Mucho menos
pretenciosas serían, a partir del 900 y hasta 1930, las viviendas populares que
invadirían pacíficamente la ciudad y sus barrios y que tendrían en muchos casos
la señalada característica de la
casa-chorizo", cuya construcción se extendería hasta cerca del (
entenado de la
Independencia e incluso un poco más, como ámbito unifamiliary
urbano por lo general, y con una distribución que incluía, con: ingreso por el zaguán proverbial, una o dos salas a la
calle, seguidas le dos, tres o
más habitaciones enfiladas con salida al vasto patio principal, las que se utilizaban como dormitorios y comedor,
seguidas por la cocina, los
baños, un segundo patio secundario y el "fondo" donde de generalmente se daban la mano la huerta y el gallinero, espacios caros en especial a los inmigrantes.
En ellas, con sus ventanas protegidas por rejas hacia la calle, sus
altas puertas de madera molduradas, sus pisos de pinotea, sus techos de madera o chapa, vivirían miles de rosarinos en
las tres primeras década-, del siglo e incluso algunas más, mientras se iban
extendiendo en forma incesante las viviendas populares, más modestas, aparecían
algunos de los llamados "barrios obreros" y las urbanizaciones (con
su sistema de venta de lotes en cuotas) facilitaban el surgimiento de distintos
núcleos urbanos.
Allí
serían protagonistas principales cientos de olvidados o anónimos constructores,
maestros mayores de obra y albañiles, italianos sobre todo, que se encargarían
de la tarea de levantar las decenas de miles de casas que poblarían en todas
direcciones la ciudad; las "casas del gringo” que siempre dejaban abierta
la posibilidad de ampliaciones futuras, con
sus balcones sobre el techo y las puertas tapiadas que podían dar paso a una escalera ulterior.
A esos
anónimos artífices de la cuchara y la media cuchara venidos desde ciudades y
pequeños poblados de Italia dedicaría Gustavo Riccio, uno de los poetas
proletarios cercanos al anarquismo, su "Elogio de los albañiles italianos": Más líricos que el
pájaro / son estos que yo elogio: / el nido que construyen / no es para su
reposo, / el techo que levantan / no es para sus retoños. / ¡Ellos hacen
cantando / la casa de los otros! Una
bella expresión del sencillismo poético que poco después aparecería en buena
parte de la obra de Fernández Moreno o José Pedroni.
Los frentes tenían escasas aberturas, pero la
estructura interior daba iluminación y ventilación a través de los patios. Las
casas con patios y habitaciones corridas seguían el modelo del sur de España,
que a su vez fue un legado de la arquitectura romano-pompeyana: los urbanistas
en general coinciden en que los romanos desarrollaron ese tipo de fincas.
Los árabes conservaron el estilo durante su
dominio en España. El mismo esquema fue recuperado a fines
del siglo XIX y comienzos de este siglo. Los
maestros de obra de esta época no tenían problemas en continuar la tradición
porque casi todos ellos eran italianos inmigrantes.
(Roxana
Fernández: "La casa se hizo chorizo", en diario Clarín,
18 de junio de
1998)
Hardoy
y Armus en Mundo urbano y cultura
popular señalan que en Rosario y casi con
seguridad en las otras grandes ciudades-puertos vinculadas con la expansión
agroexportadora, es posible pensar la vivienda familiar en relación con tres
modos de habitat: el conventillo, la vivienda unifamiliar y un conjunto de
soluciones muchas veces ocasionales, que incluirían desde el alquiler de un
cuarto en una casa de familia al dormir en el mismo lugar donde se trabaja.
Sin embargo, sería la apropiación privada
del suelo la que dominaría el funcionamiento del mercado inmobiliario y, por
ende, la vivienda popular sería blanco de las orientaciones de
los propietarios, de las compañías de tierras y de los capitales invertidos en
la red tranviaria. En los años del Centenario, el auge del "casapropismo" se
vincularía en forma estrecha con las legítimas aspiraciones de ascenso social
de los inmigrantes y también de sus hijos, ya argentinos en el entorno urbano
rosarino. Para algunos, apuntan Hardoy y Armus, fue sólo una etapa de una
escalada mayor en sus historias personales; para muchos el punto terminal que
acotaba la difundida imagen de una sociedad móvil y abierta.
Mayores problemas habían tenido, sin duda,
aquellos que llegaron a la
ciudad desde el interior de la
Argentina, para desempeñar tareas rudimentarias pero que no
excluían una importante dosis de habilidad y especialización como las del
Matadero, a cuyo alrededor se instalaría entre 1880 y 1910 un núcleo de ranchos
y casillas precarias que
constituían otra de las formas de vivienda existentes en el Rosario
finisecular.
Ya el tercer censo municipal había dejado
constancia de las precariedades que encontraban a su arribo los inmigrantes: Los recién llegados han
tenido que alojarse, provisoriamente, de cualquier modo y en cualquier parte,
armando con barro o cajones de lata vieja un reparo contra la intemperie. La
edificación, con ser intensísima, no basta para cubrir las necesidades de la
inmensa ola inmigratoria. Ese
mismo censo consignaba, para 1910, unos 3.800 ranchos más que en 1906.
Como ocurriera en Buenos Ares desde 1905
e incluso hasta superada ya la década del 30, muchos de los habitantes más
humildes de Rosario eligieron antes que la promiscuidad del conventillo la
solución individual de levantar su vivienda propia en algunos de los barrios ya constituidos
o en terrenos que comenzaban a poblarse de construcciones igualmente humildes. La raíz de esta
libertad domiciliaria quizá te
encontraba en los
lugares de origen. La mayoría de los inmigrantes provenía de zonas rurales
donde la casa constituía el centro, no sólo de la familia, sino también de la
actividad que otorgaba el sustento. Ese factor contribuyó a que muchos
habitantes de casas precarias o conventillos, respetando la tradición familiar instalaran el taller en el que trabajaban dentro
de los límites de la vivienda, consigna Andrés Carretero.
A pesar de las limitaciones que imponían la
pobreza y la improvisación, estas casas significaban el alejamiento del
conventillo. La prioridad residía en, por un lado, separar la pieza destinada a
los padres de aquella asignada a los hijos, y por otro, reemplazar los retretes
externos (excusados) por los baños internos. Por lo general, los propietarios
intentaban dar a los frentes un sello personal, a veces mediante pequeños
detalles que los distinguieran de los demás frentes de la cuadra. Acostumbrados
a vivir en continuo y hasta necesario contacto con los vecinos, es imaginable
que se manifestara, en la medida de lo posible, una tendencia a resguardar la
privacidad hogareña.
(Andrés
Carretero: Vida cotidiana en Buenos Aires, Planeta,
2001)
En
aquellas "casas de barrio", la vida cotidiana de las familias
desarrollaba su rutina inmutable con la cocina como un ámbito humoso y por lo
general oscuro, donde se emplazaba la cocina económica como elemento
fundamental, cuando la había en su defecto, el fogón, donde las mujeres de la
casa cocinaban con leña o carbón, o los braseros de leña, de hierro fundido y
con las tres patas tradicionales.
La cocina, el lugar de estar y de reunión
permanente de toda la familia, era el menos confortable. Con las chapas
desnudas y ahumadas, eran una heladera en invierno y un horno en verano, por su
poca altura y falta de aislación, con el piso de tierra o cemento alisado. En
algunos casos se le construía un fogón de mampostería, con una o dos hornallas
de hierro fundido para colocar el carbón encendido, cuya humareda y gases de
anhídrido carbónico invadían el ambiente haciendo llorar a todos los presentes.
En estas condiciones la sufrida ama de casa tenía que arreglarse para cocinar,
lavar la vajilla, servir la comida y además planchar la ropa con planchas a
carbón o macizas de hierro, calentadas sobre el brasero.
(Enrique S. Inda:
"La vivienda social en la
Argentina", en revista Todo
es Historia, N°
151)
Las
cocinas económicas, construidas también en el mismo material, con sus hornallas
graduables, su horno y la plancha sobre la que podían calentarse ollas, pavas y
cacerolas y también cocinarse sabrosos bifes, tuvieron popularidad y uso a
partir del principio mismo del siglo. En 1905 se las podía adquirir importadas
de Europa o Estados Unidos, o de fabricación rosarina, como las producidas por
Juan Mazzolini en su establecimiento de Tucumán 1563, por T. Muneratti y Rho,
establecido en Urquiza 1940 o por Nava e Invaldi, fabricantes de las cocinas
"La Porteña",
en calle Tucumán 1563, cuya actividad se extendería incluso hasta entrada la
década del 20.
Hacia el Centenario, la "Ferretería El Ancla", antiguo
comercio fundado por Enrique Menth en 1881, en San Martín 955 vendía las
cocinas económicas "Gracia", mientras que en otros comercios del
mismo tipo era posible adquirir marcas inglesas, alemanas y nacionales como
"Stella,"Star", Imperial","Express",
"Primus", "Furze","Poli" o "Dompé", a
carbón o leña, o las cocinas "Casells", de nutrida publicidad, con
sus marcas "La Favorita",
"La Argentina",
"La Doméstica",
etc.
Leña,
carbón y querosén serían, antes de la utilización masiva del gas natural como
combustible de las cocinas, elementos habituales en las casas rosarinas, como lo serían en la mayor parte de las grandes ciudades argentinas.
El querosén se utilizaba asimismo para alimentar las lámparas que iluminaban
ambientes humildes y familiares del Rosario de las tres primeras décadas del siglo XX.
El querosén merece un
párrafo
aparte. Grande y significativa fue la gravitación que tuvo en la vida hogareña durante el prolongado lapso de su vigencia. Simplificó tareas, mejoró otras y
liberó a la mujer de penosas esclavitudes. Hoy se ignora que antes de él era necesario madrugar,
alguien debía levantarse mucho antes que el resto de la familia (obvio, la
madre, vestal de hogar) para hacer el fuego. El querosén era acopiado en botellas, bidones o latas, pues su necesidad era mucha y permanente, para alimentar
el heroico y legendario Primus que casi como milagro ofrecía su poderosa llama en
un
instante.
Después fue reemplazado lentamente por las cocinas, que no eran sino una multiplicación de ese ingenioso aparato
fundado en
la
gasificación del querosén. Las lámparas de mesa y las cálidas estufas
cilíndricas y de grueso mechero graduable fueron otra resultante eficaz y práctica del
novedoso sistema.
(León Tenenbaum, Olores
de Buenos Aires, Corregidor, 1994)
En la
cocina se ubicaba asimismo la heladera a hielo, que no dejaba de ser inclusive
inalcanzable para una gran mayoría de rosarinos, obligados para la conservación
y cierta dosis de higiene de algunos alimentos al uso de la
"fiambrera", que con su tejido de ceñida malla servía para evitar el contacto de la carne y otros productos con moscas y demás insectos.
Antes de la aparición de las eléctricas,
las heladeras "a hielo” ( muebles de
sólida madera, con su puerta-tapa superior y su puerta frontal),
servían para enfriar bebidas y alimentos
y para garantizar una indudable mejor calidad de vida en muchos hogares, mientras marcas como
"Imperial" o "Star", esta última promocionando sus nueve murallas
aisladoras para economizar hielo, competían en el mercado.
El hielo, elemento esencial de las
mismas, tenía ya en los primeros años del período analizado, posibilidades de ser producido "en casa”. En
1900, por ejemplo, La Capital publica un aviso de la firma A. Keinhold, de Belgrano 511, Buenos
Aires, que ofrece máquinas de hacer hielo a mano; en 20 minutos fabrica medio kilo de hielo, todo por 40 pesos el artefacto. Esa posibilidad agotadora era
reemplazada por la compra del producto en alguna de las fábricas que ya entonces se
dedicaban a producir las "barras" heladas, imprescindibles para
garantizar el frío de las bebidas en cumpleaños, casamientos, festejos, Navidades
y otros jolgorios familiares o sociales:"La Moderna", de M. y L.
Arichulaga, en Catamarca 1152; el "Frigorífico Central", en Cortada
Rivas 44, frente al Mercado Central, que vendía hielo cristalino con reparto a
domicilio en 1911; la fábrica de hielo de la "Cervecería Quilmes",
emplazada en Avda. Francia y Brown hacia el Centenario, etc.
La
llegada de las heladeras eléctricas (los "refrigeradores" que por su
costo convivirían largo tiempo con las de hielo) terminó a partir de la década
del 20 con la imperfección de aquella cadena de frío elemental que intentaba
garantizar el gabinete de madera y zinc. Se hicieron conocidas entonces marcas
como "Crescent", "McCray", "Excellent", las
refrigeradoras "General Electric", "Kelvinator",
"Harrod's" y muchas otras, en su mayoría importadas inicialmente de
los Estados Unidos y cuyos introductores en Rosario fueran Juan y José
Drysdale, en San Lorenzo 1150.
Parte
del equipamiento hogareño lo conformarían asimismo los elementos para dotar de
calefacción a las viviendas, según su jerarquía: hogares a leña en las grandes
residencias, formando parte inevitable de la construcción "a la
europea"; estufas a carbón o leña como la que P. Marquet, con negocio en
Paraguay 464, ofrecía en 1910 como "La Salamandre", que
según el aviso de La Capital era conocida hace 23 años
en Europa.
Un
poco más adelante, en el inicio de los años 20, se utilizaban estufas a gas de
petróleo o nafta marca "Krondiamant", con un consumo de 8 litros
por hora y un precio de 45 pesos. En las casas humildes, mientras tanto, el
brasero servía para un doble uso: el de cocina precaria y el de calefactor, más
allá del peligro que significaría siempre el anhídrido carbónico producido por la
combustión. Las estufas eléctricas, por su parte, surgidas a partir de la
invención, por Albert Marsh en 1906, del alambre de cromo-níquel que podía
calentarse sin romperse, iban a tardar en ser adoptadas, lo que ocurriría
asimismo superada la década del 20, luego de la aparición del sistema radiante,
patentado por la
Belling Company americana en 1912.
La presencia del baño, una instalación
sanitaria que durante casi las dos primeras décadas del siglo XX no formó parte
de la vivienda y la comodidad familiar, se iría haciendo más regular a partir de 1920 en adelante,
desplazando de ese modo a los retretes y letrinas y contribuyendo a lo que hoy
se llama "calidad de vida".
La
primera instalación sanitaria era la lejana garita del retrete, distante de la
casa y de la bomba. Armada habitualmente con materiales viejos, a veces sin
puerta, con sólo una cortina de arpillera estrecha, apenas con un techo para
protegerse de la lluvia, tenía un piso de tablas con un hueco circular por
donde subían los olores del pozo. Durante décadas la letrina fue el único WC
disponible. Por consiguiente, para evitar salir fuera de la casa durante la
noche, en los dormitorios se usaban las bacinillas o tazas de noche,
disimuladas bajo la cama, que se vaciaban y limpiaban todas las mañanas. Eran
tiempos tan duros que la clase obrera no podía gastar ni siquiera en papel
higiénico, usando en su reemplazo periódicos recortados o trapos especiales,
diariamente lavados. Recién a fines de la década del 20 y principios de la del 30,
a medida que mejoraban las condiciones económicas por el
aporte de los hijos con edad para trabajar y ayudar al hogar, las viviendas
obreras fueron adoptando los baños de material, cercanos a la casa y aun en su
interior, con instalación de agua bombeada para la ducha y el inodoro
(Inda:Op.cit)
Fuente: Extraído de Libro Rosario del 900 a la “década infame” Tomo
I Autor Rafael Ielpi Editado 2005 por la Editorial Homo Sapiens
Ediciones