Por Rafael
Oscar Ielpi
El advenimiento jubiloso del
nuevo siglo no iba a modificar una de las características peculiares de la
ciudad finisecular: una especie de
pasión colectiva, unánime, contagiosa, una verdadera borrachera teatral. Tal vez sea
difícil imaginar hoy. cuando Rosario llega al millón de habitantes, la
remansada vida de aquella ciudad de principios de siglo, pero mucho más lo es.
sin duda, intentar una descripción objetiva de aquellos años transcurridos
entre 1900 y 1930, en los que "el" Rosario iba a ser poco menos que la Meca para una real
constelación de actores y actrices, divos y divas de la lírica, y cuanta figura
de renombre internacional se decidiera por una gira americana, en la que Buenos
Aires primero, y Rosario inmediatamente después, eran plazas poco menos que
inevitables. Fueron en esos años la
zarzuela y la
ópera los dos géneros musicales que mejor llegaron al
corazón y a la sensibilidad de los rosarinos, y en especial de los miles de
integrantes de las dos colectividades de inmigrantes más numerosas de la Argentina: italianos y
españoles. En el caso de Rosario, la vasta colonia itálica, que incluía a una
gran cantidad de genoveses. era lo que hoy se llama un público cautivo de la
ópera, a lo que se sumaba la entrañable y legítima nostalgia que todo
inmigrante de cualquier origen siente por la tierra lejana.
En el Rosario anterior al 900 ya varios teatros
habían abastecido, con mayor o menor comodidad para los espectadores, las
necesidades de recreación, de vida social y -¿por qué no?- de elevación
espiritual de buena parte de sus habitantes: el Teatro Nacional, levantado
en Córdoba entre Comercio y Aduana; el Teatro
de la Esperanza, en calle Puerto (hoy San Martín), cuyo telón se
levantó por primera vez el 21 de junio de 1857 y cuyo final llegara en 1868
como consecuencia de un incendio. Reconstruido como Teatro del Litoral, pasó a
llamarse La Opera en 1878,
conservando ese nombre hasta su cierre definitivo en 1885. A imitación de
Madrid, la ciudad se haría también, en el siglo XIX, de su Teatro de la Zarzuela, en calle
Progreso (Mitre), cerca de su intersección con Urquiza.
Pero serían tres salas construidas también en la
centuria anterior las que impulsarían, hasta la inauguración del Teatro Colón y del Teatro La Opera, en 1904, el
fervor teatral de los rosarinos: el Olimpo,
La Comedia y el Politeama.
El primero abriría sus puertas el 15 de junio de
1871, en la calle Progreso y tendría su impulsor generoso -como muchos teatros
del mundo- en Eugenio Pérez, un
profesional que entusiasmó a algunos rosarinos "de pro" con la idea
de dotar a la ciudad de una sala acorde al amor por el teatro que la misma
exteriorizaba.
Salvo Caruso,
cuya única actuación en la ciudad tuvo como escenario a La Opera, gran parte de
los grandes de la lírica italiana pasaron por el Olimpo: Alejandro Bonci,
Pascuale Amato, Emma Carelli, Rossina Storchio, María Barrientos, Luisa
Tetrazzini.
Sería el Olimpo escenario también del estreno en la
Argentina de "Cavallería", de Pietro Mascagni, por la compañía
italiana dirigida por Rafael Tomba, poco después del estreno de la obra en el Teatro Constanzi romano y de
su espectacular suceso. El entusiasmo, el fervor y la expectativa de los rosarinos
por la dramática obra auguraban una larga temporada, frustrada por otra novedad
mucho más mundana... y humana. La soprano de la compañía, Paoli Bonassi -esposa
del director musical del elenco-, que encarnaba a Santussa, desapareció una
noche con el barítono Migliazzo, el Alfio de la ópera de Mascagni, dejando
trunco su matrimonio y clausurado el éxito de la numerosa compañía.
La sala de calle Progreso iba a albergar asimismo a
algunos de los grandes actores -los trágicos
de fin de siglo- cuya fama ha perdurado en el tiempo
pese a los cambios expresivos y técnicos: Gustavo y Tommaso Salvini, Ermete Zacconi, Ermete Novelli.
Giovanni Grasso. Parte fundamental del éxito del Olimpo residiría en
su empresario, Luis Carpentiero, un
napolitano que lo sería después del Colón y posteriormente del Odeón, quien
trajo a la sala artistas de géneros disímiles pero de la misma fama en todo el
mundo.
Por el escenario del Olimpo pasaría también Leopoldo Frégoli, un maestro
del hoy olvidado arte del transformismo, capaz de encarnar con velocidad
pasmosa a cerca de medio centenar de personajes, quien debió escapar disfrazado
de mucama de una casa cercana al teatro ante la llegada del pretendiente de la
dama con quien platicaba y algo más.
Fuerte competencia con el Olimpo sostendría ya a
fines del siglo XIX el Teatro
La Comedia cuya construcción original había
sido encarada por Giglione en 1890/91 y cuya habilitación se produce en 1894.En
realidad, la sala sirvió para dar cabida en sus primeros tiempos a los circos
criollos donde daba sus primeros pasos el teatro nacional con "Juan
Moreira", y tenía las mismas características del cuasi galpón del
Politeama. que también nacería para albergar espectáculos similares.
Se
denominaba inicialmente Teatro
Comedia, y con ese nombre perduró hasta 1904, cuando se
modifica la empresa original con el ingreso de Francisco Montal, que junto con
Galván dan lugar en la precaria sala a compañías de zarzuelas y del llamado
género chico español, aunque con elencos de escasa o nula notoriedad. En julio
de 1909, los hermanos Francisco
y José
Eráusquin adquieren los terrenos en los que levantan el teatro
y producen en el mismo una serie de importantes reformas que lo adecúan a todo
tipo de representaciones y lo convierten en una sala de jerarquía. Allí
actuarían los más conocidos cantantes y actores hispánicos de las primeras
décadas de este siglo, como el gran barítono Emilio Sagi-Barba, con su
esposa Luisa Vela, de cuya
unión matrimonial nacería otro de los grandes de la zarzuela: Luis Sagi-Vela.
En La
Comedia estrenaría Florencio Sánchez, por entonces redactor del diario "La
República", su obra "Canillita", el le de octubre de
1902, por la compañía de zarzuelas de Enrique Llovet, con una mujer, la tiple Julia Iñíguez. encarnando
al chiquilín protagonista de la pieza, un vendedor de diarios cuyo apodo
pasaría a ser denominación y símbolo de ese gremio. Florencio, un libertario
convencido y un bohemio impenitente y sufrido, redactaría los manifiestos de
grandes protestas obreras, como la de los trabajadores de la Refinería
Argentina en octubre de 1901. y sería presencia cotidiana y noctámbula en
muchos de los cafetines aledaños al Mercado Central, sucesor del Mercado Sud.
El Olimpo y La Comedia conocerían nueva competencia
sobre finales del siglo XIX con la inauguración en la misma calle Progreso
donde se emplazaban ambos (y a una cuadra del primero) del entonces llamado Nuevo Politeama, construido
en el mismo solar que luego ocuparían sucesivamente el Teatro Odeón, luego
cine, y la Fundación Héctor I.
As-tengo. Habilitado en 1899 por su impulsor, que no era otro
que Pablo Rafetto, uno de los
nombres imprescindibles de la historia del circo criollo, el Politeama a secas,
como se lo conocería popularmente, funcionaría hasta 1917 con algunos hitos
importantes pero heterogéneos en su haber, que lo vinculan con la ópera, el
teatro nacional, la música e incluso los bailes populares.
Más allá de alguna inicial y casi novelesca
vinculación con la lírica, como el estreno en la Argentina de
"Tosca", en 1900 -privilegio que disputa al Olimpo- el Politeama fue.
hasta su desaparición, lo que se llama un teatro popular. Denigrado
por unos como un vasto galpón con pretensiones de teatro, su escenario sería
sin embargo transitado por el teatro nacional prácticamente desde el comienzo
del siglo XX y su heterogénea "clientela" de espectadores no se
reclutaba por lo general entre las familias distinguidas sino en la clase
popular, que era por otra parte a quien iba dirigida buena parte de la
producción teatral argentina de ese tiempo, con autores como Gregorio de
Lafferere, Payró, Sánchez Gardel, Nemesio Tre-jo, Florencio Sánchez o Carlos
Mauricio Pacheco.
Mientras coincidieron en el tiempo, durante el siglo
XX -es decir desde 1900 a 1917, año del cierre del Politeama- y hasta la
inauguración del Colón y La Opera, tanto el modesto pero concurrido teatro
fundado por Rafetto como el Olimpo y La Comedia serían escenarios de grandes
acontecimientos artísticos y a la vez la obligada posibilidad de seguro lustre
social para una comunidad atenta, a falta de otros atractivos, a menudos
incidentes, y empolvada de tierra por el paso de carros y tramways que cruzaban
las calles arrastrados por yuntas de cansados jamelgos o sobresaltada poco
después por los primeros y ruidosos automóviles, toda una novedad.
Entre 1900 y 1905, por ejemplo, la gente vive
pendiente de los telones que suben y bajan y de argentino
y creador de Pepino el 88 las
temporadas que obligan a la renovación de vestuarios y atuendos, a la elección
de sombreros (ir al teatro tenía sus
estrictos códigos de etiqueta, sobre todo para la burguesía gobernante), a la
adquisición y lucha por los abonos. El año inicial de la centuria, el suceso lo
constituye José Podestá, el célebre Pepino el 88, el payaso
que con una escoba en la mano, a guisa de guitarra, o con una guitarra -que
sabía pulsar y bien- era capaz de innovar en la vieja mecánica del payaso de
circo para comentar con humor y acidez los problemas del país y las acciones o
desaguisados de quienes lo gobernaban, desde las tablas del Politeama.
También el comienzo del siglo XX traería a ese
teatro a otro legendario del circo: el inglés Frank Brown, a quien M.
SuareZ Danero describe como lo vieron seguramente los rosarinos del 900, saliendo
del "Hotel de France et Angleterre": "Tenía el prototipo del
caballero inglés de porte distinguido, aristocrático. Vestía a la usanza
londinense, con suma pulcritud y elegancia. Con su clásico bastón y su galera
en boga en la época, se parecía más a un acaudalado industrial que a un payaso
de circo". Frank Brown y su mujer, Rosita
de la Plata, volverían a Rosario más de una vez hasta mediada la
década del 20, cuando ya la ciudad tenía otros gustos y otras recreaciones que
excedían el marco entrañable del circo.
El Politeama tuvo también su escándalo teatral el 25
de junio de 1902, cuando el estreno de "La gente honesta", de
Florencio Sánchez, motivó una movilización policial, cierre del teatro, censura
a la obra y alguno que otro garrotazo al público, incluido el autor de
"Barranca abajo", que terminó detenido "por alboroto en la vía
pública". La diligencia policial tenía sus razones: la obrita de Sánchez
era una despiadada sátira enderezada contra su ex patrón de "La República",
el industrial de origen alemán Emilio
Schiffner (que sería propietario luego del teatro La Opera), a
quien el libertario dramaturgo veía como la encarnación de los
males del capitalismo burgués y que lo había despedido
poco antes.
En realidad, para el poderoso burgués que era
Schiffer, verse convertido en un personaje de teatro que paseaba del brazo de
una prostituta por el Parque Independencia, hablando además un
"cocoliche" que denunciaba su origen extranjero, debe haber sido no
sólo muy duro: fue inaceptable para quien como él, y la mayor parte de los
ricos comerciantes rosarinos, sabían muy bien que era justamente el origen el que los convertía en
inferiores ante el patriciado capitalino,
para el que "estos rosarinos", "estos gringos con plata" no
eran otra cosa que nuevos ricos, con la carga de rastacuerismo y arribismo que
(para ellos) encerraba tal definición. Aunque se casaran con las hijas de las
familias tradicionales de Santa Fe, como ocurriera con el propio Schiffer.
Pero ya en el inicio del siglo, Rosario estaba
preparada para contar con un teatro al que pudiera calificarse cabalmente como
tal y que, de paso, ubicara a la ciudad en la nómina de las que podían recibir,
sin problemas, a las grandes compañías líricas y teatrales que llegaban desde
Europa. El año 1904 sería, por ello, particularmente importante ya que en su
transcurso, y con escasos días de diferencia, se habilitaron dos de las grandes
salas de su historia: el Teatro
Colón primero, y el bautizado como La Opera, casi inmediatamente, el único de
los dos que sobreviviría hasta
nuestros días.
El Colón sería por casi medio siglo -ya que se
inauguró el 19 de mayo de 1904 y se demolió en 1958 por orden del entonces
propietario del inmueble- un recinto escénico de relevancia nacional e incluso
internacional. Y de los dos, el más popular o, al menos, el percibido como el
menos elitista de ambos. La sociedad formada especialmente para solventar la
construcción de un gran teatro, impulsada por Alfredo J. Rouillón y David Gianelli, confiaría
la confección de los planos del coliseo al ingeniero italiano Cayetano Rezzara. Las obras
quedaron paralizadas cuando la edificación había llegado a la primera mitad de
los palcos, y luego de algunos años se reiniciaron los trabajos, ahora bajo la
dirección del ingeniero Plou. La inauguración sería comentada por muchas
semanas en la ciudad, por el acontecimiento social que significara, y la
esquina de Corrientes y Urquiza atraería en lo que restaba del año a curiosos y
amantes del teatro por igual.
La velada inicial correspondió, como era previsible,
a la lírica italiana, a través de un clásico de Puccini: Tosca, para cuya representación se
contrató a una compañía dirigida por Giovanni Zuccani, que cruzó especialmente
el Atlántico con su orquesta de 60 músicos, el agregado de una banda de 20
instrumentistas más, 30 coreutas, 18 bailarinas y un plantel de cantantes,
técnicos y ayudantes que la acercaban al centenar y medio de personas.
Los añejos programas de aquella temporada inicial,
poblados de publicidades de comercios e industrias y retratos de los
principales artistas del elenco (Elena Bianchi-Cappelli. Orazio Cosentino,
Ramón Blanchart. Pietro Gubellini. Bianca Morelli. Alicia Cucini, entre otros),
consignan casi un mes y medio corrido de frenesí operístico, de la mano de aquellos
cantantes extranjeros a los que era posible escuchar, ver por las calles,
generalmente en bulliciosos grupos, e invitar incluso a alguna velada
particular. Esto último, si se portaba uno de los apellidos ilustres de la
ciudad y se contaba, por ello mismo, con alguna de las señoriales mansiones de
la alta sociedad rosarina.
La Idea, una revista
destinada a la crónica social, consigna en esos días: "Esperábamos un gran
teatro pero nunca un lleno así, tan grande, tan íntegro. Todo estaba ocupado:
plateas, tertulias, palcos y demás localidades. Por todas partes no se veía
otra cosas que mujeres luciendo elegantes toilettes y hombres de rigurosa
etiqueta. No podemos decir ya que el Rosario carece de atractivos y que sus
noches son largas, tétricas y aburridas: ahora existe el Colón...
El Colón, en realidad, había ganado una carrera contra el tiempo: la
que enfrentara a sus impulsores con quienes habían iniciado también la
construcción de otro gran teatro: el de La Opera, en la esquina SE de Laprida y Mendoza, cuya
inauguración no pudo concretarse antes. Esta gran
sala -que aún mantiene su actividad regular aunque inscripta en la crisis
general del espectáculo- levanto por primera vez su telón el 7 de junio de
1904, con uno de los títulos operísticos más arduos: el Otello de Verdi y un elenco que, para algunos, encabezaba esa noche el
florentino Amedeo Bassi, en el esplendor de su juventud, y para otros Giovanni Lunardi, que habría reemplazado a último momento al primero cuando ya estaban
los programas impresos.
La arquitectura todavía chata de la ciudad, lo
desperdigado de su edificación una vez superado el reducido radio céntrico
hacía verídica la descripción que La
Capital consignaba en 1904: "Está por encima de toda
edificación del Rosario", para señalar que "allá a lo lejos se ve el
otro mirador del Rosario: el kiosco en que remata la Montañita del parque y que
asemeja, a la distancia, la cúpula de una gran pagoda china..." Una vieja
postal de "A la ciudad de Roma" permite observar, en la noche, con su
frente iluminado, al flamante teatro, rodeado de construcciones bajas que
resaltan su imponencia mientras la crónica aludida menciona la sólida
arquitectura de Goldammer y los frescos de Garino y Levoni.
A partir de esa coincidencia
fundacional y de objetivos, el Colón y La Opera movilizaron a una ciudad atenta
y ganada por el teatro como posibilidad de recreación y de esparcimiento. Los
dos primeros, sobre todo, consiguieron incluso alterar la tranquila vida
rosarina de las dos primeras décadas del siglo; a partir de las cinco o seis de
la tarde se tenía posibilidad de elegir la velada teatral del día entre una
vasta gama de espectáculos que incluían las variedades circenses, los dramones
europeos tradicionales, la zarzuela pinturera o las breves piezas del género
chico hispano, los saínetes , las óperas con su divo y su prima donna de rigor,
el teatro nacional, la música clásica con un niño prodigio como Miecio
Horzsowky. que asombraba ejecutando a Chopin a los 12 años en el Colón, o las
primeras expresiones de los ballets rusos y la danza moderna con la legendaria
Ana
Pavlova, mezclando por igual a
tonadilleras y cupletistas con bailaoras
geniales como Antonia
Mercé, Encarnación López o Pastora Imperio -fundadoras
con Vicente Escudero del baile
flamenco contemporáneo- y con trágicos, capocómicos desbocados, instrumentistas
virtuosos de una manera tan asombrosa como seguramente irrepetible...
Esa epopeya heterogénea está poblada de momentos e
historias que los rosarinos protagonizaban casi sin saberlo y muchas veces sin
que quedara incluso registro de ello, como la versión de una Isadora Duncan bailando
desnuda a orillas del Paraná en 1916 o el magnetismo que irradiaría la gran Sarah Bernhardt en
septiembre de 1905 desde el escenario del Colón, ante una platea poco menos que
suspensa ante la inminencia de lo que creía -con razón- un hecho tal vez único
en sus vidas, aunque la diva no fuese ya la joven y subyugante actriz que
aplaudieran los europeos sino una mujer que había superado la encuerna. “La
dama de las camelias", uno de sus grandes momentos.
Ese mismo año, llegaría al mismo
teatro otro legendario: el gran Pablo
Podestá, a quien se juzga como uno de los grandes actores Bgran Pablo en una dé suspoco de la historia del teatro
nacional. Miembro de una familia de pioneros, bien puede señalárselo con José y Jerónimo -hermano y
tío- como uno de los fundadores de la dramaturgia argentina. El gran Pablo, como se lo
llamaba, tenía entonces poco más de 30 años y un efímero matrimonio con una
muchachita de apenas 14 años, hija también de una familia de gente de circo, y que había nacido casualmente en
Rosario, en los finales del si glo XIX: Olinda Bozán.
Pablo
vuelve muchas veces a Rosario: en 1912 y en 1919, cuando actuando en el Teatro
Olimpo sufre el comienzo de los síntomas finales de su locura, que lo lleva a
afirmar que había adquirido todos los teatros de Buenos Aires, de Rosario y de
Montevideo. Llevado a Buenos Aires, es internado en el manicomio porteño donde
muere cuatro años más tarde, el 26 de abril de 1923.
En
1907, la ciudad se conmueve con otra llegada esperada: la de Eleonora Duse, otra de las grandes trágicas de principios
de siglo, que llegaba en la cincuentena (como la Bernhardt) cuando ya parte de
su juvenil encanto y sus amores con D'Annunzio, el poeta y dramaturgo del
fascismo, habían quedado atrás. Sin embargo, el Colón volvió a colmarse como en
las grandes ocasiones para verla y escucharla, sobre todo en "La dama de
las camelias", donde la artista de las bellas manos -como se la llamaba- conservaba todavía los
fulgores mágicos de su talento. Otras actrices de renombre, como Tina de Lorenzo,
habían
pasado ya entonces por la ciudad, en este caso en el Olimpo de calle Progreso.
a venida de las grandes divas de la ópera
era también suceso, pero ninguno como el de 1907 con Luisa
Tetrazzini, una
soprano insigne de entre siglos, que enloqueció literalmente a los rosarinos,
al punto de que luego de su función de despedida en el Colón -el 22 de agosto
con "La Traviata"- no vacilaron en llevarla en andas desde el teatro
hasta la estación Rosario Norte, para su embarque hacia Buenos Aires, pese a su
opulencia física. Sus compañeros, Pascuale Amato y Emma Carelli, recibieron
homenajes y elogios similares.
Otra
diva, Gemma Bellincioni, deja suspensa a la ciudad en junio de 1910
con el estreno en el país de la "Salomé", de Richard Strauss -que
venía a terciar en una larga competencia entre óperas italianas- y a sus
méritos musicales se sumará, como interés adicional para cierta mentalidad conservadora,
un libreto que incluía la famosa "danza de los siete velos", que la
Bellincioni, por entonces una dama de 47 años, llevó a cabo airosamente. Monos y Monadas lo asegura: "Cuando bailar se la ve/ a
esta hermosa Salomé/ en la danza de los velos,/ se cree en los siete cielos/ de
la musulmana fé..."
Otros
mimados de los rosarinos serían en ese período el matrimonio de María
Guerrero-Fernando Díaz de Mendoza. Millonarios y dadivosos, en 1910 trajeron como invitado de su compañía
al gran Ramón del Valle Inclán y su estadía en el Hotel Italia se
recordaría tanto como los habanos cubanos especialmente fabricados para él que
fumaba don Fernando.
Desde
1911, cuando recaló en el Politeama, hasta sus últimas actuaciones en la década
del 20, Florencio Parravicini haría reír con sus chistes desenfadados, sus
ademanes groseros y su chispa a toda la ciudad, sin distinción de clases
sociales. En 1924, una hemorragia y un desmayo prolongado dan origen al rumor
de su muerte en Rosario, mientras actuaba en el Colón, versión que publican
varios diarios porteños.
Lo cierto es que Flo arrasa con todo desde el Centenario hasta
casi los años 30 en los escenarios rosarinos. "Monos y Monadas"
consigna en 1911: "Hipocondríacos, melancólicos y cansados de la vida van
a reír con Parra y se curan. El Consejo de Higiene, justamente alarmado, lo va
a llamar al orden porque cura tan descaradamente en público las enfermedades
incurables. Parravicini se ríe y nosotros también..."
Enrico Caruso fue otro de los que paralizaron a la ciudad con su talento. El 9 de
julio de 1915, La Opera se colmó de amantes del bel canto, deseosos de oir al
que ya era considerado como el mejor tenor del mundo en "Manon
Lescaut", con Gilda Dalla Rizza. La apoteosis, sin embargo, llegarías unos
días después, con "I pagliacci", su interpretación más festejada, que
anonadó a la audiencia, lo colmó de ovaciones y lo obligó a salir a escena once
veces.
El viejo Politeama no iba, por su lado, a
ser olvidado del todo. En el mismo terreno en el que se alzara el viejo local,
se construiría otro teatro, inaugurado por Lola Membrives y su compañía en
octubre de 1927, con "La mariposa que voló sobre el mar", de
Benavente: el Teatro Odeón, financiado por Enrique Astengo y proyectado por los hermanos Tito y
José Micheletti, hoy Auditorio Fundación Héctor I. Astengo.
Fuente:
Extraído de la colección “Vida Cotidiana
– Rosario ( 1900-1930) Editada por diario la “La Capital