Escudo de la ciudad

Escudo de la ciudad
El escudo de Rosario fue diseñado por Eudosro Carrasco, autor junto a su hijo Gabriel, de los Anales" de la ciudad. La ordenanza municipal lleva fecha de 4 de mayo de 1862

MONUMENTO A BELGRANO

MONUMENTO A BELGRANO
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martes, 23 de octubre de 2012

LA INMIGRACIÓN JUDÍA


Un lugar sin duda destacado tendría asimismo una inmigración peculiar en la ciudad: la de la colectividad de origen judío, arribada en forma especial desde la enorme extensión geográfica de la Rusia zarista. La misma, como la italiana y la española, contaría con el apoyo e incluso el interés de las autoridades nacionales por su radicación definitiva en el país, como lo demuestra la designación, en 1881, de José María Bustos, como agente honorario en Europa con la específica misión de dirigir hacia la República Argentina la inmigración israelita iniciada actual­mente en el Imperio Ruso.
Debe consignarse que ese mismo año, el asesinato del zar Alejandro II había desatado una ola de atentados violentos, con las consiguientes e injustificables matanzas, contra las comunidades judías radicadas en Rusia, la mayor parte de ellas ya discriminadas a través de la falta de trabajo o del ejercicio de tareas de escasa remuneración y del pequeño comercio de subsistencia. Los "pogroms" salvajes ordenados por el gobierno zarista tendrían como consecuencia éxodos masivos y en muchos casos desesperados de judíos hacia países europeos y hacia América, en procura (como la mayor parte de la inmigración proveniente de otros países) de nuevos horizontes, de ofertas de trabajo y de mejores posibilidades para el desarrollo social y económico.
 
El grupo judío más numeroso fue el ashkenazí, llegado desde la Rusia zarista luego de la convocatoria del presidente Julio A. Roca en 1881, que apuntaba a encauzar hacia la Argentina a víctimas de la judeofobia en ese país. A pesar de la iniciativa oficial, el primer gran desembarco de judíos rusos aconteció ocho años después, durante los últimos meses del bienio de pasajes subsidiados por el Estado, cuando se suponía que la población hebrea del país, esencialmente europeo occidental, no excedía los 1500 integrantes."
(Ignacio Klich y Gladys Jozami: "La tierra prometida", en Argentina, paísde inmigrantes: Op. cit.)
Klich y Jozami indican que a la luz de factores expulsivos como el crecimiento demográfico, la intolerancia religiosa, las convulsiones desatadas por la caída de la Rusia zarista y las grandes guerras, los 800 judíos arribados en el "Wesser" en 1889fueron seguidos más tarde por otros ashkenazíes de diversas partes de Europa oriental, integrantes de los proyectos de colonización de la “Jewish Colonization Association"', e inmigrantes espontáneos. Tal afluencia contribuyó a provocar una decuplicación aproximada del número de judíos, de 10 mil en 1895 a casi 100 mil en 1914. Hacia fines de los años 20 se consideraba que la poblado] ludía del país excedía los 200 mil individuos.
Sería en efecto hacia comienzos de la década del 90, en el siglo XIX, cuando los primeros contingentes organizados de inmigrantes de aquel origen comienzan a llegar a la Argentina, en especial a través de la acción generosa del multimillonario y filántropo barón Mauricio Hirsch (constructor del ferrocarril que unía Viena con Constantinopla) quien luego de la fundación de una empresa colonizadora, la mencionada Jewish Colonization Association, se encargaría de la organización de colonias agrícolas judías en las provincias de Buenos Aires, Santa Fe, Entre Ríos y en menor medida en las de La Pampa, Río Negro y Santiago del Estero.
Si bien sería en Entre Ríos donde se asentarían las principales colonias promovidas por Hirsch, quien compraría allí unas 110.000 hectáreas que corresponden a las actuales poblaciones de Basavilbaso, Villa Clara, Villaguay, Ingeniero Zajarof y Villa Domínguez, donde subsiste aún el edificio del Hotel de Inmigrantes, primera residencia. de los colonos judíos en esa zona, casi coincidentemente se instalarían en Rosario personas del mismo origen, representando, consigna Luis Gerovitch, a empresas europeas que organizaron el sistema de comercialización y exportación de la producción agrícola del país Algunos de ellos, como Jacobo Saslasvky o Samuel Levin, se contarían entre los miembros de la Bolsa de Comercio de Rosario y de las instituciones vinculadas al comercio cerealista, en los primeros años del siglo XX, alrededor del Centenario de Mayo.
En los mismos años, hacia 1909 era comprobada la radicación en Rosario de unos 3000 ciudadanos de origen judío. Haim Avni, en Argentina y la historia de la inmigración judía, menciona el informe que realizó ese año el rabino Samuel Halfon, quien viajó por el país para constatar la presencia y condiciones de vida y de trabajo de la colectividad, casi al modo del realizado por Bialet Massé respecto a la situación de los obreros a principios del siglo XX.
Halfon consignaría, con respecto a Rosario, su visita a una fábrica de muebles que pertenece a un israelita ruso ex colono de Entre Ríos. De más de cien obreros que trabajan en ella, dos tercios son judíos que ganan de tres a siete pesos por día. Al principio, señala, los obreros israelitas tuvieron dificultades para encontrar empleo en lugares pertenecientes a no judíos debido a su ignorancia del idioma del país. El rabino consigna sin embargo que al momento de su visita a la ciudad, aquella situación inicial había sido superada: Hoy todos saben apreciar al obrero judío por su diligencia y efectividad y lo emplean pese a que generalmente llega sin saber aún expresarse en español...
En realidad fueron tres las corrientes inmigratorias judías que se asentaron en la ciudad desde 1900 en adelante, aun cuando es posible determinar la presencia de inmigrantes de dicho origen arribados a Rosario incluso antes de 1880: la ya mencionada de los ashke-nazim,que era numéricamente la más importante; la de los mizrahim, judíos orientales provenientes sobre todo de Siria y en especial de ciudades como Alepo, Homs y Damasco, y la de sefaradim, arribados de la región del Magreb, de países como Turquía, Marruecos y tam­bién de Grecia.
Originarios inicialmente de España, iniciarían una de las tan­tas diásporas protagonizadas por el pueblo judío al ser expulsados de la península ibérica en el siglo XV, para instalarse en la zona del Mediterráneo; sefaradíes o sefardíes serían llamados asimismo los judíos afincados en distintos países árabes, que constituirían parte de la inmigración mayoritaria arribada a Rosario en los años iniciales del siglo XX.Tenían al ladino como su lengua cotidiana y su emigración hacia América, como en el caso de los mizrahim, no estuvo vinculada a la empresa colonizadora de Hirsch sino a una elección espontánea (y sacrificada) de trasladarse a estas tierras.
Ya en 1916 esta colectividad había concretado en la ciudad una institución solidaria, la "S ociedad Etz Ajaim", a la que se sumaria ocho años más tarde la "Sociedad Schebet Ahim", que tendría a su cargo la erección del templo emplazado en calle Dorrego; en la década del 20, los sefaradíes habían levantado ya en calle Catamarca 2032 el tempo Etz Ajaim.
La primera corriente inmigratoria judía a la Argentina la constituyó la del período 1865-1895, integrada sobre todo por judíos alsacianos y franceses, cuyos miembros trabajarían en Rosario en actividades vinculadas al comercio y los bancos; a la misma siguieron las de 1889-1895, de judíos provenientes del Este europeo; la de 1905-1921 y la de 1921-1930, que traerían a la ciudad a miles de hombres y mujeres, que se integrarían —los primeros— a trabajos relacionados con establecimientos fabriles, comerciales o a la tarea artesanal.
La adaptación de los judíos a la ciudad y a la heterogénea comunidad rosarina de inicios del siglo XX (como ocurriría asimismo con la inmigración árabe) se realizaría en forma natural, más allá de las notorias diferencias culturales y religiosas que los distinguían de otras colectividades y del mantenimiento rígido de muchas de las pautas vinculadas a ambos aspectos.
 
Mis padres llegaron de Alepo (Halab se dice en árabe) en los años 20. Primero llegó mi padre y luego mi madre que se atrevió a cruzar el mar una vez que ya había un lugar seguro para vivir. A mí me pusieron por nombre Victoria en homenaje al "Reina Victoria", que era el nombre del barco en el que mi madre arribó a América. Cuando le preguntaban a ella de dónde había venido, ella decía "De Uropa", porque no sabía, como muchos emigrantes, de geografía... Toda nuestra vida social y familiar se circunscribía al barrio donde en los primeras décadas del siglo XX se asentó la mayoría de los judíos halabíes, es decir, las calles San Juan, San Luis, Dorrego, Moreno y en sus alrededores. También los cristianos de origen árabe que habían llegado del Líbano o Siria, tenían sus viviendas allí. Compartíamos con ellos costumbres, comidas e idioma, la vida cotidiana. Si alguien tenía una parra compartía con sus vecinos las hojas para hacer el hiebra o cuando le faltaba algún condimento golpeaba la puerta del vecino y le pedía el mahlab o el zafahar...
(Victoria Abiad: Testimonio personal en el centenario de la Rehila en Rosario, 2003)
No obstante, no fueron pocos los prejuicios que obstaculizaron inicialmente esa posibilidad de integración. Piénsese por ejemplo en la calificación de sucios y harapientos, que el Comisario de Inmigración Juan Alsina, aplicara a los sirios y libaneses, en los primeros años del siglo XX, o la opinión que consta en un informe de la misma dependencia oficial, de la década del 20, donde se afirma que los inmigrantes que provienen del Asia Menor, sirios, palestinos, armenios, etc., son inasimilables...
Alsina había dejado planteadas asimismo sus dudas, que no eran las únicas, acerca de las posibilidades de integración de aquellos con­tingentes judíos que comenzaban a arribar con mayor regularidad a la condición de colonos, como pretendía el proyecto de Hirsch: La atención pública ha sido fuertemente atraída por la llegada de inmigrantes ruso-israelitas, desde mediados de 1891. La opinión se ha manifestado por la prensa diaria, en pro y en contra; de esta última manera más fuertemente. El interés por dilucidar la cuestión subsiste; pero un asunto semejante no se puede resolver con los datos conocidos de lo que es el israelita en el otro continente, cuyas poblaciones obedecen a instituciones distintas de las que rigen en América; que guardan antiguos principios políticos y observan tenazmente las tradiciones reli­giosas; que no dejan abiertos todos los caminos para elevarse en las distintas esferas sociales y órdenes de trabajo. Será menester la experiencia: ver si el israelita puede pasar entre nosotros de la vida de ciudadanos industriales, negociantes o traficantes a la de agricultores.
No era menor la desconfianza que en muchos sectores, algunos vinculados al poder, despertaba la actividad de aquellos recién llegados, judíos y árabes, dedicados en buena medida a la modificación del concepto tradicional del comercio minorista a través de mecanismos como el aumento del crédito al comprador hasta lograr la consolidación de una relación mutuamente provechosa.
 
Los vendedores ambulantes urbanos y rurales, así como los pequeños comerciantes, no fueron vistos como elementos beneficiosos. Por el contra­rio, privaban a la agricultura del aporte inmigratorio y, además, su enri­quecimiento rápido proponía mal ejemplo a otros recién llegados. Ruinoso para no pocos que terminaron en la indigencia, los inmigrantes judíos y árabes comenzaron casi masivamente como vendedores itinerantes, gene­ralizando la venta a plazos y admitiendo el trueque de mercaderías; los más exitosos llegarían a transitar la vereda de la buhonería en el comer­cio minorista, y desde éste prosiguieron hasta la intermediación al por mayor, la industria, la banca y la actividad agropecuaria.
(Klich-Jozami: Op. cit.)

En noviembre de 1890, La Capital incluye en sus páginas una carta de lectores anónima que refleja mucho del pensamiento decididamente anti-judío que anidara en no pocos rosarinos respecto a la inmigración de personas de dicho origen, en este caso específico referido a los con­tingentes apoyados por el Barón Hirsch: Sin detenerse a apreciar a fondo los desastrosos resultados que produciría al país tal empresa y sobre todo esa masa de población, cuya influencia, dada su raza, sus tendencias y hasta cierto punto los fines políticos que el judío se propone, sería funesta. El judío no es agricul­tor ni industrial, viéndosele siempre establecerse en las campañas con el solo objeto de ejercer pequeñas industrias o la usura con gran perjuicio al campesino. No extraña esta opinión si se tiene en cuenta, por ejemplo, la de Julián Martel, el autor de La Bolsa, que señala a los judíos como los responsables de la decadencia moral de los argentinos...
Muchos de los judíos arribados a Rosario hacia 1900 se inserta­ron sin embargo en una serie de oficios y actividades comerciales en los que descollarían especialmente, como la carpintería y la fabricación de muebles o la artesanal perfección que demandan la sastrería y la confección de indumentaria, aunque la mayor parte de ellos se dedicaría al comercio en otras modalidades, que iban desde el negocio establecido al ambulante.
En este último caso, constituyendo una peculiar cofradía, la de los llamados "cuentenikes", reconocibles por su habilidad para la venta callejera, para el convencimiento del cliente y para la oferta de su mercadería, en muchos casos vinculadas al uso doméstico y cotidiano, como telas, prendas, peines, peinetas, ligas, medias, hojas de afeitar, cinturones, etc.
Gerovitch rememora la característica ambulatoria de aquellos judíos: Los vendedores domiciliarios, los "cuentenikes", como se llamaban en un lunfardo idish, recorrieron todos los barrios y todos los rincones de la ciudad, vendiendo a los sectores más humildes artículos para la familia y el hogar, a los que de otro modo no hubieran podido acceder. Con el sistema de venta a plazos, popularizaron la venta a crédito y la necesidad del ahorro. Los cuentenikes realizaban compras comunes a través de una organización que fundaron en el año 1924, la Cooperativa Mutual Fraternal. Otra actividad realizada por el gremio textil, fue la fabricación de gorras: desde los niños pequeños hasta los ancianos, en invierno y en verano, los rosarinos tenían la costumbre de ir con la cabeza cubierta.
Fueron comerciantes vinculados especialmente a dicha activi­dad y a otras (Isaac Belfer, Jaime Bergo, Juan Guisen, Moisés Farbman, Arón Fridman, Isaac Kuguel, Natalio Pujovich, Manuel Schuster, Bernardo Sitomirsky y Pinjos Srulijes) los que en abril de 1921 se reunieron en la ciudad con la idea de fundar un banco fraternal, para no pudientes, concretado poco después en el Banco Comercial Israelita, que funcionaría durante casi ocho décadas hasta ser absorbido en 1999 por la banca francesa.
Los primeros grupos de judíos que se formaron en Rosario se reunían para decir las oraciones religiosas diarias. Según la tradición, este grupo debe estar constituido por diez personas mayores, como mínimo. De la fusión de dos de esos grupos surgió la primera organización comunitaria en Rosario, fundada el 6 de septiembre de 1903 bajo el nom­bre de Congregación Israelita, que es la actual Asociación Israelita de Beneficencia. Su primera comisión directiva estuvo integrada por Enrique Segrete Siegel, WolfFBannet, Salomón Klein, Abraham AbramofF y Rubén Akerman. Una de sus primeras concreciones fue conseguir un terreno para el Cementerio Israelita. Sus actividades abarcaban desde la ayuda a los necesitados hasta la fundación de escuelas judías, siguiendo la milenaria tradición judaica de solidaridad y educación como base y guía de la vida del pueblo. En humildes habi­taciones se abrieron escuelas en los barrios habitados por judíos: en Echesortu, Saladillo, Refinería, las escuelas populares judías conformaron una red escolar.
(Luis Gerovitch: "La comunidad judía", en Historias de aquí a la vuelta N° 24,1993)
 
De aquellos sitios de reunión, los minianim, diseminados en distintos puntos de la ciudad, nacería como se ha consignado la Asociación Israelita, del mismo modo que, de la mano de judíos progresistas, lo haría la Biblioteca Obrera Social, con sede inicial en Corrientes 1315. Al casi atávico criterio de construir en el lugar donde se asentara una comunidad judía escuelas, templos y el cementerio que albergara a los muertos de la colectividad, respondió el esfuerzo de obtener un predio para emplazamiento de este último. Lo obtuvieron casi con el inicio del siglo XX, en la zona oeste de Rosario, en un predio en Provincias Unidas y Bvard. 27 de Febrero, y con el mismo empeño levantaron sus escuelas y los diferentes templos correspondientes a cada grupo, mientras se iban integrando, al idioma incluso, a través  de la convivencia con los habitantes de esa ciudad que en 1910 albergaba a 3050 judíos.
 
Tenían diferentes religiones pero nos entendíamos como si fuéramos hermanos porque veníamos de experiencias culturales casi idénticas. Por calle San Juan había un templo y por calle Mendoza otro; luego, con el paso del tiempo, se unificaron en el de calle Dorrego, llamado Shebef Ahim, donde se creó una escuela, un Talmud Tora donde asistían los hijos de los inmigrantes. La vida del templo estaba unida a nuestra vida de todos los días; el templo era el lugar de encuentro y celebraciones. Estaba ubicado (lo sigue estando hoy) a la vuelta de la Iglesia Ortodoxa San Jorge y al lado de la panadería árabe, a la que llamábamos el furum, donde sus dueños cocinaban el pan como a nosotros nos gustaba. De a poco comenza­mos a aprender el castellano. En la escuela (muchos íbamos a la Alem, que estaba en el barrio) nos daba vergüenza que se dieran cuenta de que hablábamos árabe y entonces sólo lo hablábamos en casa o en los negocios del barrio cuyos propietarios eran de origen árabe como nosotros...
(Victoria Abiad: Testimonio citado

Como ocurriera en el caso de buena parte de los inmigrantes arribados al país, la dura travesía, las condiciones en que se realizaba el viaje oceánico y la incertidumbre acerca de las posibilidades de trabajo y progreso en la Argentina, fueron sufridas también por los judíos y los árabes. Recuérdese, por ejemplo, el periplo que realizaban los grupos mizrahim provenientes de Siria, trasladándose en un largo viaje en tren desde Alepo a Beirut, para iniciar desde allí el recorrido hacia Marsella en barcos de carga durante cerca de dos semanas, para embarcar recién en el puerto francés hacia América, hacinados en los vapores de ultramar.
 
El flujo inmigratorio desde esas orillas lejanas a las nuestras y lo que ese éxodo humano significó merece ocupar un lugar destacado en la infinita historia de errancias que caracterizan al pueblo judío. Viniendo de Ucrania o Lituania, de Tánger o Aleppo, cruzando las orillas del Volga o del Ródano, recorriendo grandes distancias para llegar hasta los puertos donde los esperaban los barcos que habrían de cruzarlos de un lado al otro del mundo, ashkenazim, mizrahim y sefaradim, cada uno a su modo y respondiendo a motivos diversos encontraron en la Argentina un territorio de posibilidad. Al igual que casi todos los argentinos, los judíos cargan en su memoria familiar el increíble relato de aquello que significó llegar a América. Relatos o crónicas transmitidos de una a otra generación, preservados en cartas, en fotografías, en documentos ajados y ya amarillentos por el paso del tiempo y también en la vacilante y lábil memoria de los más ancianos que bajo la forma de destellos narrativos —alrededor de la mesa de la cocina, en los almuerzos, en las tertulias de los sábados, alrededor del hogar en los inviernos—fueron transmitiendo a los más jóvenes, la épica de su arribo al país.
(Rubén Chababo: 100 años de inmigración judía en Argentina, inédito)

Fuente: Extraído de Libro Rosario del 900 a la “década infame” Tomo I  Autor Rafael Ielpi Editado 2005 por la Editorial Homo Sapiens Ediciones