Por Rafael Ielpi
Habíamos quedado en el otro intermedio cuando, a bordo del Granadero volvía a la Argentina, después de mi aventura en Méjico. La vida en el barco se desarrollaba plácidamente para mí, sin obligaciones de ninguna clase. La aparición de una protuberancia debajo de cada brazo, en las axilas fue motivo de inquietud. El enfermero de a bordo me explicó que aquello que yo empezaba a tener se lo conocía con el nombre de golondrinas y que estaba motivado por el cambio de aire y de comida. "En uno de los viajes subió repatriado un matrimonio judío muerto de hambre. Aquí comíeron tanto que les salieron unas golondrinas debajo de los brazos que parecían huevos de Pascua, pero de esos grandecitos".
Con tal augurio me encomendé a Dios y ya en la Enfermería, me dijo el velador sanitario: "Vamos a ver si podemos circunscribir esto, yo le voy a poner tintura de Men'hiolate tres veces por día. A lo mejor tenemos suerte, si esto no se reabsorbe, habrá que operar como hice con aquel matrimonio" Mi angustia no duró mucho, al tercer día de aplicaciones las golondrinas pararon de crecer y luego entraron en disminución. Estaba salvado una vez más.
Tanto los oficiales como los marineros me colmaban de atenciones consistentes en pródigas bolsas llenas de muestras de cigarrillos LM, Player, Chesterfield y otras marcas que a modo de propaganda traían representantes enviados por las empresas tabacaleras a bordo, donde las repartían a tradimento. El oficial electricista de quien ya he hablado, me dice un día: "Qué le parece si hacemos una bolsa marinera?". Yo lo escuché como si hablara en chino, y le respondí: "Ah, sí? ¿Y cómo la hacemos?". "Vamos a pedirle al pañolero que nos dé un pedazo de lona, aguja, hilo y sabicores ".
Ya con los elementos en nuestro poder pusimos manos a la obra, Satriano cosió la lona mientras yo la tenía tirante e hizo un tubo. Luego cosió el fondo redondo, previamente cortado, ribeteó la parte de arriba de la bolsa y le colocamos los sabicores a yunque y martillo. Luego acogotó la bolsa con las manos, quedando un penacho de sabicores por donde pasó un gran candado. La bolsa quedó a medio llenar. El otro medio entraría en Montevideo.
Por fin llegamos a la República Oriental del Uruguay. En el puerto montevideano y antes de bajar del barco me sucedieron cosas. En algún momento apareció Miongo quien me solicitó en préstamo el camarote para mercar con algunos uruguayos que sabía que vendrían. Le dije que sí y el camarote se transformó en una boutique. Trajo piezas de tela, donde abundaba la seda lisa y estampada. El nylon y el terciopelo completaban la línea que reforzó con numerosas cajas conteniendo medias de mujer, Zapatillas (ojotas), frascos de perfume y otras chucherías.
Por indicación de Satriano le solicité a Milongo, en pago de la gauchada una partida de mercadería, y así fue que llené la otra media bolsa Pero' sorpresa mía fue que los compradores eran funcionarios de la aduana venían a inspeccionar el buque. Había entre ellos una mujer, muy bien vestida, arropada con un tapadito de mangas ranglan y que fue la que más compró. La escena parecía sacada de una película de piratas: Mi/en., que había cambiado su uniforme de lavandín por una camiseta a raya con un pantalón de anchas botamangas, desplegaba ante los ojos de los compradores las piezas de tela que iba dejando, descuidadamente, en cualquier parte.
Ni bien dejaba una pieza, tomaba los frascos de perfume y los exhibía murmurando un precio increíble por lo bajo. Hacía lo mismo con las medias para mujer, las ojotas -de todos los tamaños y colores-, bombachas y pollerines de nylon, corpiños, camisones y toda una gama completa de lencería. En realidad, Milongo era intérprete de la marinería quien le había porporcionado todo aquello para la venta, ya que tenía facilidad de palabra y era un tipo entrador. La mujer, conocedora de estos lances, miró el arbolito de Navidad que yo tenía plegado y envuelto en papel madera. Se dio cuenta por la maceta de lo que aquello era. Me lo quiso comprar y yo me negué diciéndole que llevaba un presente para mis hijos pequeños. No quería saber nada, empezó a ofertarme mientras yo negaba; subió la oferta y yo me seguí negando. Al final desistió.
Mientras continuaba la charla comercial entre Milongo y los funcionarios aduaneros, salí a la cubierta a tomar fresco y ví un bote de remos que se acercaba al casco del Granadero. Al llegar al barco, manos presurosas le pasaron al botero algunas bolsas con ojotas. El bote se alejó tranquilamente.
Terminada la transacción, Milongo se llevó todo lo que le había sobrado y yo me quédé solo en medio del camarote. Bueno, es un decir, porque ni bien pasó esto y yo me senté en una silla, se abrió la puerta con violencia y apareció un hombre gordito con una valijita quién me dijo con voz tonante: "¿ Vocé ten callo?". Antes de que yo le contestara, había puesto un banquito donde se sentó y abriendo la valijita sacó un instrumento, me extirpó un callo que tenía en el dedo meñique del pie y desapareció sin pretender cobrar.
Cuando me llegó el momento de bajar, ya en el puerto de Buenos Aires, y luego de despedirme del capitán, del segundo, del sobrestante y algún otro, bajé por la escalerilla. Abajo me esperaban Milongo y media docena de marineros. Habían cargado mi equipaje en una zorra. Pero había algo más: valijas con botellas de whisky y menudencias varias como bolsas con cartones de cigarrillos, con ojotas, con medias y hasta una radio.
"-,A dónde vamos con todo esto?. ¡Ustedes quieren hacerme meter en canal". "No se preocupe, Don, que tenemos todo arreglado y va a salir bien". ".Bien? ¡Un cuerno!. Esto no es mío, no tengo nada que ver..."la vista del guarda de Aduana. Entonces, Milongo se desprendió del grupo y se lo empezó a afilar: " Ve a este muchacho?. ¡Pobrecito!. Viene repatriado, sin un mango pero con voluntad. Entre todos lo estamos ayudando ... Délen una mano ustedes también, porque es argentino, laburante y buen tipo. Como tiene familia le hemos regalado algunas cosas era que se rebusque hasta que agarre algún laburo..". La cuestión es que Milongo, un poco más y hace llorar hasta las piedras que estaban en el So de aquel galpón. "Bue..- dijo el vista de Aduana- a ver que trae"...
El hombre abría las valijas, metía las manos adentro y nos miraba a nosotros que poníamos cara de estúpidos. Por ahí abrió una que estaba repleta de botellas de Whisky Johnnie Waiker, la dio vuelta y al abrir un doble fondo saltaron por el aire prendas íntimas de mujer de nylon que estaban comprimidas allí. Entonces yo, ya canchero, tomé una de las botellas y se la di en la mano. "Tome..para los muchachos". La botella desapareció bajo el guardapolvo gris del funcionario, quien se fue para adentro.
Al volver me dijo: "Vea, esta radio que usted/leva tiene que pagar una tasa, pero si usted le da una botellita al Jefe, le vamos a dar una constancia sellada con la que va a quedara salvo de cualquier problema". Sin consultar con nadie, le dí la botella y recibí la constancia. Una vez fuera de la Aduana, cada cual cargó con el bulto que le pertenecía, y como yo andaba con valijas, sombreros mejicanos, el arbolito de Navidad y la bolsa marinera, además de un bulto de ropa que en la Embajada me habían dado para llevar a un domicilio del barrio Norte, los muchachos me acompañaron a Retiro, donde dejé todo en depósito y allí nos despedimos a los abrazos y apretones de manos.
Después de haber entregado el bulto en la casa que me habían indicado, despaché la carta que Moreyra me había dado para su hermano y volví a Retiro para tomar el tren con destino a Rosario. Retiré todo lo mío del depósito y un changarín me los llevó al medio del andén. Yo todavía no sabía como iba a hacer para subir al tren con todo aquello si alguien no me ayudaba, porque corría el riesgo de que desaparecieran mis cosas. Y otra vez me salvé, porque cuando llegó el tren, entre los pasajeros que corrían a subir, venían tres soldados conscriptos a quienes, con mi mejor voz de mando aprendida en el Servicio Militar, les pedí que me subieran los bultos mientras yo buscaba el asiento. Fueron tan buenos los muchachos que me pusieron casi todos en el portaequipajes. La patria me volvía a dar una mano.
Partió el tren con rumbo a Rosario. Yo, sentado en mi lugar, evocaba lo que había pasado, mi ingenuidad al haber abandonado el trabajo por un canto de sirena y por lo que aún tendría que transitar. Volvía con unos pocos dólares en el bolsillo, pero con la voluntad inquebrantable de empezar de nuevo y salir adelante.
Fuente: Extraído del Libro “ El Rosario de Satanás” Tomo III. Editorial Fundación Ross. Año 2000