Autor Sebastián Sebastianelli. * Primer Premio
Municipalidad de Rosario 1982.
Temprano leí la noticia: "Ha muerto
Alfonso Alonso Aragón, un personaje singular de la ciudad". La nota a tres
columnas, reseñaba lo que la mayoría de los rosarinos conocían de él; y, además
"que su muerte, a los 83 años, no significa de ninguna manera el
olvido". Al final, agregaba el notero: "cabe señalar, por otra parte,
que por resolución del titular del Departamento Ejecutivo, la Municipalidad se
hizo cargo de los gastos del sepelio, habiéndose adquirido un nicho en El
Salvador, donde hoy será sepultado. Era el 22 de diciembre de 1974.
Pobre Aragón. Algo se quebró en mi
interior. Y la tristeza antigua, manando mansamente, resucitó el brillazón de
los años pequeños. Lloré por el loco artesano que desbarataba mi soledad con su
muerte. Porque muchas cosas morían con él.
Consulté el reloj. Aún era temprano.
Claro que lo acompañaría. Pedí a la secretaria que no me interrumpieran. Y cerré
los ojos para meterme en el pasado.
— ¡Ahí, viene el Rey Momo! ... Ahí, viene; papá, levántame para
verlo...
Creo que la razón para evocar al poeta
Aragón vagará por los recovecos de mi corazón mientras
aliente un soplo de vida. No existe explicación para la ternura de recordar su
figura de pequeñín travieso, aferrado a la a la estatura del sexto grado de la
primaria. Su fascinación tiene la edad de mi infancia, cumple años conmigo.
Aquel hombrecito está incorporado a mi cuerpo como lo están la mano o el pie
derecho. Lleva siglos hurgoneando en mi sangre. Sin embargo, solía abandonarme
buscando proyectarse por los viejos lugares tras las cosas que se fueron para
siempre.
Ha pasado mucho, es cierto. Los rostros y
los gestos perdieron sentido. Pero aún podemos conversar con el pasado que ya
transpuso el olvido. Y vuelvo al hombrecito de ojillos redondos, brillantes
como bolitas de vidrio; melena negra, lacia, cayéndole sobre los hombros. Y
trato de recrear su aire de melancólico irremediable, aquel halo de poeta
funambulesco con mucho de loco, borroneador de cuartillas y adorador de los
niños. Su magia conduce al país de la nostalgia.
¿Quién
no conocía al poeta Aragón? El enigma del payasito inquieto, armonioso —no era
un enano como Garay, por ejemplo, el que vendía loterías en Córdoba y San
Martín— ganó su lugar en la mitología ciudadana, merced, más que a su dudosa
poesía, a lo insólito de su oficio: representar el Rey Momo en las carnestolendas
rosarinas, con descolorida altivez. Las autoridades municipales, los padres y
los pibes, sabíamos que el corso fracasaría si no lo inauguraba el poeta
Aragón. Y era un espectáculo verlo ataviado con su gran capa púrpura ribeteada
de amarillos, la blonda peluca echada al viento, el enorme blusón, los verdes
calzones, medias blancas hasta las rodillas, el cetro regio entre las manos y
la corona de hojalata haciendo equilibrios en la testa saludadora. Así, lo
conocieron generaciones de rosarinos; repartiendo saludos, desde su trono de
utilería; otras, luchando por su verticalidad allá en lo alto de la pirámide
inverosímil, de la que fatalmente —lo sabíamos— vendríase abajo en medio de las
risotadas.
El tiempo de su reinado cabía en ocho
noches del almanaque. Ninguno hubiese tolerado fuera excluido del festejo popular.
Simbolizaba la meta de los humildes y de la chiquilinada que invadía el corso.
Y lo amaron intensamente aquellas legiones de pibes que aprisionaron la
algarabía, cegados por los arcos multicolores, las comparsas y murgas inolvidables, que traqueteaban serpentinas
cortejados por cabezudos, cocoliches, osos Carolina y mascaritas desopilantes.
Y de pronto, en me-dio del asombro, avanzaba la carroza ornamentada con el Rey
Momo en su cúspide, triunfal, entre los aplausos y chillidos de la gente
menuda. Y el poeta Aragón nos saludaba como seguramente César saludaba a sus súbditos.
Menudo, gentil, reasumía cada año con igual fervor, fundiéndose en los
vivas y la gritería, devolviendo saludos y sonrisas, a los que flanqueábamos el
Boulevar Oroño o la Avenida Pellegrini, desde horas, tan solo pura verlo y maniatarlo
en lo más profundo del corazón.
Naturalmente, jamás faltaban las groserías a su costa; pero,
aparentemente, no le perturbaban. Ignoraba lo sucio; descreía las vilezas.
Su vigilia quedaba por encima de la comprensión corriente. Quizás, de alguna manera,
supo que era la parte visible de un sueño vedado para la mayoría. Corporizaba la belleza de un sueño que ni siquiera nos prestarían por un momento.
—Papá, ahora a mí; me toca a mí... Levántame, quiero ver a tu amigo...
Cuando lo traté y charlamos, creí
encontrar, desbordando su pequenez, esa sensación anonadante de acercarme a
lo inasible. Un amigo común nos presentó en el bar "Los Colonos"; era
su lugar, su parada (hoy transformado en rotisería). Llegaba puntual para sentarse
frente a la única vidriera, siempre en la misma mesa, hacía cuarenta años, para
pedir el café y la copita de ginebra.
Por entonces yo era un vendedor que no
vendía nada. Y en las caminatas con fantasmas de prostíbulos, cada dos por tres
me daba de frente con Aragón cargando enormes paquetones. Lo saludaba
emocionado. Por eso cuando estreché la mano pequeña, suave, del poeta rey,
cumplía con la promesa que se hiciera un mocoso de diez años: llegar a ser su
amigo, algún día. Cómo no emocionarse entonces ante el pergeñador de sueños
inocentes. Sueños que se quedan flotando; nos circundan, nos inauguran la vida
y la muerte; y pesan en nuestra mochila, cada vez más vacía. Su pequenez
irradiaba encanto. El sortilegio nacía en los ojos renegridos. La risa repicaba
como una cucharita dentro del vaso. Me envolvió en su misterio. Se ganaba la
vida haciendo de comisionista entre los comerciantes de la zona. Y hacía
mandados para las trasnochadas pensionistas del barrio. Ganaba para vivir y pagar
el cuartucho en donde dormía, por calle Güemes. No hubiese servido para
asalariado, él no. "Mira, cuarenta años que camino por Rosario Norte, sin
horarios ni patrones, que hago poesía y vivo como quiero. Los chicos me
quieren, aún al precio de crecer y hacerse hombres. ¿No dices, acaso, que soy
un puente de plata? Sé que muchos ríen del loco Aragón. ¿A quién le importa?
". Y largó su risa pequeña, mientras saludaba a las primeras coperas que
desvestían la noche de Súnchales.
Encontarme con Aragón, a las siete de la
tarde, pasó a ser la más importante de mis obligaciones. No fallaba ni los domingos.
—¿Conoces la última de Aragón? ... Anoche sacaron a la gorda Susana
del "Kismet" con flor de borrachera. La tiraron en la vereda, con las
polleras levantadas. Para matarse de risa, viejo. De pronto apareció Aragón,
con un clavel en la mano... ¿Te lo imaginas cuando vio a la gorda? La miró un
rato largo; después de bajarle las polleras, la arrastró hasta apoyarla en la
pared... Y lo increíble, pibe; el clavel que traía lo depositó entre las
piernas de la gorda. Y siguió lo más campante... ¡Mira que dejar claveles a una rea encurdelada! ...
Por meses recogí sus confidencias.
Trataba de entenderlo. Había nacido en la aldea de Fuendetodos, en laprovincia de Zaragoza,
cuna de Francisco de Goya y Lucientes en 1891. Contaba entonces sesenta y dos
años”. Perdió a su madre siendo muy pequeño. "La mía es tierra de
labradíos cercados por montañas con capuchones y muselinas doradas". Su padre se le
aparecía como el rudo campesino que
volvía cantando de la labranza, sobre un carro desvencijado, tironeado por un
caballo viejo, siempre de chanzas con la gente del villorio. Y cómo olvidar la
alegría en torno a la rústica mesa, cantando romances y apurando la bota del
vino rojo.
Un día de 1910, con el mayor de los
hermanos, se plegaron a la quimera de América y se anudaron al destino de los
que llegaron antes. Allá quedaron la hermana soltera y el rudo campesino. Su
hermano se perdió para siempre en Buenos Aires; él, se enquistó, para siempre,
en Rosario Norte y su tiempo sin agujas.
Descubrió a "Los Colonos", como
un faro en la noche. En sus mesas borroneaba los poemas nunca publicados. Y
si en verdad la mayoría eran indescifrables, algunos eran hermosos. Al pie les
ponía su enorme firma y los regalaba como se regalan los saludos por cortesía.
Frente
al hombrecito que recitaba llamándome hermano, revivía, tal vez absurdamente,
mi propia niñez: las manos de mi madre, las fogatas de San Pedro y San Pablo,
los caballitos de madera, las tocatas de timbres, las "chupinas" al
Normal, la primera novia, la pelota de cuero y esa aleve fugacidad que dormita
en el fondo de las galeras encantadas. Estaba inmerso en la tela del pequeño
enhebrador de recuerdos. Todo aparecía piadosamente remozado.
—Hay días en que llega con el pecho cubierto por medallas y cintas de
colores. Pero lo gracioso es que algunas son de propaganda de aceite o de vermut,
que cuelga junto a las de oro como si tal...
¿Qué quiere que le diga?... ¿Le traigo el cafecito? ...
El
disfraz de Rey Momo era su obsesión, especialmente en vísperas de las noches
de su reinado. Jamás aceptó se lo regalara la Municipalidad. Prefería
adornarlo a su gusto y entender. "Las que se encargan de la capa, los calzones de raso,
de bordar alamares, teñir y peinar la peluca, coser las lentejuelas y poner cintas de seda a las zapatillas, son Chona y Pichina Semilla,
días ¿las conocés? . Son esas dos rubiecitas que atienden el kiosco por Ovidio Lagos; son primas carnales de
Emilia Bertolé. Muy buenas chicas. Un par de ángeles de vacaciones por
Súnchales". Al escucharlo hablar, líricamente loco, feliz, con su
irreprimible alegría, mi carga de nostalgia se trastocaba en sincero cariño.
Le encantaba ser reconocido a través de la vidriera. Sus gestos más tiernos los destinaba a los
niños. Vivía solo, sin mujer. Al mencionarle el tema, sonreía enigmático. "Pues
crees tú seriamente que alguna puede enamorarse de mí? Yo, únicamente yo, soy el que ama".
Me gustaba el lugar y ponderaba su
pintoresquismo. "Puede ser —contestaba—, sin embargo prefiero como fue
hace veinticinco años, cuando allá arriba tocaban orquestas de señoritas y caían los amanecidos en
Pichincha, a ponerle broche a la fiesta escuchando tangos desafinados, tristones. Esos tiempos
fueron buenos. Vida fácil, menos complicada y romántica. Hoy llegan sombras
deslucidas y politiqueros tramposos-, esta mesa no es
puerto para Vicente Medina o Diógenes Hernández'; no quedan cafiolos guapos
como el paisano Díaz; o polacas lloronas y francesas aniñadas, a refugiar el
cansancio en el pernot importado. Eso se fue. Claro, los que pasan como
turistas ignoran estas cosas".
Frecuentemente mencionaba que la hermana y el padre quedaron en la aldea esperándolos, a él y al hermano perdido en Buenos Aires. Por años les prometió que ambos regresarían: "Te envío una fotografía en la que me veo con el traje de Rey Momo. Quiero que la muestres a todos para que a mi regreso me aguarden en la plaza mayor, atronando por los aires la banda del pueblo". Josefa nunca le contestó. Y un día recibió algunas líneas del párroco comunicándole la muerte del viejo campesino. Se cansó de esperarlos. "Mira, él duerme ahora bajo los olivares y las vides reventonas, despertándose sólo para espiar entre los tallos de las azaleas las piernas desnudas de las mozuelas danzando en la gramilla".
—Los muertos se quedan definitivamente muertos, cuando tú los dejas
morirse...
Mis
visitas diarias se fueron espaciando. Cada vez más. Finalmente olvidé las citas
de cada tarde. El poeta Aragón fue relegado al desván de las fantasías, al
anecdotario para los hijos que bullían en mi sangre. Me convertí en uno más de los turistas de
Súnchales; que pasó, sin pena y sin sombra, por sus atardeceres, sus mesas trasnochadas, sus borrachos y
perdidos incurables, robando, como un ladrón, el cariño de aquel hombrecito legendario cuya necrológica
sostenía entre las manos.
Estaba próxima la hora de acompañar al
poeta. Saqué los ojos del techo y eché a caminar sin
despedirme. En el interior del taxi experimenté un desasosiego angustiante. Llegamos casi juntos. Y fui a su encuentro.
El cortejo se puso en marcha, lentamente, alineando a los humildes, a las
tristes muchachas de Súnchales. Cuando llegamos al lugar que le tenían destinado,
alguno un figurón, esgrimió el discurso. Me fui sin saludar ni volverme para nada. Le dejé mi rezo...
Chau, Aragón. Mi asustaron los hombres con pala de albañil que lo .empardaron. No
aguanté, lo juro, saber que en más tendría
por delante un horizonte de ladrillos.
Chona y Pichina Semilla, lloraban
inconsolables.
Fuente: Extraído del libro "La venta de la casona" ( cuentos que sucedieron antes) Editorial
UNR. Publicado en Diciembre 1985.-