Escudo de la ciudad

Escudo de la ciudad
El escudo de Rosario fue diseñado por Eudosro Carrasco, autor junto a su hijo Gabriel, de los Anales" de la ciudad. La ordenanza municipal lleva fecha de 4 de mayo de 1862

MONUMENTO A BELGRANO

MONUMENTO A BELGRANO
Inagurado el 27 de Febrero de 2020 - en la Zona del Monumento

Vistas de página en total

martes, 28 de agosto de 2012

ENTRE DIVAS Y CUPLETISTAS - Dos géneros, dos pasiones


Por Rafael Oscar Ielpi

El advenimiento jubiloso del nuevo siglo no iba a modificar una de las características peculiares de la ciudad finisecular: una especie de  pasión colectiva, unánime, contagiosa, una verdadera borrachera teatral. Tal vez sea difícil imaginar hoy. cuando Rosario llega al millón de habitantes, la remansada vida de aquella ciudad de principios de siglo, pero mucho más lo es. sin duda, intentar una descripción objetiva de aquellos años transcurridos entre 1900 y 1930, en los que "el" Rosario iba a ser poco menos que la Meca para una real constelación de actores y actrices, divos y divas de la lírica, y cuanta figura de renombre internacional se decidiera por una gira americana, en la que Buenos Aires primero, y Rosario inmediatamente después, eran plazas poco menos que inevitables. Fueron en esos años la zarzuela y la ópera los dos géneros musicales que mejor llegaron al corazón y a la sensibilidad de los rosarinos, y en especial de los miles de integrantes de las dos colectividades de inmigrantes más numerosas de la Argentina: italianos y españoles. En el caso de Rosario, la vasta colonia itálica, que incluía a una gran cantidad de genoveses. era lo que hoy se llama un público cautivo de la ópera, a lo que se sumaba la entrañable y legítima nostalgia que todo inmigrante de cualquier origen siente por la tierra lejana.

En el Rosario anterior al 900 ya varios teatros habían abastecido, con mayor o menor comodidad para los espectadores, las necesidades de recreación, de vida social y -¿por qué no?- de elevación espiritual de buena parte de sus habitantes: el Teatro Nacional, levantado en Córdoba entre Comercio y Aduana; el Teatro de la Esperanza, en calle Puerto (hoy San Martín), cuyo telón se levantó por primera vez el 21 de junio de 1857 y cuyo final llegara en 1868 como consecuencia de un incendio. Reconstruido como Teatro del Litoral, pasó a llamarse La Opera en 1878, conservando ese nombre hasta su cierre definitivo en 1885. A imitación de Madrid, la ciudad se haría también, en el siglo XIX, de su Teatro de la Zarzuela, en calle Progreso (Mitre), cerca de su intersección con Urquiza.

Pero serían tres salas construidas también en la centuria anterior las que impulsarían, hasta la inauguración del Teatro Colón y del Teatro La Opera, en 1904, el fervor teatral de los rosarinos: el Olimpo, La Comedia y el Politeama. El primero abriría sus puertas el 15 de junio de 1871, en la calle Progreso y tendría su impulsor generoso -como muchos teatros del mundo- en Eugenio Pérez, un profesional que entusiasmó a algunos rosarinos "de pro" con la idea de dotar a la ciudad de una sala acorde al amor por el teatro que la misma exteriorizaba.

Salvo Caruso, cuya única actuación en la ciudad tuvo como escenario a La Opera, gran parte de los grandes de la lírica italiana pasaron por el Olimpo: Alejandro Bonci, Pascuale Amato, Emma Carelli, Rossina Storchio, María Barrientos, Luisa Tetrazzini.
Sería el Olimpo escenario también del estre­no en la Argentina de "Cavallería", de Pietro Mascagni, por la compañía italiana dirigida por Rafael Tomba, poco después del estreno de la obra en el Teatro Constanzi romano y de su espectacular suceso. El entusiasmo, el fervor y la expectativa de los rosari­nos por la dramática obra auguraban una larga temporada, frustrada por otra novedad mucho más mundana... y humana. La soprano de la compañía, Paoli Bonassi -esposa del director musical del elenco-, que encarnaba a Santussa, desapareció una noche con el barítono Migliazzo, el Alfio de la ópera de Mascagni, dejando trunco su matrimonio y clausurado el éxito de la numerosa compañía.

La sala de calle Progreso iba a albergar asimismo a algunos de los gran­des actores -los trágicos de fin de siglo- cuya fama ha perdurado en el tiempo pese a los cambios expresivos y técnicos: Gustavo y Tommaso Salvini, Ermete Zacconi, Ermete Novelli. Giovanni Grasso. Parte fundamental del éxito del Olimpo residiría en su empresario, Luis Carpentiero, un napolitano que lo sería después del Colón y posteriormente del Odeón, quien trajo a la sala artistas de géneros disímiles pero de la misma fama en todo el mundo.

Por el escenario del Olimpo pasaría también Leopoldo Frégoli, un maestro del hoy olvidado arte del transformismo, capaz de encarnar con velocidad pasmosa a cerca de medio centenar de personajes, quien debió escapar disfrazado de mucama de una casa cercana al teatro ante la llegada del pretendiente de la dama con quien platicaba y algo más.

Fuerte competencia con el Olimpo sostendría ya a fines del siglo XIX el Teatro La Comedia cuya construcción original había sido encarada por Giglione en 1890/91 y cuya habilitación se produce en 1894.En realidad, la sala sirvió para dar cabida en sus primeros tiempos a los circos criollos donde daba sus primeros pasos el teatro nacional con "Juan Moreira", y tenía las mismas características del cuasi galpón del Politeama. que también nacería para albergar espectáculos similares.

Se denominaba inicialmente Teatro Comedia, y con ese nombre perduró hasta 1904, cuando se modifica la empresa original con el ingreso de Francisco Montal, que junto con Galván dan lugar en la precaria sala a compañías de zarzuelas y del llamado género chico español, aunque con elencos de escasa o nula notoriedad. En julio de 1909, los hermanos Francisco y José Eráusquin adquieren los terrenos en los que levantan el tea­tro y producen en el mismo una serie de importantes reformas que lo adecúan a todo tipo de representaciones y lo convierten en una sala de jerarquía. Allí actuarían los más conocidos cantantes y actores hispánicos de las primeras décadas de este siglo, como el gran barítono Emilio Sagi-Barba, con su esposa Luisa Vela, de cuya unión matrimonial nacería otro de los grandes de la zarzuela: Luis Sagi-Vela.
 En La Comedia estrenaría Florencio Sánchez, por entonces redactor del diario "La República", su obra "Canillita", el le de octubre de 1902, por la compañía de zarzuelas de Enrique Llovet, con una mujer, la tiple Julia Iñíguez. encarnando al chiquilín protagonista de la pieza, un vendedor de diarios cuyo apodo pasaría a ser denominación y símbolo de ese gremio. Florencio, un libertario convencido y un bohemio impenitente y sufrido, redactaría los manifiestos de grandes protestas obreras, como la de los trabajadores de la Refinería Argentina en octubre de 1901. y sería presencia cotidiana y noctámbula en muchos de los cafetines aledaños al Mercado Central, sucesor del Mercado Sud.

El Olimpo y La Comedia conocerían nueva competencia sobre finales del siglo XIX con la inauguración en la misma calle Progreso donde se emplazaban ambos (y a una cuadra del primero) del entonces llamado Nuevo Politeama, construido en el mismo solar que luego ocuparían sucesivamente el Teatro Odeón, luego cine, y la Fundación Héctor I. As-tengo. Habilitado en 1899 por su impulsor, que no era otro que Pablo Rafetto, uno de los nombres imprescindibles de la historia del circo criollo, el Politeama a secas, como se lo conocería popularmente, funcionaría hasta 1917 con algunos hitos importantes pero heterogéneos en su haber, que lo vinculan con la ópera, el teatro nacional, la música e incluso los bailes populares.

Más allá de alguna inicial y casi novelesca vinculación con la lírica, como el estreno en la Argentina de "Tosca", en 1900 -privilegio que disputa al Olimpo- el Politeama fue. hasta su desaparición, lo que se llama un teatro popular. Denigrado por unos como un vasto galpón con pretensiones de teatro, su escenario sería sin embargo transitado por el teatro nacional prácticamente desde el comienzo del siglo XX y su heterogénea "clientela" de espectadores no se reclutaba por lo general entre las familias distinguidas sino en la clase popular, que era por otra parte a quien iba dirigida buena parte de la producción teatral argentina de ese tiempo, con autores como Gregorio de Lafferere, Payró, Sánchez Gardel, Nemesio Tre-jo, Florencio Sánchez o Carlos Mauricio Pacheco.

Mientras coincidieron en el tiempo, durante el siglo XX -es decir desde 1900 a 1917, año del cierre del Politeama- y hasta la inauguración del Colón y La Opera, tanto el modesto pero concurrido teatro fundado por Rafetto como el Olimpo y La Comedia serían escenarios de grandes acontecimientos artísticos y a la vez la obligada posibilidad de seguro lustre social para una comunidad atenta, a falta de otros atractivos, a menudos incidentes, y empolvada de tierra por el paso de carros y tramways que cruzaban las calles arrastrados por yuntas de cansados jamelgos o sobresaltada poco después por los primeros y ruidosos automóviles, toda una novedad.

Entre 1900 y 1905, por ejemplo, la gente vive pendiente de los telones que suben y bajan y de argentino y creador de Pepino el 88 las temporadas que obligan a la renovación de vestuarios y atuendos, a la elección de sombreros (ir al teatro tenía sus estrictos códigos de etiqueta, sobre todo para la burguesía gobernante), a la adquisición y lucha por los abonos. El año inicial de la centuria, el suceso lo constituye José Podestá, el célebre Pepino el 88, el payaso que con una escoba en la mano, a guisa de guitarra, o con una guitarra -que sabía pulsar y bien- era capaz de innovar en la vieja mecánica del payaso de circo para comentar con humor y acidez los problemas del país y las acciones o desaguisados de quienes lo gobernaban, desde las tablas del Politeama.

También el comienzo del siglo XX traería a ese teatro a otro legendario del circo: el inglés Frank Brown, a quien M. SuareZ Danero describe como lo vieron seguramente los rosarinos del 900, saliendo del "Hotel de France et Angleterre": "Tenía el prototipo del caballero inglés de porte distinguido, aristocrático. Vestía a la usanza londinense, con suma pulcritud y elegancia. Con su clásico bastón y su galera en boga en la época, se parecía más a un acaudalado industrial que a un payaso de circo". Frank Brown y su mujer, Rosita de la Plata, volverían a Rosario más de una vez hasta mediada la década del 20, cuando ya la ciudad tenía otros gustos y otras recreaciones que excedían el marco entrañable del circo.

El Politeama tuvo también su escándalo teatral el 25 de junio de 1902, cuando el estreno de "La gente honesta", de Florencio Sánchez, motivó una movilización policial, cierre del teatro, censura a la obra y alguno que otro garrotazo al público, incluido el autor de "Barranca abajo", que terminó detenido "por alboroto en la vía pública". La diligencia policial tenía sus razones: la obrita de Sánchez era una despiadada sátira enderezada contra su ex patrón de "La República", el industrial de origen alemán Emilio Schiffner (que sería propietario luego del teatro La Opera), a quien el libertario dramaturgo veía como la encarnación de los males del capitalismo burgués y que lo había despedido poco antes.
En realidad, para el poderoso burgués que era Schiffer, verse convertido en un personaje de teatro que paseaba del brazo de una prostituta por el Parque Independencia, hablando además un "cocoliche" que denunciaba su origen extranjero, debe haber sido no sólo muy duro: fue inaceptable para quien como él, y la mayor parte de los ricos comerciantes rosarinos, sabían muy bien que era justamente el origen el que los convertía en inferiores ante el patriciado capitalino, para el que "estos rosarinos", "estos gringos con plata" no eran otra cosa que nuevos ricos, con la carga de rastacuerismo y arribismo que (para ellos) encerraba tal defini­ción. Aunque se casaran con las hijas de las familias tradicionales de Santa Fe, como ocurriera con el propio Schiffer.

Pero ya en el inicio del siglo, Rosario estaba preparada para contar con un teatro al que pudiera calificarse cabalmente como tal y que, de paso, ubicara a la ciudad en la nómina de las que podían recibir, sin problemas, a las grandes compañías líricas y teatrales que llegaban desde Europa. El año 1904 sería, por ello, particularmente importante ya que en su transcurso, y con escasos días de diferencia, se habilitaron dos de las grandes salas de su historia: el Teatro Colón primero, y el bautizado como La Opera, casi inmediatamente, el único de los dos que sobreviviría  hasta nuestros días.
El Colón sería por casi medio siglo -ya que se inauguró el 19 de mayo de 1904 y se demolió en 1958 por orden del entonces propietario del inmueble- un recinto escénico de relevancia nacional e incluso internacional. Y de los dos, el más popular o, al menos, el percibido como el menos elitista de ambos. La sociedad formada especialmente para solventar la construcción de un gran teatro, impulsada por Alfredo J. Rouillón y David Gianelli, confiaría la confección de los planos del coliseo al ingeniero italiano Cayetano Rezzara. Las obras quedaron paralizadas cuando la edificación había llegado a la primera mitad de los palcos, y luego de algunos años se reiniciaron los trabajos, ahora bajo la dirección del ingeniero Plou. La inauguración sería comentada por muchas semanas en la ciudad, por el acontecimiento social que significara, y la esquina de Corrientes y Urquiza atraería en lo que restaba del año a curiosos y amantes del teatro por igual.

La velada inicial correspondió, como era previsible, a la lírica italiana, a través de un clásico de Puccini: Tosca, para cuya representación se contrató a una compañía dirigida por Giovanni Zuccani, que cruzó especialmente el Atlántico con su orquesta de 60 músicos, el agregado de una banda de 20 instrumentistas más, 30 coreutas, 18 bailarinas y un plantel de cantantes, técnicos y ayudantes que la acercaban al centenar y medio de personas.

Los añejos programas de aquella temporada inicial, poblados de publicidades de comercios e industrias y retratos de los principales artistas del elenco (Elena Bianchi-Cappelli. Orazio Cosentino, Ramón Blanchart. Pietro Gubellini. Bianca Morelli. Alicia Cucini, entre otros), consignan casi un mes y medio corrido de frenesí operístico, de la mano de aquellos cantantes extranjeros a los que era posible escuchar, ver por las calles, generalmente en bulliciosos grupos, e invitar incluso a alguna velada particular. Esto último, si se portaba uno de los apellidos ilustres de la ciudad y se contaba, por ello mismo, con alguna de las señoriales mansiones de la alta sociedad rosarina.
La Idea, una revista destinada a la crónica social, consigna en esos días: "Esperábamos un gran teatro pero nunca un lleno así, tan grande, tan íntegro. Todo estaba ocupado: plateas, tertulias, palcos y demás localidades. Por todas partes no se veía otra cosas que mujeres luciendo elegantes toilettes y hombres de rigurosa etiqueta. No podemos decir ya que el Rosario carece de atractivos y que sus noches son largas, tétricas y aburridas: ahora existe el Colón...

El Colón, en realidad, había ganado una carrera contra el tiempo: la que enfrentara a sus impulsores con quienes habían iniciado también la construcción de otro gran teatro: el de La Opera, en la esquina SE de Laprida y Mendoza, cuya inauguración no pudo concretarse antes. Esta gran sala -que aún mantiene su actividad regular aunque inscripta en la crisis general del espectáculo- levanto por primera vez su telón el 7 de junio de 1904, con uno de los títulos operísticos más arduos: el Otello de Verdi y un elenco que, para algunos, encabezaba esa noche el florentino Amedeo Bassi, en el esplendor de su juventud, y para otros Giovanni Lunardi, que habría reemplazado a último momento al primero cuando ya estaban los programas impresos.

La arquitectura todavía chata de la ciudad, lo desperdigado de su edificación una vez superado el reducido radio céntrico hacía verídica la descripción que La Capital consignaba en 1904: "Está por encima de toda edificación del Rosario", para señalar que "allá a lo lejos se ve el otro mirador del Rosario: el kiosco en que remata la Montañita del parque y que asemeja, a la distancia, la cúpula de una gran pagoda china..." Una vieja postal de "A la ciudad de Roma" permite observar, en la noche, con su frente iluminado, al flamante teatro, rodeado de construcciones bajas que resaltan su imponencia mientras la crónica aludida menciona la sólida arquitectura de Goldammer y los frescos de Garino y Levoni.
A partir de esa coincidencia fundacional y de objetivos, el Colón y La Opera movilizaron a una ciudad atenta y ganada por el teatro como posibilidad de recreación y de esparcimiento. Los dos primeros, sobre todo, consiguieron incluso alterar la tranquila vida rosarina de las dos primeras décadas del siglo; a partir de las cinco o seis de la tarde se tenía posibilidad de elegir la velada teatral del día entre una vasta gama de espectáculos que incluían las variedades circenses, los dramones europeos tradicionales, la zarzuela pinturera o las breves piezas del género chico hispano, los saínetes , las óperas con su divo y su prima donna de rigor, el teatro nacional, la música clásica con un niño prodigio como Miecio Horzsowky. que asombraba ejecutando a Chopin a los 12 años en el Colón, o las primeras expresiones de los ballets rusos y la danza moderna con la legendaria
Ana Pavlova, mezclando por igual   a tonadilleras y cupletistas con bailaoras geniales como Antonia Mercé, Encarnación López o Pastora Imperio -fundadoras con Vicente Escudero del baile flamenco contemporáneo- y con trágicos, capocómicos desbocados, instrumentistas virtuosos de una manera tan asombrosa como seguramente irrepetible...
Esa epopeya heterogénea está poblada de momentos e historias que los rosarinos protagonizaban casi sin saberlo y muchas veces sin que quedara incluso registro de ello, como la versión de una Isadora Duncan bailando desnuda a orillas del Paraná en 1916 o el magnetismo que irradiaría la gran Sarah Bernhardt en septiembre de 1905 desde el escenario del Colón, ante una platea poco menos que suspensa ante la inminencia de lo que creía -con razón- un hecho tal vez único en sus vidas, aunque la diva no fuese ya la joven y subyugante actriz que aplaudieran los europeos sino una mujer que había superado la encuerna. “La dama de las camelias", uno de sus grandes momentos.
Ese mismo año, llegaría al mismo teatro otro legendario: el gran Pablo Podestá, a quien se juzga como uno de los grandes actores Bgran Pablo en una dé suspoco   de la historia del teatro nacional. Miembro de una familia de pioneros, bien puede señalárselo con José y Jerónimo -hermano y tío- como uno de los fundadores de la dramaturgia argentina. El gran Pablo, como se lo llamaba, tenía entonces poco más de 30 años y un efímero matrimonio con una muchachita de apenas 14 años, hija también de una familia de gente de circo, y que había nacido casualmente en Rosario, en los finales del si glo XIX: Olinda Bozán.

Pablo vuelve muchas veces a Rosario: en 1912 y en 1919, cuando actuando en el Teatro Olimpo sufre el comienzo de los síntomas finales de su locura, que lo lleva a afirmar que había adquirido todos los teatros de Buenos Aires, de Rosario y de Montevi­deo. Llevado a Buenos Aires, es internado en el manicomio porteño donde muere cuatro años más tarde, el 26 de abril de 1923.

En 1907, la ciudad se conmueve con otra llegada esperada: la de Eleonora Duse, otra de las grandes trágicas de principios de siglo, que lle­gaba en la cincuentena (como la Bernhardt) cuando ya parte de su juvenil encanto y sus amores con D'Annunzio, el poeta y dramaturgo del fascismo, habían quedado atrás. Sin embargo, el Colón volvió a colmarse como en las grandes ocasiones para verla y escucharla, sobre todo en "La dama de las camelias", donde la artista de las bellas manos -como se la llamaba- conservaba todavía los fulgores mágicos de su talento. Otras actrices de renombre, como Tina de Lorenzo, habían pasado ya entonces por la ciudad, en este caso en el Olimpo de calle Progreso.
a venida de las grandes divas de la ópera era también suceso, pero ninguno como el de 1907 con Luisa Tetrazzini, una soprano insigne de entre siglos, que enloqueció literalmente a los rosarinos, al punto de que luego de su función de despedida en el Colón -el 22 de agosto con "La Traviata"- no vacilaron en llevarla en andas desde el teatro hasta la estación Rosario Norte, para su embarque hacia Buenos Aires, pese a su opulencia física. Sus compañeros, Pascuale Amato y Emma Carelli, recibieron homenajes y elogios similares.
Otra diva, Gemma Bellincioni, deja suspensa a la ciudad en junio de 1910 con el estreno en el país de la "Salomé", de Richard Strauss -que venía a terciar en una larga competencia entre óperas italianas- y a sus méritos musicales se sumará, co­mo interés adicional para cierta mentalidad con­servadora, un libreto que incluía la famosa "danza de los siete velos", que la Bellincioni, por entonces una dama de 47 años, llevó a cabo airosamente. Monos y Monadas lo asegura: "Cuando bailar se la ve/ a esta hermosa Salomé/ en la danza de los velos,/ se cree en los siete cielos/ de la musulmana fé..."
Otros mimados de los rosarinos serían en ese período el matrimonio de María Guerrero-Fernando Díaz de Mendoza. Millonarios y dadivosos, en 1910 trajeron como invitado de su compañía al gran Ramón del Valle Inclán y su estadía en el Hotel Italia se recordaría tanto como los habanos cubanos especialmente fabricados para él que fumaba don Fernando.

Desde 1911, cuando recaló en el Politeama, hasta sus últimas actuaciones en la década del 20, Florencio Parravicini haría reír con sus chistes desenfadados, sus ademanes groseros y su chispa a toda la ciudad, sin distinción de clases sociales. En 1924, una hemorragia y un desmayo prolongado dan origen al rumor de su muerte en Rosario, mientras actuaba en el Colón, versión que publican varios diarios porteños.

 Lo cierto es que Flo arrasa con todo desde el Centenario hasta casi los años 30 en los escenarios rosarinos. "Monos y Monadas" consigna en 1911: "Hipocondríacos, melancólicos y cansados de la vida van a reír con Parra y se curan. El Consejo de Higiene, justamente alarmado, lo va a llamar al orden porque cura tan descaradamente en público las enfermedades incurables. Parravicini se ríe y nosotros también..."

Enrico Caruso fue otro de los que paralizaron a la ciudad con su talento. El 9 de julio de 1915, La Opera se colmó de amantes del bel canto, deseosos de oir al que ya era considerado como el mejor tenor del mundo en "Manon Lescaut", con Gilda Dalla Rizza. La apoteosis, sin embargo, llegarías unos días después, con "I pagliacci", su interpretación más festejada, que anonadó a la audiencia, lo colmó de ovaciones y lo obligó a salir a escena once veces.

El viejo Politeama no iba, por su lado, a ser olvidado del todo. En el mismo terreno en el que se alzara el viejo local, se cons­truiría otro teatro, inaugurado por Lola Membrives y su compañía en octubre de 1927, con "La mariposa que voló sobre el mar", de Benavente: el Teatro Odeón, financiado por Enrique Astengo y proyectado por los hermanos Tito y José Micheletti, hoy Auditorio Fundación Héctor I. Astengo.

Fuente: Extraído de la colección  “Vida Cotidiana – Rosario ( 1900-1930) Editada por diario la “La Capital