Klich y Jozami indican que a la luz de factores expulsivos como el crecimiento demográfico, la
intolerancia religiosa, las convulsiones desatadas por la caída de la Rusia zarista y las grandes
guerras, los 800 judíos arribados en el "Wesser" en 1889fueron
seguidos más tarde por otros ashkenazíes de diversas partes de Europa oriental,
integrantes de los proyectos de colonización de la “Jewish Colonization
Association"', e inmigrantes espontáneos. Tal afluencia contribuyó a
provocar una decuplicación aproximada del número de judíos, de 10 mil en 1895 a casi 100 mil en 1914.
Hacia fines de los años 20 se consideraba que la poblado] ludía del país
excedía los 200 mil individuos.
Sería en efecto hacia comienzos de la década del
90, en el siglo XIX, cuando los primeros contingentes organizados de
inmigrantes de aquel origen comienzan a llegar a la Argentina, en especial a
través de la acción generosa del multimillonario y filántropo barón Mauricio
Hirsch (constructor del ferrocarril que unía Viena con Constantinopla) quien
luego de la fundación de una empresa colonizadora, la mencionada Jewish Colonization
Association, se encargaría de la organización de colonias agrícolas judías en
las provincias de Buenos Aires, Santa Fe, Entre Ríos y en menor medida en las
de La Pampa,
Río Negro y Santiago del Estero.
Si bien sería en Entre
Ríos donde se asentarían las principales colonias promovidas por Hirsch, quien
compraría allí unas 110.000
hectáreas que corresponden a las actuales poblaciones de
Basavilbaso, Villa Clara, Villaguay, Ingeniero Zajarof y Villa Domínguez, donde
subsiste aún el edificio del Hotel de Inmigrantes, primera residencia. de los colonos judíos
en esa zona, casi coincidentemente se instalarían en Rosario personas del mismo
origen, representando, consigna Luis Gerovitch, a empresas europeas que organizaron el
sistema de comercialización y exportación de la producción agrícola del país Algunos de ellos, como
Jacobo Saslasvky o Samuel Levin, se contarían entre los miembros de la Bolsa de Comercio de Rosario
y de las instituciones vinculadas al comercio cerealista, en los primeros años
del siglo XX, alrededor del Centenario de Mayo.
En los mismos años, hacia 1909 era comprobada la
radicación en Rosario de unos 3000 ciudadanos de origen judío. Haim Avni, en Argentina y la historia de la inmigración
judía, menciona el informe que realizó ese año el rabino Samuel Halfon, quien
viajó por el país para constatar la presencia y condiciones de vida y de
trabajo de la colectividad, casi al modo del realizado por Bialet Massé
respecto a la situación de los obreros a principios del siglo XX.
Halfon consignaría, con respecto a Rosario, su
visita a una fábrica de muebles que pertenece a un israelita ruso ex colono de
Entre Ríos. De más de cien obreros que trabajan en ella, dos tercios son judíos
que ganan de tres a siete pesos por día. Al principio, señala, los obreros israelitas tuvieron dificultades
para encontrar empleo en lugares pertenecientes a no judíos debido a su
ignorancia del idioma del país. El rabino consigna sin embargo que al momento de su visita a la
ciudad, aquella situación inicial había sido superada: Hoy todos saben apreciar al obrero judío
por su diligencia y efectividad y lo emplean pese a que generalmente llega sin
saber aún expresarse en español...
En realidad fueron tres las corrientes inmigratorias judías que se
asentaron en la ciudad desde 1900 en adelante, aun cuando es posible determinar
la presencia de inmigrantes de dicho origen arribados a Rosario incluso antes
de 1880: la ya mencionada de los ashke-nazim,que era numéricamente la
más importante; la de los mizrahim, judíos orientales provenientes sobre todo de
Siria y en especial de ciudades como Alepo, Homs y Damasco, y la de sefaradim, arribados de la región
del Magreb, de países como Turquía, Marruecos y también de Grecia.
Originarios inicialmente de España, iniciarían una de las tantas
diásporas protagonizadas por el pueblo judío al ser expulsados de la península
ibérica en el siglo XV, para instalarse en la zona del Mediterráneo; sefaradíes
o sefardíes serían llamados asimismo los judíos afincados en distintos países
árabes, que constituirían parte de la inmigración mayoritaria arribada a
Rosario en los años iniciales del siglo XX.Tenían al ladino como su lengua
cotidiana y su emigración hacia América, como en el caso de los mizrahim, no estuvo vinculada a
la empresa colonizadora de Hirsch sino a una elección espontánea (y
sacrificada) de trasladarse a estas tierras.
Ya en 1916 esta
colectividad había concretado en la ciudad una institución solidaria, la
"S ociedad Etz Ajaim", a la que se sumaria ocho años más tarde la
"Sociedad Schebet Ahim", que tendría a su cargo la erección del
templo emplazado en calle Dorrego; en la década del 20, los sefaradíes habían
levantado ya en calle Catamarca 2032 el tempo Etz Ajaim.
La primera corriente inmigratoria judía a la Argentina la constituyó
la del período 1865-1895, integrada sobre todo por judíos alsacianos y
franceses, cuyos miembros trabajarían en Rosario en actividades vinculadas al
comercio y los bancos; a la misma siguieron las de 1889-1895, de judíos
provenientes del Este europeo; la de 1905-1921 y la de 1921-1930, que traerían
a la ciudad a miles de hombres y mujeres, que se integrarían —los primeros— a
trabajos relacionados con establecimientos fabriles, comerciales o a la tarea
artesanal.
La adaptación de los
judíos a la ciudad y a la heterogénea comunidad rosarina de inicios del siglo
XX (como ocurriría asimismo con la inmigración árabe) se realizaría en forma
natural, más allá de las notorias diferencias culturales y religiosas que los
distinguían de otras colectividades y del mantenimiento rígido de muchas de las
pautas vinculadas a ambos aspectos.
Mis padres llegaron de Alepo (Halab se dice en árabe) en los años 20.
Primero llegó mi padre y luego mi madre que se atrevió a cruzar el mar una vez
que ya había un lugar seguro para vivir. A mí me pusieron por nombre Victoria
en homenaje al "Reina Victoria", que era el nombre del barco en el
que mi madre arribó a América. Cuando le preguntaban a ella de dónde había
venido, ella decía "De Uropa", porque no sabía, como muchos emigrantes,
de geografía... Toda nuestra vida social y familiar se circunscribía al barrio
donde en los primeras décadas del siglo XX se asentó la mayoría de los judíos
halabíes, es decir, las calles San Juan, San Luis, Dorrego, Moreno y en sus
alrededores. También los cristianos de origen árabe que habían llegado del Líbano o
Siria, tenían sus viviendas allí. Compartíamos con ellos costumbres, comidas e
idioma, la vida cotidiana. Si alguien tenía una parra compartía con sus vecinos
las hojas para hacer el hiebra o cuando le faltaba algún condimento
golpeaba la puerta del vecino y le pedía el mahlab o el zafahar...
(Victoria Abiad: Testimonio personal en el centenario de la Rehila en Rosario, 2003)
No obstante, no fueron
pocos los prejuicios que obstaculizaron inicialmente esa posibilidad de
integración. Piénsese por ejemplo en la calificación de sucios y harapientos, que el Comisario de
Inmigración Juan Alsina, aplicara a los sirios y libaneses, en los primeros
años del siglo XX, o la opinión que consta en un informe de la misma dependencia
oficial, de la década del 20, donde se afirma que los inmigrantes que provienen del Asia Menor, sirios,
palestinos, armenios, etc., son inasimilables...
Alsina había dejado planteadas asimismo sus
dudas, que no eran las únicas, acerca de las posibilidades de integración de
aquellos contingentes judíos que comenzaban a arribar con mayor regularidad a
la condición de colonos, como pretendía el proyecto de Hirsch: La atención pública ha sido fuertemente
atraída por la llegada de inmigrantes ruso-israelitas, desde mediados de 1891.
La opinión se ha manifestado por la prensa diaria, en pro y en contra; de esta
última manera más fuertemente. El interés por dilucidar la cuestión subsiste;
pero un asunto semejante no se puede resolver con los datos conocidos de lo que
es el israelita en el otro continente, cuyas poblaciones obedecen a
instituciones distintas de las que rigen en América; que guardan antiguos
principios políticos y observan tenazmente las tradiciones religiosas; que no
dejan abiertos todos los caminos para elevarse en las distintas esferas
sociales y órdenes de trabajo. Será menester la experiencia: ver si el israelita
puede pasar entre nosotros de la vida de ciudadanos industriales, negociantes o
traficantes a la de agricultores.
No era menor la desconfianza que en muchos
sectores, algunos vinculados al poder, despertaba la actividad de aquellos
recién llegados, judíos y árabes, dedicados en buena medida a la modificación
del concepto tradicional del comercio minorista a través de mecanismos como el
aumento del crédito al comprador hasta lograr la consolidación de una relación
mutuamente provechosa.
Los vendedores ambulantes urbanos y rurales, así como los pequeños
comerciantes, no fueron vistos como elementos beneficiosos. Por el contrario,
privaban a la agricultura del aporte inmigratorio y, además, su enriquecimiento
rápido proponía mal ejemplo a otros recién llegados. Ruinoso para no pocos que
terminaron en la indigencia, los inmigrantes judíos y árabes comenzaron casi
masivamente como vendedores itinerantes, generalizando la venta a plazos y
admitiendo el trueque de mercaderías; los más exitosos llegarían a transitar la
vereda de la buhonería en el comercio minorista, y desde éste prosiguieron
hasta la intermediación al por mayor, la industria, la banca y la actividad
agropecuaria.
(Klich-Jozami: Op. cit.)
En noviembre de 1890, La Capital incluye en sus páginas
una carta de lectores anónima que refleja mucho del pensamiento decididamente
anti-judío que anidara en no pocos rosarinos respecto a la inmigración de
personas de dicho origen, en este caso específico referido a los contingentes
apoyados por el Barón Hirsch: Sin detenerse a apreciar a fondo los desastrosos resultados que
produciría al país tal empresa y sobre todo esa masa de población, cuya
influencia, dada su raza, sus tendencias y hasta cierto punto los fines
políticos que el judío se propone, sería funesta. El judío no es agricultor ni
industrial, viéndosele siempre establecerse en las campañas con el solo objeto
de ejercer pequeñas industrias o la usura con gran perjuicio al campesino. No extraña esta opinión
si se tiene en cuenta, por ejemplo, la de Julián Martel, el autor de La Bolsa, que señala a los judíos
como los responsables de la decadencia moral de los argentinos...
Muchos de los judíos arribados a Rosario hacia
1900 se insertaron sin embargo en una serie de oficios y actividades
comerciales en los que descollarían especialmente, como la carpintería y la
fabricación de muebles o la artesanal perfección que demandan la sastrería y la
confección de indumentaria, aunque la mayor parte de ellos se dedicaría al
comercio en otras modalidades, que iban desde el negocio establecido al
ambulante.
En este último caso,
constituyendo una peculiar cofradía, la de los llamados
"cuentenikes", reconocibles por su habilidad para la venta callejera,
para el convencimiento del cliente y para la oferta de su mercadería, en muchos
casos vinculadas al uso doméstico y cotidiano, como telas, prendas, peines, peinetas,
ligas, medias, hojas de afeitar, cinturones, etc.
Gerovitch rememora la
característica ambulatoria de aquellos judíos: Los vendedores domiciliarios, los
"cuentenikes", como se llamaban en un lunfardo idish, recorrieron
todos los barrios y todos los rincones de la ciudad, vendiendo a los sectores
más humildes artículos para la familia y el hogar, a los que de otro modo no
hubieran podido acceder. Con el sistema de venta a plazos, popularizaron la
venta a crédito y la necesidad del ahorro. Los cuentenikes realizaban compras
comunes a través de una organización que fundaron en el año 1924, la Cooperativa Mutual Fraternal. Otra actividad realizada por el gremio textil, fue la fabricación de
gorras: desde los niños pequeños hasta los ancianos, en invierno y en verano,
los rosarinos tenían la costumbre de ir con la cabeza cubierta.
Fueron comerciantes vinculados especialmente a
dicha actividad y a otras (Isaac Belfer, Jaime Bergo, Juan Guisen, Moisés
Farbman, Arón Fridman, Isaac Kuguel, Natalio Pujovich, Manuel Schuster,
Bernardo Sitomirsky y Pinjos Srulijes) los que en abril de 1921 se reunieron en
la ciudad con la idea de fundar un banco fraternal, para no pudientes, concretado poco después en el Banco Comercial Israelita, que
funcionaría durante casi ocho décadas hasta ser absorbido en 1999 por la banca
francesa.
Los primeros grupos de judíos que se formaron en Rosario se reunían
para decir las oraciones religiosas diarias. Según la tradición, este grupo
debe estar constituido por diez personas mayores, como mínimo. De la fusión de
dos de esos grupos surgió la primera organización comunitaria en Rosario,
fundada el 6 de septiembre de 1903 bajo el nombre de Congregación Israelita, que es la actual Asociación Israelita de Beneficencia. Su primera comisión directiva estuvo
integrada por Enrique Segrete Siegel, WolfFBannet, Salomón Klein, Abraham AbramofF y Rubén Akerman. Una de sus primeras concreciones fue
conseguir un terreno para el Cementerio Israelita. Sus actividades abarcaban desde la ayuda
a los necesitados hasta la fundación de escuelas judías, siguiendo la milenaria
tradición judaica de solidaridad y educación como base y guía de la vida del
pueblo. En humildes habitaciones se abrieron escuelas en los barrios habitados
por judíos: en Echesortu, Saladillo, Refinería, las escuelas populares judías
conformaron una red escolar.
(Luis Gerovitch: "La comunidad judía", en Historias de aquí a la
vuelta N° 24,1993)
De aquellos sitios de
reunión, los minianim, diseminados en distintos puntos de la ciudad, nacería como se ha
consignado la
Asociación Israelita, del mismo modo que, de la mano de
judíos progresistas, lo haría la Biblioteca Obrera Social, con sede inicial en
Corrientes 1315. Al casi atávico criterio de construir en el lugar donde se
asentara una comunidad judía escuelas, templos y el cementerio que albergara a
los muertos de la colectividad, respondió el esfuerzo de obtener un predio para
emplazamiento de este último. Lo obtuvieron casi con el inicio del siglo XX, en
la zona oeste de Rosario, en un predio en Provincias Unidas y Bvard. 27 de
Febrero, y con el mismo empeño levantaron sus escuelas y los diferentes templos
correspondientes a cada grupo, mientras se iban integrando, al idioma incluso,
a través
de la
convivencia con los habitantes de esa ciudad que en 1910 albergaba a 3050
judíos.
Tenían diferentes religiones pero nos entendíamos como si fuéramos
hermanos porque veníamos de experiencias culturales casi idénticas. Por calle
San Juan había un templo y por calle Mendoza otro; luego, con el paso del tiempo,
se unificaron en el de calle Dorrego, llamado Shebef Ahim, donde se creó una escuela, un Talmud Tora donde asistían los hijos de los
inmigrantes. La vida del templo estaba unida a nuestra vida de todos los días;
el templo era el lugar de encuentro y celebraciones. Estaba ubicado (lo sigue
estando hoy) a la vuelta de la Iglesia Ortodoxa San Jorge y al lado de la
panadería árabe, a la que llamábamos el furum, donde sus dueños cocinaban el pan como a
nosotros nos gustaba. De a poco comenzamos a aprender el castellano. En la
escuela (muchos íbamos a la Alem,
que estaba en el barrio) nos daba vergüenza que se dieran cuenta de que hablábamos
árabe y entonces sólo lo hablábamos en casa o en los negocios del barrio cuyos
propietarios eran de origen árabe como nosotros...
(Victoria Abiad: Testimonio citado
Como ocurriera en el caso de buena parte de los
inmigrantes arribados al país, la dura travesía, las condiciones en que se
realizaba el viaje oceánico y la incertidumbre acerca de las posibilidades de
trabajo y progreso en la
Argentina, fueron sufridas también por los judíos y los
árabes. Recuérdese, por ejemplo, el periplo que realizaban los grupos mizrahim provenientes de Siria,
trasladándose en un largo viaje en tren desde Alepo a Beirut, para iniciar
desde allí el recorrido hacia Marsella en barcos de carga durante cerca de dos
semanas, para
embarcar
recién en el puerto francés hacia América, hacinados en los vapores de
ultramar.
El flujo inmigratorio desde esas orillas lejanas a las nuestras y lo
que ese éxodo humano significó merece ocupar un lugar destacado en la infinita
historia de errancias que caracterizan al pueblo judío. Viniendo de Ucrania o
Lituania, de Tánger o Aleppo, cruzando las orillas del Volga o del Ródano,
recorriendo grandes distancias para llegar hasta los puertos donde los esperaban
los barcos que habrían de cruzarlos de un lado al otro del mundo, ashkenazim,
mizrahim y sefaradim, cada uno a su modo y respondiendo a motivos diversos
encontraron en la Argentina
un territorio de posibilidad. Al igual que casi todos los argentinos, los judíos
cargan en su memoria familiar el increíble relato de aquello que significó
llegar a América. Relatos o crónicas transmitidos de una a otra generación,
preservados en cartas, en fotografías, en documentos ajados y ya amarillentos
por el paso del tiempo y también en la vacilante y lábil memoria de los más
ancianos que bajo la forma de destellos narrativos —alrededor de la mesa de la
cocina, en los almuerzos, en las tertulias de los sábados, alrededor del hogar
en los inviernos—fueron transmitiendo a los más jóvenes, la épica de su arribo
al país.
(Rubén Chababo: 100 años de inmigración judía en Argentina, inédito)
Fuente: Extraído de Libro Rosario del 900 a la “década infame” Tomo
I Autor Rafael Ielpi Editado 2005 por la Editorial Homo Sapiens
Ediciones