Por: Rafael Ielpi
Las
comparsas rosarinas estaban constituidas en forma mayoritaria por gente
modesta de la clase menos pudiente y de la incipiente clase media, y se organizaban
en los barrios conjugando ingenio para las canciones picarescas o humorísticas
e imaginación para el vestuario. En ellas, ya a comienzos de siglo, se
mezclaban los criollos con los inmigrantes extranjeros para muchos de los
cuales aquellos festejos alegres y participativos no dejaban de ser una
novedad. No hay constancias de grandes desmanes ni de incidentes mayúsculos en
aquellos años iniciales del siglo XX en Rosario. Otra cosa parece haber ocurrido
en Buenos Aires donde, dice Carretero, lo
que antes era gentileza se había transformado en grosería, no sólo en los
gestos y las palabras, sino también en los desplantes. Si antes las comparsas
estaban formadas por hombres y mujeres de buenos modales, en los inicios del
siglo XX la mayoría eran marginales y delincuentes.
Aquellas
agrupaciones eran, sin duda, junto con las "murgas", que en todo caso
constituían sólo una versión más desprolija y atorrante de las comparsas, las
que aportaban la cuota de animación a una fiesta que, comenzando como un festejo
rodeado de un hálito de cierto romanticismo de fin de siglo (lanzaperfumes,
serpentinas cruzándose en el aire, saludos de carruaje a carruaje) fue
degenerando hacia el bullicioso y agresivo juego con agua, a los baldazos y
manguerazos; los bailes se fueron encerrando en clubes, y los corsos mantuvieron
mientras pudieron su condición de evento barrial con participación del
vecindario. No obstante, la idea de "adecentar" todo lo posible
aquella verdadera fiesta popular nunca dejó de estar presente en algunas
mentalidades moralistas y en las propias autoridades.
El Carnaval fue durante mucho tiempo una preocupación central, tanto
para los sectores populares como para la élite. Para los primeros se trataba de
un momento corto pero intenso de jolgorio. Para la élite era también un momento de
diversión, pero aprovechaban la fiesta para autoafirmarse, para exhibir su
poderío económico a través de sus carruajes, vestidos, ornamentos, fiestas y
espacios exclusivos. Además, estaba presente en ella la preocupación, repetida
año a año en la prensa y en las peticiones a las autoridades, de evitar los excesos
del Carnaval. En la prensa, en los archivos gubernamentales y en el conjunto de la
literatura de la época no se registra ninguna tentativa de suprimir el Carnaval.
Por el contrario, se lo considera una necesidad, una verdadera válvula de
escape. De lo que se habla es de civilizarlo. El 17 de febrero
de 1901 decía La
Capital: "El pueblo puede y debe divertirse, ya que trabaja y produce.
Pero de la diversión que agrada y no ofende al abuso que daña y molesta, hay un
gran paso".
(Ricardo Falcón: "La ciudad de Rosario", en
Historias de nuestra región, N° 8, Subsecretaría de Cultura de la Provincia
de
Santa Fe, 1998)
Ya
a comienzos de siglo, Jules Huret había dejado escrita su impresión de las
celebraciones de Carnaval entre nosotros: La verdadera
originalidad del carnaval argentino, que cae, como se sabe, en pleno verano,
consiste en regarse mutuamente.-Este modo de refrescarse un poco brutal va
desapareciendo, pero en otro tiempo, cuando el amueblado de las casas era rudimentario,
esos juegos de agua invadían hasta el interior de ellas, y en el campo o en los
barrios populares las gentes sienten todavía durante el Carnaval, verdadera
locura por el agua. Emboscados detrás de las puertas esperan a los vecinos y a
los amigos para hacerlos tomar duchas. Los cubos, mangas de riego, marmitas,
cacerolas, bañeras, todas las variedades de recipientes son confiscados. Desde
los balcones son regados los transeúntes, que se ponen esos días sus
impermeables. Los muchachos están muy atareados las vísperas hinchando los
globos que arrojarán, que estallan como un proyectil al tocar al adversario.
Hasta se llegó a
llenar de agua huevos vaciados cuidadosamente, pero su lanzamiento no dejaba
de ofrecer algún peligro. Hubo accidentes y se prohibió arrojarlos, por lo que
hoy se contentan con juegos de niños, que consisten en regar a la gente con
tubos de agua perfumada...
Aquellos tubos eran en realidad los llamados "pomos", con los que se lanzaba líquido por aspersión a las mujeres que deambulaban por el corso, los bailes o pasaban en sus carruajes, coches o automóviles. En las últimas décadas del siglo XIX, se jugaba ingenuamente con esos pomos perfumados y hacia 1883, las marcas más famosas y acreditadas de éstos eran Pider y Glover, cuya representante era la firma Echesortu y Casas, mientras que para 1910, campeaban los pomos "Bellas Porteñas", traídos por la casa importadora de Ignacio Granados.
¿Cómo
olvidar en esta instancia al objeto protagonista, el pomo "Bellas
Porteñas", tan popular como difundido en los Carnavales desde el final del
siglo pasado hasta promediado el que corre? Era el pomo un envase de delgado
plomo que cabía en la palma de la mano, similar a los tubos de dentífrico
actuales. Venían en varios tamaños, desde el gigante N" 1 al minúsculo número 8 bis. Los envolvía un papel patoso en el que predominaba
el color verde. Guirnaldas de flores ascendían por los lados de la etiqueta muy
art-nouveau hasta
alcanzar lo alto donde aleteaban dos golondrinas. En el centro se veía una
fuente de fino eje y dos platos superpuestos en cuyo borde inferior jugaban los
infaltables niños desnudos, propios de toda alegoría finisecular. Al pie,
entre laureles, las entrelazadas iniciales del fabricante: M.A.S.
(León
Tenenbaum: Olores de
Buenos Aires, Corregidor,
1994)
Estos
lanzaperfumes habían sustituido ventajosamente a las cascaras de huevo
rellenadas con agua perfumada, utilizadas tradicionalmente. El uso de esas
cascaras de huevos, de gallina en general pero que podían ser incluso de ñandú,
fue prohibido por un edicto policial del 11 de febrero de 1871. La medida
originó sus buenas quejas, en especial de parte de las familias modestas, que
durante el año habían ido juntándolas para negociarlas en las carnestolendas,
pero satisfizo a la mayoría, que daría la bienvenida a la llamada "agua
florida".
En
realidad, las cascaras de huevo rellenas cayeron en desuso en 1870, con la
instalación, en Paseo Colón y Humberto I, de la fábrica
de pomos
del farmacéutico inglés Guillermo Cronwell, cuyo éxito fue inmediato, llegando
un año más tarde a producir 6 millones de aquellos lanzaperfumes. Lamentablemente
estos pomos se podían recargar, lo que degeneró su uso, pues no faltaban los
que los rellenaban con líquidos infectos que, además de tener mal olor,
ensuciaban la ropa o irritaban la piel, los ojos y las fosas nasales, anota Andrés Carretero.
"Vino al mundo el Siglo XX / oliendo al Agua Florida. .."La
breve letrilla basta para ubicarnos en el tiempo al par que dice de la difusión
y popularidad de esa Agua. Su aroma era algo que estaba en el aire. Nadie lo
desconocía. Tenía la sencilla y estimulante frescura de un prado, de las
modestas flores con que se la elaboraba. Era limpia y pura, sin complicados
misterios ni fatales hechizos, como la ingenua transparencia de su nombre. Las
palabras para el recuerdo las pusieron los poetas y las registró puntualmente,
aquereciándolas, la gente común. Por sobre su manifiesta difusión dominguera y
festiva, tuvo el Agua Florida su marco más adecuado y lucido en los exultantes
días del Carnaval. Y con los viejos Carnavales quedó identificada pues con ella
perfumaban el agua de los popularísimos pomos, tan importantes para los
festejos como los mismos disfraces.
(Tenenbaum:
Op. cit.)
En el Centenario, Rosario
Industrial describe unos carnavales que, al parecer,
motivaban una activa participación de la gente: El Carnaval se
presenta este año antes de lo generalmente acostumbrado en mitad del verano puede
decirse, y toma a la gente con el etrain suficiente para
que lo galvanice y le preste un concurso decidido. Excluido de la ciudad por
completo, se refugia en los últimos reductos y toma el carácter más que de una
fiesta tradicional, de uno de los tantos expedientes veraniegos a que recurre
nuestra sociedad aislada en el campo... Tendremos que apuntar un cuadro de
animación digno del pincel y de la pluma, consistente en el trasiego
ferrocarrilero que lleva de la ciudad el contingente que participa de los
bailes de disfraz y de fantasía. Los trenes volcando la población, una
mascarada alegre y bulliciosa que se derrama en medio de expansiones de
estruendo y conmueve a la sociedad y el silencio con sus voces mientras llega a
destino.
El bullicio y ciertas libertades que se tomaban los
disfrazados en Carnaval dieron lugar más de una vez a reacciones de las autoridades,
que intentaban, como podían, que hubiera cierta racionalidad en medio de tanto
jolgorio. El 2 de febrero de 1912 un decreto municipal permite el juego de Carnaval con flores y
serpentinas, quedando absolutamente prohibido arrojar cualquier líquido,
petardo u objeto que no sean los enunciados. A los infractores se les amenaza con una pena de 100
a 200 pesos mientras el dueño de casa quedaba como responsable del hecho si no
se identificaba a aquéllos. El decreto expresaba por último: Se prohiben los disfraces que ofendan la moral,
trajes militares y eclesiásticos de la época, como asimismo usar las insignias
de la Cruz Roja, danzas y discursos indecorosos, con multas de 50 pesos.
Lo cierto
es que la ciudad adquiría, en los días de Carnaval, entre principios del siglo
XX y ya cercano el inicio de la década del '30, un clima de animación que se
hacía mayor por la noche, cuando comenzaban los distintos corsos, se iniciaba
el desfile de carrozas, comparsas y murgas y se escuchaba por doquier la música
proveniente de los muchos salones y clubes donde se organizaban bailes.
Después,
como lo describiera Ramón Zapata en Monos y Monadas, en 1910, con las primeras horas de la madrugada,
cada uno tornaba a lo suyo y Rosario volvía a ser la misma de siempre: Por ahí se oía
el chiste burlesco, desabrido y picante que hacía colorear las mejillas de
algunos mirones apostados en las aceras apiñadas de gentes que iban a matar el
tiempo, mal empleado por cierto en una diversión de raras incongruencias; más
allá, el burdo payaso diciendo bobadas en su grotesco lenguaje; en otro sitio,
el oso mugriento, sudoroso y fatigado, bailando al son de la pandereta tocada por
el mal improvisado gitano que le guiaba con su tosco palo y la cadena al
cuello. El estridente estampido de la bomba de estruendo anunció en definitiva
la terminación del bullicio. La inmensa y larga culebra formada por los
vehículos se desarticuló: deshecha la hilera, marchóse cada cual por caminos
opuestos, cabizbajos y pensativos...
En febrero
de 1923, sin embargo, el periódico Semana Gráfica, hacía un balance bastante negativo del futuro de las
carnestolendas en la ciudad: El Carnaval —afirmaba— lleva miras de desaparecer. Tal se
desprende de lo que ha ocurrido entre nosotros, donde el poco brillo de otros
años ha venido a menos para concretarse en una celebración sin ruido, sin
atractivos y sin partidarios. Hasta las autoridades han contribuido para depreciarlo,
desfigurando la verdadera significación de esta fecha, que ha servido para
esparcimiento y alegría, confundiendo clases, estrechándolas en la festividad
con el sincero deseo de divertirse. Era en el corso donde se reunía la
población para lograr un momento de distracción poco a poco.
Antiguamente se la consideraba como a una de las
festividades dignas de celebración, mas en la forma en que se ha calificado y
dispuesto el cobro de derechos, se ha privado a la mayor parte de los
habitantes la concurrencia a ese sitio, llevándolos a buscar otras expansiones
de acuerdo a la modestia de sus recursos. Ahora —reflexionaba el cronista—, poco a poco, se
extingue el entusiasmo y ese poco ánimo, reducido a las breves horas de un
corso sin originalidad ni brillo, que distancia definitivamente al pueblo, que
lo conceptúa, con razón, un pretexto para especular...
Fuente: extraído de libro rosario del
900 a la “década infame” tomo III editado 2005 por la Editorial homo Sapiens
Ediciones