Escudo de la ciudad

Escudo de la ciudad
El escudo de Rosario fue diseñado por Eudosro Carrasco, autor junto a su hijo Gabriel, de los Anales" de la ciudad. La ordenanza municipal lleva fecha de 4 de mayo de 1862

MONUMENTO A BELGRANO

MONUMENTO A BELGRANO
Inagurado el 27 de Febrero de 2020 - en la Zona del Monumento

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martes, 30 de abril de 2013

MANOS NEGRAS Y SANGRE


Por Rafael Ielpi
Los fastos del Centenario todavía despertaban algunos ecos cuando otra serie de hechos relacionados con la crónica policial atrajeron la atención ciudadana, con una mezcla de bombas, crímenes y atisbos mañosos, en los primeros meses del año siguiente. A mediados de febrero de 1911, una bomba casera pero poderosa explotó, en plena noche, en la entrada de la casa del doctor Martín Fragueiro, en Entre Ríos 363, a la que una medianera separaba de las oficinas de la firma importadora "Queirolo Hermanos". La explosión destruyó por completo la puerta de acceso a la vivienda del profesional y produjo daños en la mampostería, sin que nadie, y en especial la autoridad, le encontrara razones al atentado.
Cinco meses más tarde, un ex: sargento de policía, Isauro Casas, iba a protagonizar un hecho que espantaría a los rosarinos, y al que Monos y Monadas llamaría el crimen de la embaulada, suceso que según expresaba la revista recuerda a los novelescos dramas de París. Casas había llegado desde Pergamino portando como equipaje un baúl grande que cargó en el coche de plaza N° 500, de Juan Moreno, en el que se hizo conducir, en un largo viaje, hacía Saladillo y las Basuras, para terminar pidiéndole al cochero que le guardara el equipaje en su casa hasta el día siguiente.
Aunque contrariado por el encargo, según declararía después, el cochero Moreno accedió al pedido, pero al comprobar al día siguiente que el pasajero no venía a retirarlo a la hora convenida, entró en sospechas y denunció el hecho a la policía de Tiro Suizo, que al abrir el valijón de cuero se encontró, con la comprensible sorpresa, ante el cadáver de una mujer, Adriana Prevoste, antigua vecina de Estación Paz y otros pueblos cercanos, donde vendía caricias, aseguraba la revista. El ex sargento, que fue detenido en un subcomité político, donde actuaba como adherente (no sin antes haber escapado a los tiros de una celada policial), terminó confesando con cinismo la historia del crimen.
Casas, que vivía en concubinato con la mujer, que era de carácter celoso, terminó una de las tantas discusiones dándole un golpe en la sien que la desmayó y destrozándole el cráneo con los tacos de sus botas reglamentarias: Quiso ocultar su crimen y metió el cadáver en un baúl que adquirió al efecto, despachándolo al día siguiente para Estación Roca: por error, se le fletó al Rosario, adonde Casas se dirigió y tuvo que cargar con el equipaje macabro.
Mientras el coronel Felipe Goulú, al que revistas como Monos y Monadas harían blanco de más de una humorada semanal, asumía como sucesor del médico Isidro Quiroga en la Intendencia rosarina en julio de ese año de 1911, reaparecen en la ciudad las noticias públicas sobre una presunta organización delictiva de características mañosas, a la que se conoce como "La Mano Negra", de la que una publicación afirma que está integrada por italianos del sur de la península. Entre julio y agosto, la misma amenaza de muerte a Domingo Di Lucio, exigiéndole la entrega de 1500 pesos, e inmediatamente se produce un ataque del mismo origen contra un vendedor de papas poseedor de cierta fortuna, José Mártire, que vivía en Río Bamba 1619, no lejos del Mercado de Abasto.
Mediante un anónimo poblado de figuras extrañas y cruces negras, le demandaron la suma de 2.100 pesos, que debían ser depositados en Alberdi, línea del Ferrocarril Provincial, frente a la plaza, so pena de muerte. Mártire, sin medir las consecuencias de la amenaza, no hizo mucho caso de la misma y sufrió la represalia previsible: una bomba en la ventana de su casa que produjo daños pero también temor en la ciudad, hecho agravado por otro crimen de graves características en la misma época. De continuar en la forma que va, el Rosario recuperará muy pronto el denominativo que le concedió la crónica roja. Estamos a crimen diario. Así como suena: a crimen diario, comentó Monos y Monadas.

La campaña santafesina está minada de vividores de este género. La mayoría son meridionales italianos. Las ganancias son líquidas y requieren más que un poco de audacia. Los que se resisten a entregar dinero reciben agresiones inopinadas, a veces heridas y otras, muy raras, la muerte. Generalmente el chantage o la amenaza van bien dirigidos y sólo fallan cuando el elegido resulta menos tonto de lo creído y denuncia a la policía o les tiende una red y los descubre.
("La Mano Negra", en Monos y Monadas, 23 de julio de 1911)

El que estos hechos no fueran debidamente evaluados por la policía rosarina no les quitaba la relevancia que sin duda tenían como primeras exteriorizaciones públicas de la que a partir precisamente del Centenario de Mayo pasaría a ser definida por la prensa como "la mafia" en la Argentina. En realidad, ya desde finales del siglo XIX y primeros años del XX se conocía en Rosario la existencia de muertes misteriosas, sobre todo en las zonas de quintas que rodeaban a la entonces modesta ciudad, episodios que tenían toda la apariencia de ajustes de cuentas, venganzas o, en todos los casos, represalias sangrientas.
Incluso se sospechaba la existencia de grupos de tipo mañoso en distintos puntos de la ciudad de entonces: en Barrio Mendoza, en la zona de Pueyrredón y San Luis, en un corralón de 9 de Julio y Balcarce, en el barrio Refinería (donde el siciliano Diego Radduzzo cobijaba en una pensión a aquellos coterráneos que buscaban refugio de la policía o la justicia), tanto como en las varias carbonerías en las
que bajo esa inocente aunque negra, apariencia se ocultaban las actividades delictivas.
Una promesa de matrimonio incumplida o la entrega de una suma de dinero confiada en Italia y no realizada en Rosario daban origen a hechos de  sangre en los que rara vez aparecía el culpable, apunta Gustavo Coletti. La condición mayoritaria de sicilianos de las víctimas de esos sucesos y de sus presuntos victimarios, hizo que parte de la inmigración de ese origen cayera bajo la generalizada sospecha de la policía tanto como de la prensa, al punto que muchos de los sicilianos de probada honorabilidad deciden la creación, en 1907, de una llamada "Sociedad Estímulo y Socorros Mutuos entre Sicilianos" (que contaría con un antecedente en la Societá Fratellenza Siciliana de Socorros Mutuos de 1889) para hacer más visible su falta de vinculación con el delito y apoyar, en lo posible, a sus paisanos y a quienes fueren amenazados por la "Mano Negra" primero y por la Mafia después, aun cuando la solidaridad que ésta última brindaba a los sicilianos que se la demandaban privara a la flamante entidad solidaria de buena parte de sus objetivos.
No sería fácil, sin embargo, la lucha contra ella si se piensa que, como se dijo, ya desde los años iniciales del siglo XX coexistían en la ciudad distintos grupos, por lo general verdaderos clanes familiares, de amigos y paisanos de un mismo pueblo de Sicilia, como ocurría con los de Cuffaro, Ballestrini, los Curaba (luego mencionados en forma reiterada en los años posteriores), cada uno liderado por un jefe, sin una organización real entre cada grupo, y enredados todos ellos en permanentes hechos de violencia y muerte.
A ello se uniría la presencia de uno o dos "giúdices", como lo era Cayetano Pendino, especie de autoridad máxima para la resolución de enconos, afrentas y enfrentamientos entre la colectividad mafiosa, cuyos fallos eran (o debían serlo) acatados por quienes recurrían a su consejo, encaminado casi siempre a evitar violencias que pusieran en peligro los negocios comunes y expusieran a la luz pública los procedimientos brutales con los que se dirimían, en muchos casos, esas cuestiones vinculadas a un secular concepción del honor.
En algunos casos, y el de Pendino es uno de ellos (pese a su reticencia a reconocer un ascenso económico que lo llevó a vivir de rentas en la época en que su figura alcanzó notoriedad), a la obediencia de los jefes tanto como de los mafiosos rasos al "giúdice" se sumaban las vinculaciones que muchos de ellos irían consolidando más tarde con la policía, en algunos casos con la justicia e incluso el poder político, que durante mucho tiempo serían si no sus aliados por lo menos sus cómplices por omisión. A ello se sumaría, como añadido, la peculiar personalidad y la ancestral tradición cultural de los sicilianos, sus ya consignados y particulares códigos de honor y su exacerbado sentido del mismo.

El carácter hosco, taciturno y excitable en materia de honor y de familia, contribuyó a formar la imagen de los inmigrantes confirmada por las primeras rivalidades que germinaron dentro de la colectividad siciliana. La palabra vendetta, las respuestas lacónicas (lo non saccio niente depara el mejor ejemplo) y una suerte de Ley del Talión esquematizaron la conducta de los inmigrantes hasta el punto que algunos sectores optaron por segregados.
(Gustavo Colettti: "Historia de la mafia", en revista Boom, 1968)

Ya antes del primer Centenario, algunos hechos sangrientos habían alertado y conmovido a la ciudad y persuadido a muchos de la existencia real de esa red de intrincadas relaciones entre sicilianos, derivadas muchas veces en brutales crímenes de difícil dilucidación. En 1908 se suceden dos de ellos: en enero, un enfrentamiento a balazos en un conventillo de calle Urquiza al 1800, en el que mueren dos italianos de ese origen que habitaban allí: Onosio Alegre y Gaetano Chiaretta y un tercero, Miguel Costanzo. Las investigaciones precisaron esa vez el origen del episodio: la participación de los dos primeros en el asesinato, un año antes, de Vicente Costanzo, cuyos hijos Miguel (que resultara muerto) y Tomás, tomaron a su cargo la condigna "vendetta".
El segundo caso tendría como víctima a otro habitante del mismo conventillo, Vicente Ruggero, un modesto picapedrero baleado y apuñaleado de modo salvaje que antes de morir decidió trasgredir todo código y acusar a quien sindicó como uno de sus agresores, Gaetano Grecco, a quien las pesquisas inmediatas confirmaron como tal junto a otros dos paisanos: Rafael Zamutto y Rafael Giamundo.
En los expedientes judiciales del caso se advierte que en la absolución de los tres tendría decisiva influencia el código de silencio y el sentido tic la tradicional "omertá" de la propia familia tic la víctima que, por temor o no, decidió no incurrir en la misma y fatal transgresión de Ruggero, afirmando que no conocían a Grecco, pese a que eran casi vecinos y procedían del mismo pueblo de Sicilia, e insistiendo en que el muerto no tenía enemigos. Un testigo que aportara serios testimonios que incriminaban seriamente a Grecco y Giamundo (quien había arribado a la Argentina unos días antes del crimen) se retractó poco después, aduciendo haberse confundido, sin duda convencido de garantizar de ese modo su inmunidad futura ante una "vendetta" por delación...
No menos preocupación y espacio en la prensa y actuaciones judiciales en los Tribunales rosarinos, motivarían otros hechos de claro tinte mafioso un año más tarde. A mediados de junio, es asesinado a balazos Francesco Randissi (que había llegado al país en noviembre del año anterior para vivir con su hermano Antonio en uno de los tantos conventillos rosarinos) y que ya había sido baleado unos meses atrás. También en ese caso, sostuvo ante la policía el hermético silencio habitual, mientras Antonio Randissi retornaba a Italia, poniendo saludable distancia con esa espiral de sangre.
Las investigaciones policiales, pese a todo, terminaron detectando a los autores de los balazos fatales: José Fera y Vicente Tabusso, el primero de ellos sindicado como cabecilla de uno de los tantos grupos mañosos de la ciudad e instalado en Rosario unos años antes, procedente de Norteamérica. La falta de pruebas fehacientes en contra de ambos obligó a su excarcelación, aunque con la libertad llegaría para Fera la hora de ser víctima de la "vendetta" dos días más tarde: un sanguinario asesinato de más de veinte puñaladas y seis balazos. Como en un círculo reiterado, uno de los asesinos era Rafael Zamutto, implicado en la muerte de Ruggero y también esta vez absuelto gracias al "non saccio" de los participantes, testigos y convocados por la autoridad. Eso explica que estas sucesivas venganzas entre sicilianos terminaran casi siempre en callejones sin salida para la policía y la justicia, pese a las razzias indiscriminadas y continuas entre la población de ese origen, habitante por lo general de los conventillos diseminados en la ciudad.
Pero Zamutto no iba a desaparecer así como así de las páginas policiales. A mediados de julio es asesinado a balazos Bartolomé Liborio, de quien se sospechaba su condición de mañoso vinculado a extorsiones y a algo más sangriento aún. Como Zamutto compartía con el muerto una de las innumerables piezas del mismo conventillo, fue nuevamente detenido, interrogado y finalmente liberado gracias al hiératico y proverbial mutismo siciliano. Como en el caso de Fera, poco duraría vivo: el 5 de septiembre tres hombres lo emboscan en el oeste de la ciudad, una zona poblada de quintas de propiedad de ita­lianos y lo matan a balazos.
Los tres matadores (apresados por vecinos que presenciaron el hecho y consiguieron detenerlos) eran por supuesto sicilianos: Nicolás Cipollajuan D'Agostino y Esteban Curaba y no tenían antecedentes como mañosos. El último de ellos, sin embargo, iba a protagonizar algunos de los hechos más resonantes de la década del 20 y primeros años de la siguiente. En septiembre, la nómina de víctimas de estas venganzas se engrosaría con dos crímenes: los de Andrea Zambitto, prácticamente cosido a puñaladas en la sección novena, y José Pecoraro, ultimado a balazos.
Las primeras acciones de lo que a partir de allí se bautizara como "La Mano Negra" iban a tener como destinatarios a otros sicilianos que tenían relación con dos ámbitos caros a la Mafia: el Mercado de Abasto y el rubro de la horticultura, en los que hallarían víctimas propicias para la extorsión y la protección, dos métodos habituales de la sociedad delictiva, estrechamente vinculados uno al otro, que serían utilizados asimismo en localidades cercanas a Rosario o del sur santafesino.
El Mercado Central, en pleno centro, y el Mercado de Abasto, donde hoy se emplaza la Plaza Libertad, serían territorio de los mañosos en el comienzo y también en el apogeo de la organización y lo eran ya en 1910. En realidad, la metodología de monopolizar el comercio de los mercados había sido utilizada en aquellos mismos años por los mañosos de Buenos Aires, que regulaban los negocios de verduras en los mercados de Abasto, Spinetto, Buenos Aires, Lorea y otros, mientras en Córdoba elegirían como rubro el de la carne, controlando el abastecimiento a las carnicerías de acuerdo a la sumisión de los comerciantes a los precios y condiciones de la mafia. No faltan, sin embargo, quienes descreen de la participación mañosa en estos ámbitos y esos rubros, como Osvaldo Aguirre en su libro sobre la mafia en la Argentina, aunque son también notorios los testimonios que dan esa presencia como verdadera.
Poco después de llegar nosotros, empezaron los de la Mano Negra. Mandaban unas cartas torpes, con amenazas, pidiendo dinero para no cumplirlas: Si no paga tanto dentro de cuatro días, secuestraremos a su hijo. O mataremos a su mujer. O lo mataremos a usted. Escribían en cocoliche, que es esa jerga que hablan los que no han conseguido salir del italiano, o de su dialecto de origen, y todavía no han conseguido aprender el castellano, y firmaban con la imagen de una mano en tinta negra. Pagaban los chacareros piamonteses, que sabían que aquello no era broma, porque tenían memoria, y vivían una verdadera pesadilla. Hasta cincuenta mil pesos se pagaron: una fortuna. Hubo quien se negó a dar su dinero y quedó muy mal parado. Hubo viudos y muertos por avaricia o despreocupación. Les parecía una tontería todo eso de la mano negra. Y no era una tontería, lira la mafia, en sus primeras acciones en la Argentina.
(Horacio Vázquez-Rial: Las leyes del pasado, Ediciones B, Barcelona, 2000)

Los hechos de extorsión y secuestro de comerciantes, quinteros o artesanos serían el germen de los sucesivos hechos que, entre 1930 y 1933 sobre todo (y como lo analizaran Héctor N. Zinni en La mafia en Argentina y especialmente Osvaldo Aguirre en Historias de la mafia en la Argentina), pondrían a Rosario en las primeras planas de los diarios de todo el país, con los avatares del enfrentamiento entre Chicho Grande y Chicho Chico, el asesinato de Abel Ayerza y otros episodios similares, convertidas asimismo en excelente ficción por Horacio Vázquez-Rial en Las leyes del pasado.

 
Fuente: Extraído de Libro Rosario del 900 a la “decada infame”  Tomo II Editado 2005 por la Editorial Homo Sapiens Ediciones

lunes, 29 de abril de 2013

LAS COSAS DE LA CIUDAD

Por Rafael Ielpi

Pero los festejos no eran suficientes para disimular algunas quejas de los vecinos del Rosario, para quienes, como hoy, el periodismo era una buena fuente de recepción de su disgusto acerca de los males de la ciudad en que vivían. Monos y Monadas, que era de los medios gráficos que recogían esos malhumores ciudadanos, avisa sobre el peligro que significa para la tranquilidad de la población una congregación de zíngaros en la zona de 1o de Mayo, 25 de Diciembre y Amenábar: Un segundo Albaicín, lo define, en la extensa barriada formada por innúmeras chozas, hacinadas unas, separadas las más, sin vestigios de higiene, que se tiende detrás de la estación del Ferrocarril de Córdoba y Rosario. En este desdichado Albaicín sólo hemos visto gitanos trashumantes, mugrientos, entre los que algunas mujeres nos ofrecían adivinarnos la suerte...
A comienzos de junio de 1910, La Capital se suma al coro: Desde hace varios días y con gran disgusto público, ha sentado sus reales en esta ciudad un grupo de bohemios. Constantemente se les ve por la calle pidiendo limosna y haciendo esa vida que todo el mundo les conoce de completa holganza y desaseo... El comentario no debe sorprender: ya a comienzos de 1889 El Municipio comentaba el arribo a Rosario de un contingente de gitanos (a los que también se menciona como bohemios), calificándolos duramente: Son desaseados, cubiertos de harapos y poseídos de esa pretensión estúpida de aprovecharse de la credulidad ajena. El diario de Deolindo Muñoz iba más allá en la crítica: Ya tenemos una buena cantidad de desocupados, turcos, bohemios legítimos o falsificados que recorren nuestras calles ofreciendo en venta dijes y abalorios y no se ocupan de nada útil para ellos o para la comunidad...
El tema de los mendigos y limosneros, fueran gitanos o no, también era motivo de preocupación en el Centenario, cuando la llegada de gentes de renombre a la ciudad no hacía aconsejable la exhibición de nuestras miserias. Rosario Industrial advierte: Está ocurriendo en esta ciudad algo que reclama por la pronta intervención de las autoridades respectivas. Sabido es que es ya populoso el número de los mendigos de ambos sexos que pululan por nuestras calles. En algunos casos está perfectamente justificado este medio de vida y a ellos se les hace sin titubeos pública caridad. Pero lo que colma el abuso es la inmigración, de no sabemos qué procedencia, de una cantidad de mendigos que ya constituyen una plaga y que en la mayoría de las casos no justifican la necesidad de la caridad pública...
El comentario de la revista no se diferencia mucho de algunos actuales, respecto del mismo tema: Se llega al abuso y a la explotación de los sentimientos caritativos cuando se ve que dos o tres hombres robustos, perfectos holgazanes, arrastran por la calle a alguna pobre criatura que exhibe un defecto físico y es el buen reclame para el negocio del mendigo. Hay ciegos, cojos, mancos, a los que hacen cohorte unos cuantos vividores, y ellos también viven de la caridad mientras arrastran la miseria de un pobre prójimo.
Leandro Gutiérrez consigna que la existencia de mendigos, vagabundos y otros habitantes del mundo marginal en ciudades como Buenos Aires y Rosario adquirió no sólo proporciones destacadas sino características muy peculiares en un determinado período: entre el último cuarto del siglo pasado y la Primera Guerra Mundial. Por entonces, las grandes ciudades experimentaron un notable crecimiento a lo largo del cual fue toda su sociedad la que se reconstruyó, aunque muchos de sus antiguos rasgos se conservaron. En su cima, la vieja élite patricia se transformó en la nueva oligarquía terrateniente, comercial, financiera y hasta industrial. Por debajo subsistía un conjunto social cuyo componente extranjero era decisivo y que, al imbricarse con el conglomerado criollo preexistente, constituyó la base de esta sociedad que José Luis Romero ha denominado "aluvial", señala.

 De este conjunto, que originariamente formaron los sectores populares, se fueron desagregando diversos grupos y particularmente los sectores medios y el mundo del trabajo. Dentro de este último y vasto sector comenzaba ya a perfilarse, a fines de siglo, la silueta del proletariado, aun cuando su identidad tardará algunas décadas en afirmarse. En los bordes de ese mundo del trabajo, muchas veces confundido con él, se constituyó otro vasto y complejo mundo: el de las personas sin modo de vida conocidos y que sólo pueden ser caracterizados por su pobreza. Ese submundo marginal, de límites difusos, del que los individuos frecuentemente salían para integrarse en forma transitoria al mundo del trabajo, constituyó una mancha en la imagen de aparente bienestar general y despertó reacciones diversas. La élite osciló entre la indignación y la sorpresa. Las instituciones del Estado, por su parte, procuraron dar alguna solución a los problemas derivados de su presencia, aunque usualmente emplearon la violencia. Los voceros de los sectores populares, en cambio, los pusieron como ejemplo de las duras condiciones de su propia existencia.
Leandro H.Gutiérrez: "Mendigos y vagabundos", serie La vida de nuestro pueblo, N° 10, Centro Editor de América Latina, 1982)

En la aludida nota de Monos y Monadas se advierte lo concentrada que estaba la población mayoritaria del Rosario en la zona central de la ciudad, nucleada alrededor de la Plaza 25 de Mayo; la crónica habla de zonas suburbanas, alejadas, refiriéndose a las de Ituzaingó y Colón (a la que define como un pantano), Ayacucho y Colón (calificada como otro pantanal) y 27 de Febrero y Alem, donde hay un pintoresco caserío de pobres, mandado desalojar al poco tiempo por la Municipalidad. A todo aquello, la revista lo define irónicamente como las bellezas edilicias de la ciudad...
Otros artículos de la misma publicación permiten verificar lo dicho con respecto a otras zonas del Rosario de entre 1900 y 1916. La del Matadero Municipal, por ejemplo, que era epicentro de una especie de precario barrio suburbano de modestas proporciones hacia 1910, que sería asimismo origen del ulterior barrio Tablada, cuando su emplazamiento estaba delimitado por las calles Beruti, Saavedra y Bvard. Seguí. El establecimiento construido en 1879 había tenido mejoras, sobre todo en el faenamiento de los animales, aunque su entorno mantuviera las características marginales tradicionales.
Monos y Monadas señala: Antes, nadie era osado de aventurarse en el Barrio del Matadero si no quería exponerse a serios disgustos; los pendencieros han desaparecido; hoy, el caudillo, el hombre de agallas, el Moreira, han sido relegados completamente al olvido; hoy, la gente del Matadero no dá quehacer, como en otros tiempos, a los agentes de policía que de vez en cuando se vieran precisados a intervenir en sucesos sangrientos... El Matadero contaba en 1910 y ya desde la intendencia de Lamas, con un rabino encargado del sacrificio de las reses, Elías Scheiner, que lo llevaba a cabo por el sistema hebreo para degollar animales destinados al consumo que es, científicamente, considerado uno de los mejores que se emplean actualmente.
Un año más tarde, la misma revista, al visitar el viejo barrio de troperos y matarifes, constata que algunas de las viejas costumbres no han desaparecido del todo con los modernos métodos de sacrificio de reses y el progreso: Noche tras noche se suceden los bailes en el típico Barrio del Matadero; el rasguido de la guitarra criolla rompe la calma nocturna; las risotadas y el jolgorio todo lo inundan de alegría; las guitarras nos hablan del tango, del gato con relaciones y el malambo, tres bailes que se mojan con ginebra y cerveza, las cuales a veces trastornan los mates y producen escándalos descomunales.
La radicación de muchos hombres del interior (correntinos, san-tiagueños, chaqueños, entrerrianos) explicaba la presencia de algunos bailes propios de distintas regiones folklóricas argentinas, capaces de entusiasmar a espectadores acostumbrados tanto a ellos como a la permanente compañía del cuchillo; en esos barrios, la reiteración periódica de los sangrientos duelos criollos era un claro ejemplo de lo dicho.
Había otra zona que, estando hoy a diez, quince cuadras del centro mismo de la ciudad, era considerada como alejada e incluso peligrosa: la del actual Parque Urquiza. A fines del siglo XIX y comienzos del actual, la presencia en el sector de la estación de los trenes del Ferrocarril Oeste Santafesino había otorgado un cierto progreso a los predios circundantes, comprendidos entre las calles Alem y Chacabuco, de este a oeste, y 3 de Febrero y Pasco, hacia el sur, y algunas cons­trucciones comenzaron a erguirse en medio de un paisaje bastante desolado, por el que, pese a ello, cruzaban en forma permanente carros y jinetes.
Sin embargo, al tomar el Central Argentino la administración y propiedad del Ferrocarril Oeste Santafesino, aquella estación cuya estructura sobrevive aún como testimonio del Rosario finisecular fue destinada sólo a carga, provocando de ese modo un paulatino estancamiento en el desarrollo de la zona. Alberto F. Urrutia describe incluso otras derivaciones del hecho: Ese barrio, el que se extendía desde el viejo Colegio Nacional a la Plaza de López, se sumió entonces en el olvido. El movimiento de las calles se limitó al tránsito de proveedores del vecindario y en los meses de invierno hasta hubo noches en las que en los alrededores de la Plaza aparecían la viudita y el chancho, asaltantes que con sus disfraces provocaban, en brusca aparición, el pánico en el despavorido transeúnte, momento que aprovechaban para robarle...
Más cercana al centro rosarino, pero considerada igualmente como suburbio, era en 1913 la actual zona del residencial Barrio Martin. Monos y Monadas indicaba ese año que para pasar las calles Ayacucho y Colón, desde Mendoza y 3 de Febrero, hay que atravesar túneles abiertos en medio de la barranca y cuyo interior, de noche, sirve de refugio a los que no tienen refugio alguno.
La revista señala: La mayoría de los habitantes del Rosario ignoran que a cinco cuadras hacia el suroeste de la Plaza 25 de Mayo existe una zona urbana que se encuentra en estado casi primitivo y privada por completo de todo servicio edilicio. Es la zona ocupada por las barrancas del Oeste Santafesino, que comprende las calles Ayacucho, Necochea, Mendoza y Avda. Belgrano. Por allá no circulan vehículos de ninguna especie porque sus calles son completamente inaccesibles y los pocos ciudadanos que se animan a transitar por aquellos parajes, tienen que atravesar túneles abiertos a través de la barranca para ir de un lado a otro. Hay que conseguir, además, condiciones gimnásticas para subir o bajar las inmensas barrancas que en algunos puntos, como en la esquina de Necochea y Mendoza, tienen 15 metros de altura. Contraste notorio con el carácter residencial que el mismo sector urbano exhibe un siglo más tarde.

El llamado Barrio Martin no existía en 1930; todavía entonces esa zona era nada más que la Yerbatera Martin, el molino, y la construcción de enfrente, que era un depósito; todo lo demás era barranca, incluso había unos terrenos de la compañía que eran una cancha de fútbol, y hacia el río estaban las vías del Ferrocarril Oeste Santafesino, pero yo vi funcionar sólo una vez a ese tren. En una esquina de Ayacucho y Mendoza había varios conventillos a los que les decían "primer y segundo piso", y ahí vivían muchos de los obreros que trabajaban enfrente, en el molino de Martin & Compañía. Esagente habitó los conventillos a partir del momento en que se instaló la yerbatera por un problema de costos: el tranvía en esa época salía unos 5 centavos antes de las 6 de la mañana; entonces, viviendo allí se ahorraban ese gasto... Me parece que la primera construcción en ese barrio fue en el Pasaje Cajaraville. Recuerdo que la empresa les daba prioridad a sus obreros para que compraran terrenos e hicieran sus casas, pero enseguida eso no estuvo más al alcance de los obreros porque esas tierras se encarecieron rápidamente. El valor de ese lugar creció de una manera abrupta, de un año para otro.
 
(Adalberto J. Clérici: Testimonio personal recogido en agosto de 2000)

Como colofón, la popular publicación habla de una callecita que es hoy símbolo de la zona residencial y que entonces era otra cosa muy distinta: Los viejos del Rosario podrán recordar ahora a los jóvenes lo que era antes la Cortada Santa Cruz, situada en el centro de la manzana formada por las calles Alem, Ayacucho, San Juan y Mendoza. Quien pasaba por ella y salía con vida sentaba fama de valiente. Todas las rencillas orilleras iban a terminarse en la mencionada cortada, y la policía daba continuas batidas a la gente de mal vivir que se refugiaba allí, a pesar del tupido maizal que existe...
Pero en los años corridos entre los dos centenarios, había muchas otras quejas en su mayor parte originadas en remoras del pasado, como el Zanjón de Pueyrredón, o en simples deficiencias de los organismos municipales. El avance de la ciudad, incorporando zonas adyacentes al centro, había traído sus problemas, al construirse verdaderos adefesios que son focos de infección, dice Monos y Monadas al referirse al zanjón de marras.
La misma revista se hace eco en 1912 de muchas de las permanentes críticas de los vecinos, que pedían la solución del problema: Construido ligeramente en la época en que la epidemia de cólera azotaba a esta población, hace muchos años se lo destinó para desagüe, y como tal presta aún sus servicios. Hoy, todo el radio que la calle Pueyrredón abarca, se halla totalmente poblado, sin que dicho zanjón haya sido alguna vez reparado en sus grandes desperfectos, causados por el abandono en que se halla. Actualmente, no es únicamente canal de desagüe sino depósito de desperdicios y de aguas servidas que se estancan infeccionando el ambiente con muy grave peligro de la salud pública en uno de los radios de población más compactos, critica la publicación que se extinguiría un año más tarde.

En ese tiempo, 9 de Julio estaba pavimentada, pero ninguna de las calles que la atravesaban lo estaba. En la calle Pueyrredón había un zanjón de más de dos metros de hondo que no sé dónde se originaba. Yo ¡o conocía por la calle 9 de Julio y Zeballos, pero el zanjón seguía, se introducía en el Parque y doblaba en Cochabamba y en Moreno se introducía en la cloaca. Era un caño que iba al río. Cuando voy por calle Pueyrredón a pie, me voy fijando, de la vereda de los impares, y en algunas deformidades de la vereda veo aún vestigios. Era una zanja como de tres metros de ancho. Cuando yo tenía 18 años pavimentaron, pero alrededor de 1915 hicieron las cloacas y hadan pozos, más o menos cada 10 metros y un túnel por donde pasaban los caños de más o menos 30 cms. de ancho. Esos pozos seguramente no se compactaron bien y por eso se producen hundimientos.
(Carlos Smaldone: Testimonio personal recogido en septiembre-octubre de 1994)

Aquel año de 1912 es un buen parámetro para pulsar el estado de la ciudad y el ánimo de sus habitantes ante los avatares del progreso. En noviembre, Monos y Monadas cuenta el malestar que provoca en la gente el observar cómo, ante una lluvia, cuadras enteras en pleno centro de la ciudad se quedan sin pavimento, al levantarse los adoquines de madera por la fuerza de las aguas. Donde esto ocurría, se formaban reales lagunas que contribuían a agravar todavía más el asunto.
Entre marzo y septiembre, las quejas son de todo pelaje: de los vecinos de calle Rioja entre Bvard. Oroño y La Plata (hoy Ovidio Lagos), espantados por las jaurías de perros malos que constituyen un peligro para los transeúntes; de los de Avda. Pellegrini y Santiago, donde hay terrenos convertidos en verdaderos vaciaderos de estiércol, que no recogen los carros municipales; de los de Salta y Mitre que piden se despeje una zanja que lleva agua de lluvia hacia el río, porque hace tres años que la Municipalidad no la limpia.
Otros se quejan del servicio telefónico, afirmando que el mismo "es incorregible", o escriben a la prensa diciendo: Estimo que si la velocidad de los autos dentro de los bulevares Oroño y Pellegrini no excediera nunca los 15 kms. por hora, muchos accidentes se evitarían, u opinan que la Intendencia haría bien en prestar un poco de atención a este asunto del tráfico: aparte de los peligros que entraña la desorganización del mismo, es poco edificante el espectáculo cotidiano de los entreveros que se forman en calles como San Martín, Santa Fe, Córdoba, etc., lo que tampoco ha perdido actualidad a la fecha.
En marzo de 1914, las quejas provienen de quienes habitan en la zona portuaria, en la franja comprendida entre San Martín, Bajada Sargento Cabral y la Avda. Belgrano, a la que consideran convertida por un abandono incomprensible, en depósito de residuos pestilentes, en guarida de vagos y en W.C de los mismos, donde, al parecer, la acción municipal no se había manifestado de ninguna forma. Contemporáneamente, hay generalizadas quejas porque no se promueve la construcción de un cementerio público: esta queja es justa —se lee, por ejemplo en La Capital—, porque cada vez que fallece un vecino hay que conducir el cadáver a ocho leguas de distancia, lo que ocasiona muchos trastornos. La reflexión sólo es errónea en un punto: ocho leguas representan 40 kms.; el Cementerio La Piedad, al que se refiere la nota, distaba (y dista) ocho kms., lo que era sensiblemente mucho menos camino que recorrer con el difunto...
Por la misma época, era preocupante la falta de seguridad en los suburbios: Es en las quintas donde los delincuentes operan con más frecuencia: desaparecen gallinas caballos, vehículos, aperos de labranza y horticultura, arreos, guarniciones, etc, comenta también La Capital, que señala la falta de vigilancia en esas zonas alejadas. A pesar de lo usual que era que muchos de los quinteros y horticultores, en su mayoría inmigrantes italianos, tuvieran una escopeta a mano...
La Municipalidad, por su lado, hacía lo que podía para mejorar la calidad de vida de sus vecinos. A fines de enero de 1913, por ejemplo, atendiendo a la extensión que para entonces había adquirido el pavimento en la ciudad y el consecuente aumento de la circulación vehicular, el intendente decreta la mencionada prohibición de circulación de vacas lecheras en la zona comprendida por el Bvard. Oroño, la Avda. Pellegrini y el río Paraná, bajo multa de 1 a 5 pesos por infracción. O recurre a expedientes ingeniosos como lo fuera la implementación del llamado "ramo municipal", un ramo de flores que, por un precio simbólico mucho mayor que el real, era adquirido a la Municipalidad de Rosario por un ciudadano de condición socioeconómica importante.
El producto de esa venta era derivado a las damas de caridad de Rosario, para solventar alguna de sus obras o, en algunos casos, para homenajes y recordatorios. Como ocurriera en enero de 1913, por ejemplo, cuando se publica que la señora Ramona S. de Casado ofreció al todavía intendente Infante la suma de 200 pesos nacionales por el ramo, el que rogaba fuese enviado a Casilda para ser depositado en la tumba de su esposo, que era nada menos que el emprendedor empre­sario Carlos Casado del Alisal.
 
Fuente: Extraído de Libro Rosario del 900 a la “decada infame”  Tomo II Editado 2005 por la Editorial Homo Sapiens Ediciones

viernes, 26 de abril de 2013

LA TRAGEDIA DE LOS MUSTO


Por Rafael Ielpi

Aquel 4 de septiembre de 1910 a la mañana, el Rosario de los vítores y agasajos recientes del Centenario (habían transcurrido sólo cuatro meses de todo eso), iba a encontrarse de repente ante la cruda realidad de las pasiones humanas, con un fratricidio que ocuparía las páginas de los diarios y revistas de la época. El reconocimiento social de uno de sus dos protagonistas, las características dramáticas del hecho, la premeditación del victimario, fueron condimentos que contribuyeron a hacer mucho más impactante la tragedia.
Los actores de ésta serían los hermanastros Manuel y Juan Agustín Musto, el primero de ellos padre del que sería luego uno de los nombres más importantes de la cronología de la pintura en la ciudad. Manuel se había instalado inicialmente con un almacén situado en una de las esquinas de Entre Ríos y San Luis, para trasladarse luego a la opuesta (la noroeste), en la que edificaría su casa familiar y el local para su negocio, un almacén de regulares proporciones, al que suma­ría luego otro, al por mayor, en San Luis 1314. Su madre, que enviudara de su primer matrimonio, se había casado nuevamente con un hermano de su fallecido esposo, y de esa unión nacería el otro Musto, Juan Agustín.
Según consignaba La Capital, en su crónica policial de los hechos, Juan Agustín había protagonizado ya un episodio que mezclaba lo pasional con lo violento, al intentar matar a tiros y puñaladas, en Buenos Aires, a una sobrina que se había negado a su pretensión de matrimonio. Entonces, Manuel se había hecho cargo del costo de la defensa de su hermanastro, que no pudo evitar su condena a prisión por seis años, la que cumplió rigurosamente.
De regreso a Rosario, Juan Agustín intentó reiterar la historia con una sobrina de ambos, Angela Albanesi, quien tras reiteradas amenazas optó por romper su compromiso para aceptar, atemorizada, la proposición de su tío. El posterior casamiento de ambos no contó con la benevolencia de la familia (incluido Manuel), disconforme con el devenir de los acontecimientos que llevaron a esa boda. Eso provocaría una visible enemistad entre los dos Musto.
Pasado un tiempo, Juan Agustín se entrevistó con su hermano (que para entonces ya había amasado una considerable fortuna) para solicitarle su apoyo económico con vistas a la compra de un terreno donde construir su vivienda familiar. Manuel accedió, pese al enojo vigente, pero su hermanastro, que era sin duda un hombre de excesos vehementes, utilizó el préstamo para otros fines y tuvo que acudir nuevamente en demanda de ayuda. La respuesta negativa motivó amenazas que infundieron temor e inquietud al padre del pintor, a lo que se sumaría el 30 de agosto de ese mismo año otro episodio revelador: aquel día de Santa Rosa, Juan Agustín se presentó de improviso en casa de su hermano, preguntándole por la esposa de éste, María Mosto, que estaba ausente, diciéndole además que tenía un revólver con cinco tiros. Para vos y para ella, habría amenazado antes de marcharse, según la crónica de La Capital.
Desde ese momento Manuel, un hombre de costumbres morigeradas y de mucho prestigio en el ambiente comercial, comenzó a planificar el asesinato de su hermanastro, hasta que el tema se convirtió en una verdadera obsesión. Compró con ese fin una escopeta calibre l 6, de dos caños y —según el testimonio de Monos y Monadas—, como hacía tiempo que no disparaba armas de fuego, se dirigió a las inmediaciones del Saladillo, donde estuvo probando la escopeta Franciotti que había comprado a tal efecto.
Con la excusa de acceder al nuevo pedido de su hermanastro (que para entonces tenía ya dos hijos con su sobrina, Roberto y Juan, de 3 y 4 años, trabajaba como peón en la fábrica de fideos Semino De Filippi y Cía. y seguía insistiendo pese a todo en el pedido de dinero para la compra del terreno), Manuel lo citó en el escritorio de su negocio de San Luis 1314 para el domingo entre las 8 y las 10 de la mañana. Juan Agustín llegó cerca de las ocho y media y se distrajo en observar unos planos que Manuel había extendido sobre su escritorio justamente con ese objetivo. Fue entonces cuando sacó la escopeta, que había dejado preparada y disimulada y disparó un solo tiro, que destrozó el cráneo al otro Musto.
Lo cierto es que el escopetazo asustó a las señoras que a esa hora marchaban hacia la Iglesia de Santa Rosa, a una cuadra, rumbo a la misa matutina, pero el disparo se escuchó también en la comisaría 3a., que estaba ubicada a escasos cincuenta metros del almacén, y de ella salieron los policías, atraídos por lo inusual del estampido. A ellos se entregaría el padre del pintor Musto y en su negocio encontrarían el cuerpo del hermanastro, caído en un charco de sangre.
Monos y Monadas, que dedica buen espacio al crimen en sus páginas, incluyendo algunas macabras fotografías, deja constancia que Manuel Musto gozaba de excelente reputación y según es vox populi sólo el miedopudo impulsar al asesino a privar de la vida a su hermano. La revista señala que, en cambio, la víctima era un hombre un tanto vago, cuyo pasado no hablaba muy en favor de su persona...
Aquella tragedia tendría, sin dudas, tremenda repercusión en un espíritu sensible como el del joven pintor que en 1910 era un muchacho de 17 años (había nacido en Rosario en 1893), que convivía con sus padres y sus hermanos Juan, Andrés, que era su mellizo, y Carlos, y que a los siete años había tenido ya contacto con la desgracia al sufrir graves quemaduras que le dejaron profundas cicatrices en el rostro. Diez años después, lo alcanzaría la tragedia de su padre y su tío.
A esta segunda y tremenda desgracia se sumaría, apenas un año después, una tercera: la muerte de su hermano Andrés, el 24 de junio de 1911, víctima de una fulminante pulmonía. Ambos habían concurrido juntos a la escuela primaria y en 1909, a una escuela comercial, a la que Manuel no volvería a partir del hecho de sangre protagonizado por su padre. Ya había comenzado, sin embargo, a estudiar dibujo y pintura a los 13 años, en la academia "Fomento de las artes", que dirigía el artista italiano Ferruccio Pagni.
En 1913, Musto tiene los primeros síntomas del pénfigo, el mal que habría de llevarlo a la muerte en 1940, una enfermedad de etiología brumosa, cuyas causas pueden ser nerviosas o bien trastornos del sistema inmunológico, que produce lesiones ampollosas en la piel y mucosas y que evoluciona por brotes. Produce complicaciones renales, pulmonares y del aparato digestivo que terminan por ocasionar la muerte y entra en el grupo de las llamadas "enfermedades de autoagresión".
Pese a ello, en 1914, con su amigo y colega Augusto Schiavoni, parte hacia Europa y se radica en Florencia, donde estudia en el taller de Giovanni Corleti, exponiendo en esa ciudad, en Milán y en Turín. El "viaje europeo" era entonces casi obligado para aquellos jóvenes artistas que no encontraban en la ciudad, pese a la presencia de algunos meritorios maestros como muchos de los ya consignados, con quienes incluso estudiarían, el aliciente que brindaban aquellas "capitales del arte" como París, Florencia y Roma, por ejemplo, donde convergían artistas notables.
Sería el caso de Musto tanto como el de Schiavoni, Berni, Caggiano y Domingo Candia, nacido en Rosario en 1898, que en 1914 se instala en Florencia para estudiar durante cuatro años con el prestigioso Giovanni Costetti y, luego de un breve regreso, hace lo propio en Mont-parnase, donde comparte experiencias creativas artísticas y humanas con algunos artistas notables a los que conoce en ese rincón bohemio. Ayudante de Bourdelle en sus clases de escultura, amigo de Fernand Leger y André Lothe, ligado inicialmente al movimiento surrealista liderado por Bretón, Candia se instaló definitivamente en París en 1949 y no regresó más al país, viviendo incluso en una austera pobreza, pese a su origen familiar, hasta su fallecimiento en 1976, después de haber ganado el importante Premio Palanza diez años antes.
La estadía italiana de Musto, por su parte, se interrumpe en 1916, cuando la noticia de la muerte de su padre lo trae de regreso a la ciudad. La Capital lo consigna como una noticia digna de interés para el medio: Se encuentra en Rosario, su ciudad natal, el joven pintor Manuel Musto, que ha perfeccionado sus estudios en Italia y obtenido brillantes éxitos en diversas exposiciones europeas. Se propone, durante su estadía entre nosotros, abrir una exposición donde podrán juzgarse sus cuadros. El diario agrega un dato significativo: Musto cuenta con muchos admiradores en Rosario.
A su retorno, el pintor vivió en distintos y distantes domicilios: primero en lo de su maestro Pagni, que lo acogería en su casa de la zona de Alberdi; luego en una residencia de los Lando, una de las familias de relevancia social de la ciudad, en las proximidades del cementerio La Piedad, en el oeste rosarino, y finalmente, en su definitivo hogar en el Saladillo. Como varios de sus colegas de entonces, y contra la imagen que muchos se formarían de la bohemia pobre-tona de los pintores rosarinos de las primeras décadas del siglo, Musto tenía un buen pasar, derivado de la inicial situación familiar, como lo tendrían Nicolás Melfi, cuya familia era propietaria de un importante corralón, Schiavoni, con una farmacia, o los Guido, de familia de fortuna.
Junto a ellos se destaca el caso de Luis Ouvrard, quien habiendo ganado una beca del Jockey Club rosarino, junto con Berni, no pudo viajar a Europa por carecer de dinero suficiente para dejar a su madre y hermanas, quienes dependían del trabajo del pintor, antes de la instalación posterior de una tintorería familiar. Ouvrard, que había nacido en Rosario en 1899 y moriría en su ciudad en 1988, en una lúcida y productiva ancianidad, se contaría entre los pintores valiosos de Rosario desde 1918 cuando participa en el Salón Nacional. Sería reconocido luego como restaurador y obtendría premios en distintos salones argentinos, ejerciendo además la docencia desde la cátedra de pintura en la Escuela Provincial de Bellas Artes.
Musto era, a pesar de todos esos episodios referidos y de su ima­gen de aparente hosquedad, un hombre capaz de entablar sólidas y entrañables amistades, como la que lo uniera, por ejemplo, a Schiavoni y a Ouvrard, propenso a los encuentros frecuentes con los pintores y artistas amigos, en cualquiera de los muchos cafés y restaurantes que, entre 1910 y ya entrada la década del 20, los recibían en largas tenidas gastronómicas y musicales.
Eran éstos, entre varios otros, el bar "Belga", en Sargento Cabral y Urquiza; el bar "Jofré", en Rioja y la actual Avda. Belgrano, donde las reuniones sabatinas se extendían hasta altas horas de la madrugada cuando no hasta el alba, y donde comía y cantaba una cofradía artística que integraban Musto, Ouvrard, Schiavoni, Berni, Ferrer Dodero, Melfi, Torrejón y otros. Musto tenía, por lo demás, excelentes condiciones como cocinero, por lo que sus habilidades en la materia daban motivo también a frecuentes convites para que las luciera en beneficio de sus colegas convertidos en comensales.
Otros lugares de reunión habituales, desde el comienzo del siglo y hasta 1925, eran el café "Sportmen" de Córdoba entre Maipú y Laprida, donde supo tocar el pionero del tango Juan Maglio y donde la presencia de una victrolera agregaba un toque excitante a las tenidas masculinas que, en ese lugar, convocaban a artistas como el poeta Domingo Fontanarrosa, el escultor Palau y el galerista Renom, que por entonces era un empleado de la Casa Witcomb; el conocido bar "Germania", de Santa Fe y Mitre y el cafe "Fornos", en Córdoba 1328, que hasta 1920 congregaba en un sótano de vastas dimensiones a los entonces llamados conjuntos "filodramáticos", grupos de entusiastas aficionados al teatro.

Luis Ouvrard recordaría, ya en sus últimos años, los lejanos tiem­pos de su amistad cotidiana con Musto y los largos viajes en tranvía desde el centro de la ciudad hasta el lejano barrio de Saladillo, donde vivía aquél, en la entonces calle Petrópolis (hoy Sánchez de Bustamante), y en la misma casa que donaría a la ciudad en su legado y donde como él lo quería, funciona actualmente la Escuela Municipal de Artes Plásticas que lleva su nombre. Allí —recordaría Ouvrard—, hablaban de pintura durante horas; luego Musto se vestía para salir y los dos caminaban hasta la casa de Schiavoni, que no estaba muy distante. Un par de cuadras antes, se escuchaban en el todavía poco denso tramado urbano de ese barrio los fragmentos de las óperas que resonaban desde el gramófono del pintor, un verdadero amante del bel canto...

Fuente: Extraído de Libro Rosario del 900 a la “decada infame”  Tomo II Editado 2005 por la Editorial Homo Sapiens Ediciones