Esquina
de San Nicolás y Catamarca, ochava sudeste. Casi en los límites del barrio
Talleres y en los aledaños de la cancha de Rosario Central, el almacén de
Venancio Fuggini era lugar de encuentro de los centralistas rosarinos, criollos
o hijos de inmigrantes.
Un poco más allá,
pasando los talleres del Central Argentino, en un bar pegado a la farmacia de
William Taylor Paul -el segundo presidente de la entidad-, sobre la avenida
Castellanos, se juntaban los pocos ingleses que aún quedaban en el club.
Pero en poco tiempo el
almacén de don Venancio se convirtió en sinónimo de Rosario Central. Como en el
centro de la ciudad lo eran para los newellistas el "Bar Germania" de
Santa Fe y Mitre, o los sótanos del "Café Central" en Rioja y Mitre,
o después el de los hermanos Adolfo y Ernesto Celli en calle San Lorenzo al
1200.
Y
como lo eran tantos o más bares y cafés para la gente de cada club rosarino.
El júbilo de los
domingos cobijaba a los centralistas en el almacén de Fuggini. Jugadores,
dirigentes, simpatizantes, ya sin distinciones de orígenes, todos se
encontraban allí alrededor de los colores azul y amarillo. Las copas corrían,
por supuesto, servidas por el propio Fuggini. Y las broncas de las derrotas
también se digerían ahí.
Era tanto lo que representaba
ese ámbito para Rosario Central que por un tiempo se convirtió en la sede:
reuniones, llamadas telefónicas, citación a futbolistas, informaciones sobre
días de prácticas, todo se concentraba en el almacén. Al asumir la presidencia
Tomás Flynn en 1916 fue secretario su hermano Federico, quien decidió organizar
el área administrativa. Aparecieron entonces los primeros libros contables y
archivos, que debían ser guardados en algún lugar. Era previsible, nadie se
sorprendió cuando Federico Flynn le pidió al dueño del almacén un rincón para
poner esos papeles.
También fue escenario
de episodios que terminaron con denuncias policiales. Como esa tarde en que los
centralistas se vengaron de Francisco Barrera Carrasco, un consejero de la Liga
Rosarina que había impulsado la suspensión a perpetuidad de Ennis Hayes por sus
reincidentes faltas en las canchas. Barrera Carrasco volvía de su trabajo en
los Tribunales Federales hacia su casa en Alberdi. Como todos los días, lo
hacía en el tranvía 5. Al pasar por el almacén de Fuggini observó que en la
puerta se había armado una gresca entre dos hombres. Bajó, caminó apoyado en su
bastón y no alcanzó a pedir calma cuando varios se le fueron encima y lo
golpearon. La pelea había sido un simulacro para atraer a la víctima. Los
victimarios eran hinchas de Central que se vengaron de Barrera Carrasco por la
suspensión de Ennis, quien semanas después fue rehabilitado tras comprometerse
los dirigentes a que "guardará buen comportamiento en las canchas".
Don
Venancio no había tenido que ver con la agresión. El era un tipo fenomenal. Su
vida vibraba en función de Central. Se cuenta que nunca se supo todo lo que
hizo por el club, aunque era común su solidaridad con los jugadores -entre
quienes se encontraba su hermano Juan- cada vez que necesitaban dinero o una
firma en garantía para comprar sus botines de fútbol.
La popularidad de
Venancio Fuggini creció cuando compró un asno. Al vecindario le inquietaban sus
brincos por la calle, sobre todo cuando se le ocurría cocear. Pero también le
preocupaba tener que despertarse, especialmente los domingos, con sus rebuznos.
Hasta que la imaginería popular calmó al populoso barrio centralista.
-Si mañana rebuzna una
vez, Central perderá por la tarde. Si rebuzna varia-- veces, ganará-dijo en la
noche del sábado uno de los asiduos concurrentes al almacén de Fuggini,
argumentando que esas situaciones ya las tenía comprobadas desde muchos
domingos atrás.
El asno rebuznó varias
veces. Y no sólo ése sino casi todos los domingos próximos. Eran tiempos de
triunfos y campeonatos.