airosamente, el primer romance de mi vida."
Fuente: Extraído del libro “ Barrios de
Tango y otras yerbas”(es la
Introducción del
mencionado libro del Autor: Héctor Nicolás Zinni. Ediciones del Viejo Almacén Año 1997.-