Por Rafael Ielpi
Pero la fiesta del pueblo (aunque de ella participara también el resto
del espectro social) era sin duda la de los días del Carnaval, cuya celebración
ruidosa, agresiva, pintoresca y colorinche iba a mantenerse durante décadas
para ir perdiendo paulatinamente aquel carácter participado y alegre hasta
convertirse en otra cosa
Las carnestolendas, con
sus corsos de carruajes, sus serpentinas, papeles picados y juegos de agua, ya
eran patrimonio de la ciudad hacia finales del siglo XIX y primeros años del
XX. En enero de 1870, La Juventud comentaba las
impresiones que generaba la fiesta, por lo menos entre la "gente de buen
tono": La semana ha sido espléndida. Ha habido para todas
las edades y para todas las concesiones. Sin hablar de los bailes que han
estado magníficos, la plaza ha sido también durante las tres noches el teatro
de alegres escenas ocasionadas por las comparsas de damas distinguidas que iban
a intrigar a sus amigos. Los pomitos de agua han tomado también gran parte de
las alegrías de la plaza. Todo el mundo jugaba: niños, señoras, jóvenes y
viejos.
La costumbre de festejar el Carnaval, feriado obligatorio mediante, se había iniciado —como tantas otras modas impuestas desde allí— en la Capital Federal, con las mismas características de alegría, jolgorio y diversión que adquiriría en Rosario, donde se reiteraron, desde la década del 70 del siglo XIX hasta la del 50 del siguiente, los corsos, desfiles y concursos de mascaritas, murgas y comparsas.
Tiempo atrás, febrero
era sinónimo de carnavales. Y los carnavales suponían disfraces, fantasías y
calles llenas de serpentinas y alguna que otra bombita de agua. Llegaba la
época de Carnaval, los tres últimos días de festividades, para hablar con
exactitud y de repente sucedía: oficinas publicas, bancos, escuelas, todo eso
cerraba sus puertas para dedicarse pura y exclusivamente al jolgorio de las
mascaritas. La tradición, recuerda el arquitecto José María Peña, había comenzado
en 1869, cuando "Los habitantes de la luna", "Los
tenorios" y "Salamanca" recorrieron el empedrado de la calle
Victoria (HipólitoYrigoyen ahora) entre Buen Orden y Lorea (Bernardo de
Irigoyen y Luis Sáenz Peña). Curiosamente, o no, a la vuelta de la Calle del
Pecado, una de las primeras "zonas rojas" de la ciudad, fue donde se
oficializó esa costumbre que, por algunos días, hacía como que borraba
diferencias sociales y barreras económicas.
(Soledad Vallejos: "Jolgorios",
en diario Clarín,
12
de febrero de 2003)
En enero de 1900, por
ejemplo, La Capital adelanta la moda de los carnavales cercanos, con la descripción de
atuendos que hubiera valido la pena poder contemplar: Este Carnaval también
se verán bonitos y caprichosos disfraces cuyo adorno se reconcentra todo en la
cabeza. Y pasa a describirlos: el denominado "Alegoría de la Flora",
consistente en un peinado de rodete, adornado a los lados con grandes
girasoles, de los que parten otras tantas ramas de helécho que coronan la
frente; la "Alegoría de la fauna", peinado muy alto, muy ahuecado,
con rodete en espiral a cuyo alrededor se arrollan dos serpientes de oro y
pedrerías, mientras el cuello debe adornarse con un collar en el que figure
una serpiente de gran tamaño, cuya cabeza caiga sobre el pecho. Y finalmente,
"La Mineralogía", un peinado griego adornado con diademas metálicas,
de las que parten dos grandes arcadas de oro cincelado, sostenidas por
rosetones de plata.
Mientras se invita a las señoras a intentar semejantes peinados, el mismo
diario anoticia que la "Sociedad de Negros Africanos" está empeñada
en ensayar noche a noche las piezas de música y canto con las que se presentará
en el próximo torneo carnavalesco. El 13 de febrero otra sociedad similar,
llamada "Pobres negros africanos" aparece en el mismo diario con una
noticia de ribetes insólitos: En la puerta del diario ejecutó una Marcha de los
Boers. Por el entusiasmo que se advierte en ellos, quizás obtengan el
primer premio en el próximo Carnaval, dice La Capital. Que los "pobres
negros africanos" tocaran una marcha de los boers, sonaba entonces, tanto
como hoy, como una tremebunda humorada...
Ese entusiasmo contagioso por la fiesta del Carnaval difería
notoriamente de lo que ocurría en Buenos Aires en los mismos años. Andrés
Carretero señala: En 1902, y según Roberto J. Payró, el carnaval había caído en la
monotonía. Ya no se podía ver ni aplaudir en el corso a las comparsas como
"Los habitantes de la Luna", "Los de Carapachay" o
"Los locos alegres". Los disfraces y los disfrazados habían perdido
el espíritu de la diversión y la alegría para convertirse en máscaras sin
contenido ni significado carnavalesco. La risa se había reemplazado por el
gesto grotesco. Pero en estas críticas, posiblemente acertadas, no se tenía en
cuenta que era una forma de refugiarse y evadirse de la pobreza y la miseria
aplicando la imaginación creadora a los escasos recursos...
Hacia el centenario de 1810, los "corsos" iban a ser una de
las atracciones del Carnaval rosarino, por la posibilidad de diversión módica
que ofrecía aquel desfile de carrozas, máscaras y mascaritas que transitaba
sin descanso por la calle, arrojándose serpentinas, agua florida, papel picado,
rivalizando en la originalidad de los atuendos tanto como en la música y los
cánticos de las comparsas, antecedentes menos ruidosos que las murgas que
vendrían después. Entre 1910 y 1916, uno de esos corsos concurridos ocupaba el
sector norte del Bulevar Oroño, con un recorrido que iba de Salta a Brown, de
ésta hasta Alvear y por ésta hasta Salta y Rivadavia, con las aceras y jardines
situados en el medio del boulevard completamente ocupados por el público, mientras los carruajes
transitaban por las calzadas y desfilaban algunas comparsas.
Igualmente concurrido
era el corso de Alberdi, que en 1911 motivara una nota muy descriptiva de Monos y Monadas, que refleja el clima y escenografía de aquella
lejana celebración popular de raíz pagana: Los palcos, que eran muchos, estaban atestados del mundo de los dos
sexos. Las serpentinas, las flores y los confites enviaban saludos de un coche
a otro coche. Familias de nuestra sociedad más distinguida se dieron cita allí
en las tardes del domingo y martes. Se notaron algunos hermosos carros hábilmente
adornados. Faltó el carruaje alegórico, la máscara espiritual y otras cosas que
no es de buen gusto mencionarlas pero por lo menos —lo que no es poco— reinó
cierta relativa cultura y el entusiasmo no decayó un instante, sintiendo todo
el mundo, de veras, el estampido de la bomba que anunciaba la terminación del
corso por estar ya encima la noche...
No sería tan elogiosa en cambio, la crónica del baile de Carnaval, que
tuvo sus bemoles: Hubo falta de entusiasmo; las damas y señoritas se mostraron muy
hiératicas, muy sacerdotales; los caballeros, muy apegados a las mesas del
refectorio. El calor era sofocante y naturalmente, lo mejor era hacer lo
posible para tomar el fresco y quitarse la sed. Hubo algunas doncellas curiosas
apostadas en las ventanas, que no quisieron llegarse a los salones... La poca animación la pondrían algunos hombres más
que notorios del Rosario: Alfredo J. Rouillón, José A. Maini y Guillermo
Sugasti, a quienes la revista llama generosamente los héroes de este hermoso triunfo. El desfile de las
carrozas, en ese corso, se realizaba sobre el Bulevar San Martín, por el que se
pavoneaban asimismo las familias de ese aristocrático pueblo vecino, como se definía a
Alberdi.
En 1912, el corso de Alberdi volvía por sus fueros, para La Capital, que detallaba: El corso realizado anoche en el barrio se singularizó por la cultura,
familiaridad e inmejorable ambiente social. No ha podido ser más brillante el
éxito que alcanzó el corso del boulevard Rondeau en las noches del sábado y
domingo últimos. Una enorme concurrencia de automóviles y coches, carros
adornados y otros vehículos ocupó la calzada habilitada por el desfile y sobre
las aceras se situó un gentío enorme que presenció y participó de la fiesta, indudablemente, la comisión que organizó ese corso vio satisfechos ampliamente los deseos y propósitos que la indujeron a propiciarlo.
Saladillo, pese a lo
alejado del centro rosarino, no se privaba de organizar también su corso de
Carnaval, junto al baile de disfraz y fantasía de rigor que, en 1915, era
organizado con éxito
lisonjero por el Saladillo Club. El desfile de carrozas y carros alegóricos y
comparsas se hacía teniendo como escenario a la actual Avenida Lucero. Caras y Caretas, en 1915, contabiliza
una carroza donde viajan Pepita y Teresa Isern y Juanita y Josefina Mangiante;
coches de la época de Luis VXIII con las señoritas Oller y Zerré, y disfrazadas
de mucamas de Luis XV a Albina y Esther Gaspary Trinidad y Pepita Garralda. El
trayecto mostraba calles adornadas
a todo lujo por la empresa Tortella y Llusá, la que también se
encargaba de la construcción de los casi cincuenta palcos que flanqueaban el
paseo, instalados sobre las Avenidas Arijón, Schiflher y del Rosario, los que
se ponían a la venta con anticipación y en general eran adquiridos por las
familias conocidas del barrio.
El de la Avenida Pellegrini era el más concurrido de todos y se
extendía desde 25 de Diciembre hasta España, y duraba hasta las 12 de la noche,
cuando dos bombas de estruendo, una en cada extremo del recorrido, anunciaban
el final de la jornada.
Desaforadas
multitudes entregadas a la alegría y el buen humor se con-centraban
desde 19Í5 y hasta muchos años después durante las carnes-pendas, a todo lo
largo de la Avenida Pellegrini, desde la calle 25 de diciembre a la de España.
Por el aglomeramiento de vehículos y peatones registrado en San Martín y la
misma avenida, esta esquina era preferida por los avispados espectadores para
gozar con la delirante celebración que se extendía a lo largo de veintidós
cuadras, entre ida y vuelta, aritos, chillidos desapacibles, ruidos de matracas
ensordecedores, toques ^ cometas, cornetillas, pitos, silbatos y rítmicos
golpes de bombos y también, briosos sones musicales, derroche en el aire de
multicolores serpentinas y papel picado, nubes rociadas con chorritos de agua perfumando,
exprimiendo los pomos de plomo que la contenía, y la mar de risas y carcajadas,
envolvían en esas noches la locura colectiva a todo el ámbito.
(Mikielievich:
Op. cíí.)
También en 1915,1a presencia de señoritas de la "haute" (Petit, Schmidt, Cánovga,
Borzone, Botta), con sus trajes de rosas y moscardones era destacada por la prensa social de la época. Hacia ese año, la concurrencia alcanzaría a las 20 mil personas en el corso de Avenida Pellegrini, con un desfile que contaba con cuatro hileras compactas de carros adornados, coches de plaza y autos.
Me
acuerdo del corso del bulevar Oroño y otros años lo hacían en la avenida
Pellegrini. ¡Había de carrozas! Una más linda que la otra y venía un aluvión de
gente. Todos se disfrazaban y había unos pomos que no me acuerdo cómo se
llamaban, que eran plateados. En los bailes bailaba enredada en las
serpentinas. Me acuerdo del último baile del cine Real, que es tan grande. Ahí
fue el último que se hizo y me acuerdo que tenía la ropa llena de papel picado.
¡Cómo se divertían con las serpentinas que tiraban de los palcos! Se envolvían
cabeza con cabeza...
(Marsegaglia: Testimonio citado)
La avenida, originalmente denominada Bulevar
Argentino, tenía sin embargo sus atractivos más allá de los que generaba el Carnaval:
Le daban carácter la
gran plantación de pinos que a lo largo de su recorrido la bordeaba en ambas
aceras y que, no sabemos por qué motivo fortuito, un buen día la Municipalidad
mandó arrancar, recuerda P. Berdou en Motivos de mi ciudad.
El Rosario de principios de siglo, en realidad,
hacía un culto del verde. Juan Álvarez enumera algunas variantes: La estrechez de las aceras admitía pocos
árboles, pero el inconveniente se obviaba con la flora de los fondos donde
sobraba sitio para las higueras, naranjos, Jacarandas, amén del habitual
tendedero de ropa y la cría de gallinas. Jardines interiores, así hubiera que
formárselos con tinas, macetas o tiestos, produjeron diamelas y heliotropos
que, con su perfume, contribuían a disipar los olores a establo de la calzada,
siempre sucia por el trajín de los caballos o por las vacas conducidas de
puerta en puerta. La costumbre o por qué no el interés por plantas y flores en las
viviendas familiares era por entonces generalizada en todas o casi todas ellas,
sin distinciones sociales.
La Navidad traía pinceladas de color: fósforos de Bengala, violetas,
verdes, púrpuras; figuritas de pesebre de yeso pintado. Pero más color ponía el
Carnaval. No faltaba en cada media cuadra, media docena de chicos para
vestirlos de pirata o pelotari, media docena de nenas para volverlas, por unas
horas, damas antiguas, gitanas o bailarinas de polle-rita de tarlatán. Las
veredas brillaban de papel picado; y cuando la bomba de las 12 terminaba el
corso, en las paradas de los tranvías se juntaban los montones de grandes,
transpirados, y de chicos que se caían de sueño. Un viento, que sólo soplaba
las noches de Carnaval, después del corso, arremolinaba papeles en la calle e
impregnaba las cosas de nostalgia, una nostalgia contagiosa, como la tristeza
de las caras enharinadas de ios Pierrot, cuando se deshacía la comparsa. Pero
en las fiestas de Carnaval 110 cabía
la nostalgia. Eran siestas de febrero, doradas, con el ruido de los baldazos de
agua, el choque de los baldes, siempre de zinc, las corridas y los gritos...
(Foresto de Segovia:
Testimonio citado)
En Arroyito, mientras tanto, los corsos se
desarrollaban sobre la Avenida Alberdi, desde las llamadas Tres Vías hasta la
Avenida Central, actual calle Salta. La animación principal del Carnaval, más
allá de los bailes, estaba dada, en el centro como en los barrios más
suburbanos, por las "comparsas", grupos musicales llenos de humor,
que a través de la parodia, los disfraces, pero sobre todo las letras de sus
particulares canciones, se ocupaban de criticar y de burlarse prácticamente de
todo lo que ocurría en la ciudad, incluyendo las autoridades o los grandes
apellidos.
Algunas de ellas tenían nombres realmente
insólitos, entre 1900 y 1915, en los que se mezclaban el humor, el lunfardo y
el gauchismo: "Los rantifusos decentes","La flor
campera","Apretame, te doy cinco", "¿Qué haces, desgracia
sin suerte?","Batifondo, batuque y compañía", "Somos los
que vamos","Nunca seremos otra cosa","Los mosqueteros".
Por lo general se constituían en distintos barrios de la ciudad, en alguno de
sus modestos o notorios clubes, según el caso, pero también las había
conformadas por jóvenes de ambos sexos de la sociedad rosarina, como "No
me gusta tanto" o "Gripi, grupo, grapa y Cía.", que entre 1916 y
1918 nucleaban. a ese tipo de integrantes.
Otras de estas "troupes" carnavalescas,
entre las que estaban las infaltables comparsas de negros africanos, pintados
por supuesto, buscaban denominaciones variadas como "Elegancia, fantasía y
originalidad","Los tarugos eléctricos","Kerosén con
soda","Los buscadores de perlas", "Los clasificadores de
chicas", "Los hijos de los caraduras","Las mimosas
rosarinas","El cicutal de la pampa" y otras de parecido tenor.
Entre 1920 y 1930, algunas comenzaron a ensayar y/o a actuar en
locales propios, como "Los alegres pierrots", con sede en Pasco y
Mitre o "Los yerbateros unidos", con casa propia en Cochabamba 306.
La comparsa "Ahora o nunca" anunciaba desde el Salón Garibaldi
concursos de murgas, máscaras y estampas gauchescas, que no lancen frases obscenas... Otras, como "Entre
pétalos y flores", "Los Unidos" o "Estrella de
Oriente", solían tener al Centro Progresista de San Juan al 3600 como
lugar de ensayo y reunión. En la Sociedad "Humberto Primo" se
llevaban a cabo los encuentros de "Orden y Progreso", "Delicias
Rosarinas" y "Derecho al Triunfo", mientras que en el
"Salón La Argentina", en Io de Mayo 1159,1o hacían
"Éxito Argentino" y "Orden y Alegría". La "Sociedad
Amistad" utilizaba habitualmente los salones de la Sociedad Andaluza, de
Entre Ríos 771, mientras que el Centro Aragonés realizaba los bailes en sus lujosos salones de Laprida entre San
Juan y Mendoza.
Fuente: extraído de libro rosario del
900 a la “década infame” tomo III editado 2005 por la Editorial homo Sapiens
Ediciones