Por Rafael Ielpi
Augusto Schiavoni
(1893-1942) vivió sólo 49 años, parte de ellos sumido en las sombras de la sinrazón,
pero le alcanzaron para legar una obra plástica singular, tan ignorada en vida
del artista como valorada y reconocida hoy, cuando su pintura sigue
sorprendiendo y admirando a los críticos argentinos, más allá de vanguardias y posmodernidades.
Como su entrañable amigo Manuel Musto (nacido el mismo año que él), Schiavoni se contó entre los
jóvenes artistas que a comienzos del siglo XX consolidaron las bases de la pintura rosarina, luego del paso obligado por las academias de los maestros italianos llegados con la
inmigración, como Mateo Casella y
Ferruccio Pagni.
También con Musto realizó el ritual viaje
de perfeccionamiento a Europa, donde surgían movimientos plásticos innovadores. Radicado en Florencia entre 1914 y 1917, en el
taller de Giovanni Costetti compartió experiencias estéticas con otros rosarinos
talentosos: nuestro extraño y versátil César Caggiano y el austero y reconcentrado
Domingo Candia, como los definió Rubén Echagüe; allí conoció también a Emilio
Pettoruti, quien trajo la vanguardia cubista al país y fue uno de los primeros
y más firmes defensores de su obra incomprendida.
De regreso a Rosario, después de muchas
aventuras, algunas sentimentales que forman parte de la cuasi leyenda que lo
rodea, se recluyó en el barrio de Saladillo, en una casona que lo tenía como
casi único morador, en la que se escuchaban en el silencio de esos suburbios
los sones grabados de sus óperas dilectas y en la que fue dando forma a una
obra única en la pintura rosarina. Protagonizando, como escribiera su amigo
Alfredo Guido, otro viaje alrededor de las formas y del claroscuro, hasta
llegar a situarse ante el objeto completamente iluminado de frente intolerancia
del medio hacia ese artista que despreciaba tanto ismos en boga estricteces del academicismo, y proclive a
depresiones y estallidos por igual, le ganaron el disfavor de los críticos que
juzgaban en los salones oficiales.
Ello explica su marginación de premios y distinciones, obtenidos por
muchas y colegas y amigos,
algunos inferiores; Sólo José León Pagano, pese a su conservadurismo, dejó constancia en "La Nación “ rosarino al
comentar el Salón de Oroño de 1935: "Es recatado y humilde por r. mas y
por su pintura, lograda sin ningún alarde de oficio, casi tímida. No agrada a muchos. Hay quien le tiene en menos
embargo, la obra de Schiavoni acredita como condición poco frecuente en nuestro
arte sensibilidad delicada. Sus valores van a lo íntimo. Aludimos concretamente a “El chico de la
gorra» y en otro” y en otro orden a “El muchacho del porrón".
La muerte de su madre, la lucha contra los prejuicios artísticos y algunos desórdenes
de vida fueron llevándolo paúl mente a la locura. En 1934 dejó de y sólo la muerte, ocurrida el 22 de de
1942, terminó con sus desdicha no con la incomprensión y la injusticia visibles
en las escasas notas sobre fallecimiento, carentes de toda profundidad incluso
de juicio crítico alguno. Gustavo Cochet sería una excepción a tanta miopía al
escribir ya en 1932: "Pintores Schiavoni, tan profundamente humanos, son cada vez más incomprendidos, y lo serán cada vez más mientras la sociedad las gentes
no tome otro rumbo...".
Más de medio siglo después desaparición, los retratos, los paisajes, y
el colorido de sus obras – paradoja de quien terminó entre las sombras siguen iluminándonos
con la fuerza un estallido
Fuente: Extraído de la
Revista de la capital de 140 año del año 2007