Por Rafael Ielpi
Algunos de aquellos pic-nics que eran recreación habitual en la ciudad
finisecular, llevaban en cambio objetivos que iban bastante más allá de un
paseo al campo y de un momento de música y baile. Eran los organizados por
muchas de las colectividades extranjeras, que los realizaban a veces con fines
benéficos, para sostener las actividades de cada entidad o en conmemoración de
fechas caras a la historia de sus países lejanos; o estaban marcados con la
inconfundible impronta libertaria, bastante extendida en Rosario tanto como en
Buenos Aires hasta el inicio de la "década infame". Aquellos pic-nics
despertaban, pese a lo bucólico del paisaje, las naturales prevenciones que el
anarquismo guardaba hacia el sistema. Claro que la reuniones, por razones
obvias, no tenían como escenario lujosas quintas sino un espacio abierto que
garantizara alguna mínima posibilidad de desbande en caso necesario...
Libertad Lamarque recordó en sus memorias
aquellas lejanas reuniones campestres que siempre tenían la impronta
solidaria de los libertarios: En los pic-nics que papá y sus colaboradores
organizaban a total beneficio del Comité Pro Presos, mis padres se ocupaban de
que todo estuviera en orden, que no faltaran los refrescos, los sándwichs y los
kioscos con sus atracciones: el tiro al blanco y sus premios, las marionetas,
las golosinas y los chorizos calientes. Se comenzaba con la tarea de alquilar
la arboleda más cercana a la ciudad, la más frondosa y la más barata, además de
los mejores medios de transporte. Se debían comprometer con tiempo dos carros,
con un caballo cada uno, para transportar desde el amanecer del día fijado casi
todos los enseres, seguido del segundo carro llevando el resto y a los
organizadores. Más tarde llegaría al lugar un pequeño conjunto de instrumentos
de viento, especializado en los pasodobles y para turnarse con ellos, un
reducido conjunto típico: bandoneón, guitarra, flauta y violín, para alegría
de los bailarines
De
pronto, sonaba una campana y la gente comenzaba a concentrarse frente a un
kiosco, ya adaptado con una pequeña mesa, una jarra de agua tapada con una
servilleta, y un vaso. Por otro lado, yo me refrescaba la cara y trataba de
alisar mi pelo, tieso de tierra. Nuevamente sonaba la campana y me dirigía al
lugar indicado; esperaba allí en silencio un minuto, para que acudiera más
gente y comenzaba mi actuación anunciando El batallón infantil de
Ghiraldo: "Han pasado ante mi puerta al compás de sus tambores, / cuyas
tristes notas dicen la canción de los dolores;/ avanzaban los pequeños en compacta
formación, / y en sus frentes enfermizas, donde la anemia se advierte, / se
diría que la idea de la guerra y de la muerte/ va invadiendo sus cerebros, anulando
la razón". Al terminar los aplausos se hacía presente el orador de ese
día, casi siempre proveniente de Buenos Aires, por intermedio del periódico
"La Protesta".
Anderson Pacheco, que era muy admirado por su palabra vibrante y de barricada, que
estremecía a su auditorio o Rodolfo González Pacheco, igualmente aplaudido por
su palabra fácil, convincente. ..y prudente. Siempre la policía se hacía
presente en esas reuniones.
(Libertad Lamarque: Autobiografía,
Editorial Sudamericana, 1986)
Los pic-nics seguirían teniendo vigencia y escenarios diversos en esos
primeros treinta años de la centuria. En enero de 1925, La Capital anuncia una reunión de esas características, bajo el auspicio del
Centro Gallego en la que denomina como Quinta Ranchos deVélez, situada en
Alberdi, consignando como servicio al lector, que el tranvía N" 5, en su punto terminal,
deja a cuatro cuadras de la quinta, que se halla en la orilla del río Paraná.
La "Ranchada de Vélez", como se la denominara y conociera
popularmente hasta ya bastante entrada la década del 60, no era otra cosa que
una sucesión de ranchos, construcciones de adobes emplazadas a unos metros una
de otra, con sus paredes blanqueadas a la cal, con los clásicos techos de paja
traída por lo general de las islas, a dos aguas y sostenidos por horcones de
quebracho, con la presencia de un aljibe en el centro. Denominada
originariamente "Villa Mangoré", pasó a ser conocida con el nombre
definitivo al ser adquirido el conjunto de viviendas por Juan P. Vélez, un
rosarino acomodado que la destinó a finca de descanso hasta que sus descalabros
de fortuna lo obligaron a convertirla en su residencia habitual. El primitivo
nombre respondía a la tradición que atribuyera la construcción de los ranchos
a un indio que se decía descendiente del jefe indígena cuya pasión por Lucía
Miranda ingresó a la historia tanto como a la literatura y decidió incluso,
también de acuerdo a leyenda, la destrucción del fuerte de Sancti Spiritu
erigido por Sebastián Gaboto.
En tanto duró la propiedad de Vélez, la ranchada fue escenario de
continuas fiestas, sobre todo en el verano, al que concurrían muchas personalidades
del comercio, el periodismo, las letras y la política, no sólo de Rosario sino
de otras partes del país. En ellas se daban cuenta de pantagruélicos asados y
de cantidades fabulosas de empanadas y se bebían buenos vinos. Se jugaba a la
taba y al monte, y al son de vihuelas se bailaba el gato y el pericón y
hábiles zapateadores se lucían en el malambo. Los payadores más famosos
dirimían superioridades con agudeza retórica y rasguidos de guitarras. La
tradición quiere que Gabino Ezeiza haya participado de estas justas y rendido a
los asistentes el homenaje de sus improvisaciones...
(Weyland:
Op. cit.)
Los antiguos ranchos, por su
condición de aislamiento, sobre todo en los finales del siglo XIX y comienzos
del XX, sirvieron asimismo para reuniones de carácter mucho menos inofensivo y
social, como que allí se guardó el secreto de algunas de las conspiraciones
revolucionarias que, afines del siglo anterior, alteraron dramáticamente el
apacible y laborioso vivir santafesino, como asevera Weyland en su hermoso libro de recuerdos El chalet de las ranas.
Sin embargo, la ranchada tenía un
atractivo adicional (que el autor de este libro pudo constatar hacia 1960,
cuando el cuidador y espontáneo cicerone del lugar era don José Ciro) que eran
las pinturas que cubrían prácticamente todas las paredes de las viviendas. Las
mismas, que constituían un vasto y abigarrado muestrario de temas
histórico-gauchescos, habían sido realizadas por un artista espontáneo y
bastante rústico, a mitad de camino entre el pintoresquismo y lo náif (padre
de Esteban Peyrano, quien fuera uno de los pioneros del cine en Rosario), lo
que no quitaba sin embargo un interés curioso a ese insólito conjunto.
El
interés turístico de este lugar residía en las pinturas que decoraban las
paredes interiores de los ranchos, ejecutadas a principio de siglo por un tal Serafín Peyrano, pintor con más buena voluntad
que arte, amigo del propietario de la ranchada. Había escenas de combates
sugeridos por la historia patria que abarcaban todo un muro y retratos de
próceres de la independencia, civiles y militares, de presidentes y de poetas:
Echeverría, Hernández, Ascasubi, Gutiérrez, Guido Spano y otros, rodeados de
laureles y frases alusivas. No faltaban los motivos populares y gauchescos:
domas, duelos a facón, tabeadas, riñas de gallo y borracheras en la pulpería,
a menudo realizado con propósito grotesco o humorístico. Además, rebuscadas
composiciones alegóricas tenían por tema tanto la libertad y la justicia como
el mate y el asado, y apelaban de manera inverosímil a la fauna y la flora:
jaguares, monos, yacarés, cóndores, serpientes, papagayos, ombúes, palmeras,
ceibos, camalotes e irupés. A nosotros, de chicos, tales colorinches nos
parecían obras magistrales...
(Weyland:
Op.
cit.)
Las pinturas de los ranchos de Vélez
seguían siendo, superada ya la mitad del siglo XX y un poco antes de su
demolición, dignas de ser fotografiadas como una nota pintoresca, y de seguro
irrepetible, del Rosario de los primeros años de la centuria, que fueron los de
su esplendor como sede de encuentros gastronómico-sociales que incluían la
presencia de rosarinos notorios, ya lo fueran en el ámbito de la política
lugareña o de la cultura.
En plena década del 20, como se consignara, aquella ranchada que erguía
su fisonomía campera sobre las barrancas del Paraná, fue lugar reiteradamente
elegido para la concreción de muchos de los pic-nics y reuniones que eran parte
de las obligadas recreaciones de los rosarinos de entonces.
Fuente: extraído de libro rosario del
900 a la
“década infame” tomo III editado 2005 por la Editorial homo Sapiens
Ediciones
Lib