Por Alejandro Caravario
Tomás Felipe Carlovich, apodado desde siempre Trinche por razones que hasta él mismo dice desconocer y que se develarán en estas páginas, tiene tres documentos de identidad. Dos de ellos fechan su nacimiento el 19 de abril de 1946; el otro, un año más tarde. No es el único desacuerdo: en el magma de la web, la apuesta predominante es 1949, y el día está corrido un casillero. El Trinche vino al mundo entonces, según esta vertiente periodística, un 20 de abril. Aunque Wikipedia, árbitro habitual entre los polemistas de sobremesa, concuerda con dos de los documentos triplicados del propio Trinche y fija la datación en disputa también el 19 de abril de 1946.
Un hecho decisivo contribuye a tomar esta última información como cierta: en abril de 2016, el círculo íntimo de Carlovich, ex compañeros en su mayoría, que a su vez son admiradores y auxiliares siempre listos a echarle una mano al ídolo cuando las necesidades lo acucian, se reunieron a festejar su cumpleaños número 70 en el Club Social y Deportivo Juventud Unida Zona Sud de la ciudad de Rosario. La prensa atenta a estos modestos homenajes al pasado deportivo consignó la comilona y aprovechó incluso para arrancarle al agasajado una breve reseña de su historia y opiniones diversas sobre la actualidad del fútbol. Discreto como es, reticente a llamar la atención, lacónico y tendiente a la fuga de los lugares que considera de alta exposición —casi todos fuera de su casa—, el Trinche prestó su presencia de buena gana en la cabecera, revivió anécdotas entrañables y —a esto iba— convalidó tácitamente el 19 de abril de 1946 como su fecha de nacimiento. Pero no.
Aun cuando se supone que su séquito —el comité que programó la cena de cumpleaños— dispone de informa- ción biográfica confiable, Carlovich, cuando lo consulto a solas sobre su edad —esto es, cuando lo consulto para un registro escrito de su gesta futbolera que llevará su nombre como fuente irrefutable—, confiesa sus dudas. Y contribuye con humor a la ambigiiedad:
—No sé cuál es la fecha cierta. En esa época los pibes se anotaban solos.
—Trinche: si tenés que hacer un trámite, ¿qué ponés en la fecha de nacimiento?
—Depende de cuál documento lleve encima ese día.
El chiste, en rigor, parece responder a una estrategia coral a la que Carlovich se suma —acá sí encaja su muy reputada modestia— como uno más. No uno más de los once, esa expresión con la que le gusta recordarse para aventar cualquier sombra de divismo, en contradicción con la memoria unánime que lo consagra como un crack a distancia abismal de todos sus compañeros. Uno más en la construcción colectiva de un colosal personaje cuya carnadura es pura narrativa oral o casi. Un relato mejorado de generación en generación, en el que la verdad histórica —digámoslo así— y la arbitrariedad literaria por momentos colisionan, por momentos se complementan. Y uno nunca está del todo seguro —como con la fecha de nacimiento del Trinche— de cuáles son los límites entre el énfasis de los adoradores y las crónicas que pretenden dar cuenta de los hechos deportivos. Tanto los cuentos acuñados en los bares como la letra escrita con pretensiones de veracidad están llenas de lances heroicos y destrezas próximas al milagro.
El Trinche Carlovich apenas jugó unos pocos partidos en la máxima categoría del fútbol. Su esplendor se concentra en los ríspidos escenarios del ascenso, más precisamente en Central Córdoba de Rosario (Primera C y Primera B), y en la Liga Mendocina, donde fue campeón con Independiente Rivadavia en 1976. Lo demás es fugaz, contenido escuetamente en los archivos que nombran a Rosario Central como el origen, Flancria, Colón, Deportivo Maipú, clubes chacareros de Santa Fe y Córdoba y ligas de veteranos de Rosario, en las que se retiró a los 54 años en un equipo llamado Gaboto.
De este recorrido en los suburbios de la alta competencia casi no hay material fílmico. Solo unos pocos fotogramas de la película Se acabó el curro, dirigida por Héctor Galettini, que no es un documental deportivo, sino una comedia. Allí, a todo color, el Trinche engan- cha con la zurda y deja en el camino al «Gringo» Héctor Scotta —aquel que había sido un temible delantero de San Lorenzo una década antes—, en una acción, diría- mos, rutinaria para un futbolista con credenciales de habilidoso. Mientras, gracias al montaje, en la tribuna, Víctor Laplace intenta embaucar a un inocente para que invierta en uno de los futbolistas que disputan el partido —justamente Scotta—. La secuencia corresponde al partido Deportivo Armenio-Central Córdoba del campeonato de Primera B de 1983. Empataron 2 a 2 y —lástima que no sobrevivió al montaje— el Trinche metió uno de los goles.
También se pueden rastrear las andanzas de Carlovich en YouTube, el gran museo audiovisual contemporáneo que atesora, entre sus millones de imágenes de toda laya, algunas secuencias de juegos del Ascenso. Claro que, sin más información que los equipos que se enfrentan, detectar al ilustre zurdo rosarino en cintas mal conservadas es como encontrar a Wally en esas escenas saturadas de dibujitos.
El diccionario enciclopédico del fútbol editado por el diario Olé supone un relevamiento exhaustivo y con aspiraciones académicas de la historia del profesionalismo (abarca de 1931 a 1997, año en que comenzó su publicación episódica). El léxico del fútbol —desde la jerga -:—a hasta las expresiones de la tribuna— cohabita en escrito orden alfabético con estrellas y atletas ignotos que en alguna oportunidad ya olvidada se probaron una sera de Primera.
Allí Carlovich tiene una entrada discreta —aunque con foto carnet—, entre un tal Carlotto, jugador de Quilmes del año 1931, y Antonio Venancio Carlucci, half derecho de Nawell's entre 1940 y 1947. Solo se le computan sus actuaciones en la categoría principal de los campeonatos de AFA—2 partidos en Rosario Central, 2 en Colón de Santa Fe— y se lo describe como «intuitivo, desprejuiciado atreavido, pícaro, ingenioso, habilidoso, pero abandonado a su propia personalidad». La suma de adjetivos es misma que el cronista que redacta estas páginas encontrará aquí y allá en su pesquisa. La materia primordial de la oralidad. El testimonio excitado de quien lo ha visto y, por lo tanto, ha visto lo sobrenatural (Ho visto Trinche, - habrían cantado los napolitanos). Y de los que no han asistido a sus exhibiciones pero reproducen el fervor y el léxico extasiado de las fuentes originales. Al parecer, la prosa científica de la enciclopedia tampoco logra salvarse del impresionismo desbordado del hincha.
La otra referencia del diccionario también se alinea con la voluntad creativa de la tribuna. Se cita un mojón luminoso en la historia del entonces número cinco de Centre. Córdoba: aquel partido en que un combinado de rosarino bailó al seleccionado nacional que se preparaba para viaja al Mundial de Alemania, en 1974. Era un momento de esplendor del fútbol rosarino y la abrumadora superioridad del combinado que ganó 3-1 fue el producto de una tarea cooperativa. Sin embargo, la faena del Trinche, tanto por lo inspirada como por la sorpresa de su apellido sin resonancias en un grupo de grandes figuras nacionales, concentró la atención de legos y expertos. Y la logia de fans por entonces apenas esbozada, aprovecharía para colocar esa noche en el centro neurálgico de la epopeya.
El resto son las crónicas deportivas, que se ajustan al desempeño de una tarde. Lo destacan casi siempre, aunque sin caer en las serenatas edulcoradas del periodismo posterior. Y también remarcan su eventual inconducta ciertos despuntes pendencieros por los que a menudo se iba al vestuario antes de tiempo.
Las fotos tampoco abundan: el Trinche, con distintas camisetas, sintetiza la estética del jugador de potrero. El potrero en clave setentista. Medias bajas, pelo largo; a veces, un bigote tupido. Ocasionalmente, una barba que le da aires de revolucionario atrincherado en el monte. Por lo general, su mirada es melancólica o tímida. El rostro sobrelleva la foto, no puede insinuar siquiera una sonrisa.
La saga del Trinche no proviene, como un rumor trivial, de anónimos allegados ni vecinos locuaces. La suscriben, la enriquecen, varias majestades del fútbol. Por eso tanto ruido. César Menotti lo elogia, José Pekerman lo incluye en su equipo ideal de todos los tiempos. Según dicen, hasta Maradona, cuando recaló en Rosario en uno de los capítulos de su carrera, se refirió a él como «el mejor». Pero con Diego, se sabe, muchas veces los dichos terminantes obedecen menos a una genuina convicción que a un arrebato de índole difusa.
También dicen que, como en la canción de Billy Bond dedicada a Pappo, un pregón recorría las calles una vez a la semana. «Esta tarde juega el Trinche», decía el voceo, una clave que garantizaba asistencia perfecta a la ceremonia oficiada por el supremo sacerdote de la pelota.
Cuando le da descanso a su discreción, Carlovich se anima a aportar nombres a la lista de notables que han contribuido al culto. «Hay un video en el que Valdano entrevista a Sampaoli y le pregunta si el Trinche era una leyenda, un mito o qué. Y Sampaoli le responde: “Noooo, nada de eso, era el mejor. Bielsa y yo dejábamos de practicar para ir a ver al Trinche”. Yo lo vi ese video.»1
1 Se refiere al programa Universo Valdano, emitido en España por beln Sports La Liga, durante el cual el ex entrenador del seleccionado argentino, cuando aún faltaba para la debacle de Rusia 2018 y su prestigio estaba en alza, se refirió al Trinche como «un artista que me alegraba mis sábados».
Enseguida recula unos pasos: «No me gusta ver eso, nc me gusta».
Lo dice acodado en la mesa del comedor de su casa de puertas siempre abiertas de la calle Guatemala, en e. barrio Belgrano, flanco oeste de Rosario. Bajo ese mismo techo nació. Y en esas calles, hoy de pavimento surcado por líneas temblorosas de brea y veredas anchas donde crece un pasto duro y despeinado, aprendió su arte Cuando el suelo era de tierra y la pelota cualquier cosa que disparara la ilusión de una pelota. Sus mechas remiten a la estampa del jugador indócil que ya no es. Lo que perdura su arte, sí, es su astucia para administrar el ritmo * la intensidad, don que antes aplicaba al juego colectivo y ahora a sus pocas palabras. Entre las pudorosas desestimaciones de las hazañas que le endilgan, cada tanto el Trinche saca pecho y coloca su historia en lo más alto de la tabla de cotizaciones. Varias de cal, una de arena. Entonces dice: «Estuve a punto de ir a Francia y al Cosmos. Los pases no se hicieron no sé por qué. Lo de Estados Unidos fue cuando yo jugaba en Mendoza. En el Cosmos estaba Pelé y me llegaron comentarios de que se había puesto celoso».
Como un DJ cebado con el set que hacer arder la pista, Carlovich enhebra ahora a varios gigantes del fútbol en una anécdota que, a pesar de la tremenda competencia, lo tiene en el rol estelar. «Un día me dicen que el Pájaro Caniggia quería hablar conmigo. Al final hablamos teléfono un largo rato. Me estaba buscando para pedirme un favor. Resulta que un muchacho que vivía en Londres cumplía años. Y como era muy fanático mío, fanático al, querían darle una sorpresa y mandarle un video con mis saludos. Así lo hicimos. El hombre estaba muy emocionado. Me había conocido una vez que fuimos a jugar a Tigre. Él jugaba ahí, en la Reserva. Creo que ese día les metimos cinco goles. Y se hizo admirador mío, desde jovencito. Después se fue a vivir a Londres. No me acuerdo cómo se llama. Es amigo de Caniggia, de Maradona y también del Negro Pelé. Un día le preguntó a Pelé si lo conocía a Carlovich. ¿Qué respondió el Negro? “No gostaba entrenar». Me lo contó por teléfono.»
Nunca se acostumbró a ser una celebridad. Ni siquiera una de pago chico. Su parquedad, su apego al barrio y a los amigos de siempre le impiden hacer la vida social que se espera de las glorias deportivas. Prefiere las juntadas en la vereda de su casa con la barra que se consolidó allá lejos y hace tiempo en Central Córdoba a los homenajes entrevistas . Y toma como gajes del oficio —una amable condena— la proliferación de versiones acerca de su vida, antes cuales se comporta como un espectador. Un espectador divertido. «Un día subo a un taxi y, cuando le indico al conductor la cancha de Central Córdoba,me mira por el espejito y me pregunta “¿Lo conoce al Trinche Carlovich? Es amigo mío”. Cuando me bajo le digo mándele saludos”».
Todos en Rosario, su cuna, tienen algo que decir del Trinche. Los más, para robustecer la leyenda. Los otros para explicar las razones por las que su carrera no superó el breve mapa de provincia. Un revés de trama antipático que tal vez está confeccionado con los mismos materiales imaginarios. A saber: que el cinco virtuoso que iluminaba el Gabino Sosa, la casa de Central Córdoba, no llegó a más porque huía de los entrenamientos para ira pescar. O que empinaba el codo. El inventario del sentido común para descular un guiso complejo. Al Trinche nunca le gustó la pesca y su trato con los alcoholes se limitaba a cortar la gaseosa con un chorro de vino. Pero algo hay que decir.
El hombre deja que hablen los otros. Que se apropien de su pasado, que lo reorganicen, que lo transformen en proeza, en fábula con moraleja o gesto de vanguardia. En orgullo, en contraejemplo, en mito fundante o en ejercicio melancólico. Seguramente porque, al margen de su renombrada humildad, al Trinche lo derrota el tedio. Entonces, para evitar hablar de sí mismo, otra vez hablar de sí mismo, la patea a la tribuna. Finge demencia. Á veces, con aforismos inverosímiles que, sin embargo, rozan la genialidad.
Entre los papeles y grabaciones, encuentro esta perla: «No hablo de mí porque no sé».
Hay más:
— Tomás, ¿nunca soñás con tus Jugadas o tus goles?.
—No porque no me acuerdo.
Su memoria parece, la mayor parte del tiempo, un territorio devastado donde ni el riego intensivo podría extraer siquiera una postal. Olvidó nombres, lugares, dice.
Incluso fechas y circunstancias decisivas en su perfil de ídolos intergeneracional. Y de pronto, como si su cerebro funcionara con escalas invertidas —atento al detalle que nadie advierte o al infortunio antes que a la ovación—, ciertos acuerdos emergen con total nitidez. Por caso, las lesiones. Pero de eso hablaremos luego. Mientras tanto, que la cabalgata la cuenten los otros.
Se dice que una tarde, con la cancha de Atlanta anegada. Carlovich la tuvo todo el tiempo en el aire y nadie se la pudo quitar Se dice que pateaba cañonazos fulminantes sin necesitad de tomar carrera. Y que su sola presencia garantizaba estadio colmado de hinchas variopintos. Incluso muchos colegas consagrados que lo respetaban como a un par y que su día franco —ellos revistaban en Primera, la elite dominguera, y Carlovich en la B o la C, cita de sábado— se sumaban a la peregrinación. Tan así era la cosa que un día —no hay precisiones de rival ni de fecha— un árbitro lo expulsó y, ante el clamoroso pedido del público de los dos clubes,, que quería continuar disfrutando la faena del Trinche, se retractó y devolvió la tarjeta roja al bolsillo.
Se dice especialmente, que inventó el doble caño. De ida y vuelta.
Todo esto lo cuentan tipos que jugaron a su lado durante años y que ni así depusieron jamás el asombro ante sus fantasías. La rutina entrenamientos, los partidos en canchas de escaso verde y los viajes de a micros ordinarios no bastaron para tomar pedestres sus dones. Para naturarlos O peor: diluirlos que no marcaba «ni con una tiza» pues no reconocía gestos realmente futbolísticos sin la pelota bajo el pie —marcar sería tan ajeno al juego como cocinar— compensaba su prescindencia para las tareas ingratas con su inagotable caja de sorpresas.
Por caso, Luis Sullivan, compañero de Central Córdo-ba en el equipo que logró el ascenso en 1973 —un win: se hacía una panzada con los pases algebraico: de la estrella—, asegura que el Trinche «estuvo años sin que nadie se la sacara. Nadie, eh». Hace un silencio, me- fono en mano desde Serodino, patria chica del celebradísimo narrador Juan José Saer, a unos cincuentas kilómetros de ROSARIO en busca de un ejemplo que ahorre preguntas del interlocutor. «Una vez lo habían rodeado en el banderín del córner. La levantó de un tacazo y se la llevó con el hombro. Eso no se lo vi hacer a nadie. Ni a Messi.»
"Tras un desayuno tardío, que se prolonga en repetidos dos cafés, la mesa al aire libre del bar y pizzería Lido, Rosario, propicia un recreo apto para evocar Tomás Carlovich. Es domingo y en el aire —y en los hinchas que lucen temprano sus camisetas por la calle—percibe la vigilia ansiosa de un Central-Newell´s. El silencio matutino cargado de espera y presunciones. La pelea de fondo que se avecina podría desplazar del temario deportivo a Carlovich, pero mentarlo impone un desafío que nadie resiste: sumar una anécdota nueva o reelaborada. Dejar una línea en el cadáver exquisito que aquí no es el juego de un puñado de artistas sino una vocación popular.
«Yo vi el equipo campeón de 1957», enseña sus credenciales uno de los contertulios. Se refiere a la formación de Central Córdoba que, luego del subcampeonato en 1956, logró por fin la hazaña nunca repetida de llegar a la Primera. Al cabo de un torneo muy peleado, hubo que aguardar hasta la última fecha, cuando el equipo de Tablada derrotó a Quilmes y le sacó la luz necesaria a su escolta Platense. Luego, en la liga mayor, el Charrúa compitió durante dos años. El hombre que ha tomado la palabra fue entonces testigo del clímax histórico del club. Pero, a sus ojos, si alguien se merece el bronce —lo dice con otras palabras— es el Trinche. Y elige para ilustrar su envergadura una escena en que sobresale el coraje. No la técnica exquisita. Una escena borgeana, por así decirlo. «En un partido contra Nueva Chicago, ellos estaban pegando de una manera salvaje. Inexplicablemente, el árbitro no decía nada. Parecía que no había forma de pararlos y que la cosa iba a terminar mal. Hasta que, en un momento, el Trinche se hartó, encaró a un defensor grandote que era el más bravo, y le metió un sopapo que hasta me dolió a mí. No pegaron ni una patada más.»
Sobrevienen otras historias en las que el Trinche persigue rivales desleales hasta los vestuarios o se planta firme ante algún prepotente. No falta el que minimiza la leyenda —un caballero que ha sido basquetbolista— subrayando la lentitud de Carlovich, quien, según su entender, era uno más en la lista de zurdos habilidosos cachacientos y de pegada certera que colman los anales del fútbol argentino. Pero, como tantos otros, sobrevalorado. El apunte del aguafiestas recibe un silencio más beligerante que indiferente. El cambio de frente oportuno —del anecdotario a la teoría— lo ejecuta el intelectual de la mesa, Ricardo «Richi» Guiamet, literato, cinéfilo y fanático venenoso de Rosario Central. Para él, Tom Carlovich es como John Casavettes, el realizador de cine neoyorquino (Husbands, Love Streams y otras belleza) que perduró como el epítome de la independencia del modelo estético y productivo hollywoodense. Es decir un outsider voluntario. Una mente brillante que bombardea el sistema.
A la par de las interpretaciones personalísimas, el derrotero del Trinche ha deparado un surtido de clásicos. Es decir, cuentos que todos conocen —como es canciones que tienen tanta demanda en los fogones—, pero que sufren, de acuerdo con el narrador eventual, ligeras variantes, por ejemplo, de locación. Hay uno que podría titularse «El día en que el Trinche se olvidó los documentos» y que se sitúa alternativamente en la cancha de Atlanta, de Talleres de Remedios de Escalada, de Los Andes y así. Carlovich, por supuesto, no recuerda dónde fue, pero confirma que el hecho ocurrió.
Adrián Piedrabuena, talentoso periodista devenido DT, rosarino de Tablada y devoto del Trinche, se inclina por la cancha del Mil Rayitas. Sencillamente porque alguna vez escuchó la historia de boca de otro de los actores principales. Y no tiene dudas de que su fuente es fidedigna «ciento por ciento segura». En parte de un extenso correo electrónico, Adrián dice: «El Gordo José Tarillo viejo tanguero y bohemio, de ojos saltones, fanático de Los Andes, que tenía un programa de radio a principios de los noventa en FM Lomense. En su programa se la pasaba hablando de los pibes de inferiores que su entender, tenían que jugar siempre. El Gordo me dijo que el Trinche era el mejor jugador que había visto en su vida. Y ahí me contó la famosa historia de que él y otro dirigente de Los Andes hicieron que jugara un partido contra su equipo a pesar de haberse olvidado los documentos indispensables para hacer la planilla. Ellos dos hablaron con el árbitro y dieron fe de que ese jugador barbado era Carlovich. Cuando le pregunté por qué lo había hecho, teniendo en cuenta que si no jugaba el Trinche era mejor para Los Andes, me dijo: “Por seguir a Los Andes todos lados, solo teníamos la posibilidad de verlo jugar cuando nos cruzábamos, ¡Y cómo nos íbamos a privar de imperdonable”. Ese día, ganó Los Andes».
Las invenciones del Trinche descolocaban a algunos árbitros. Y daban pie a la comedia, solemne de la pelota, a pesar de la apariencia taciturna del artista. Así nos lo hace saber Roberto D'Agostino en un enfático artículo escrito para la revista Simplemente leprosa en octubre de 2008, que rescata de su archivo y copia en un mail a pedido de este cronista. La nota se titula «Carlovich: el Maradona que no fue y que deslumbró en la Lepra». D'Agostino es historiador de Independiente Rivadavia de Mendoza (la Lepra mendocina), club donde a Carlovich se lo conoció como el Rey (o el Gitano, ya menos reverencial) despertó una adoración acaso superior al culto rosarino. Para este embanderado, el podio histórico de la pelota lo integran Carlovich, Maradona y Messi, en ese orden. Aquí, texto mencionado:
Posiblemente muchos pibes de hoy no entiendan lo que quiero significar con mis palabras, pero es verdad muchachos. Era simplemente un genio de la pelota.
La anécdota más risueña y extraña que recuerdo, se dio en un partido contra Belgrano de Córdoba —no recuerdo bien qué tipo de torneo jugábamos—, en la cancha del «pecho frío» Godoy Cruz.
En un momento dado, el Gitano enfrenta a una línea de 4 terriblemente pegadora, solito contra todos. Toma la pelota en una suerte de bicicleta con su taco. Se la pasa a él mismo de taquito sobre su cabeza a la vez, sobre la línea de 4 completa de Belgrano. Cuando la pelota iba en el aire, pica y traspasa a los marcadores, recibe su mismo pase en una posición que a la vista del juez de línea era la de off-side, y concretó el gol, o mejor dicho, un golazo. El línea levantó la bandera y el referí ¡¡¡anuló el gol!!! Insólito: le anularon un gol de extrema calidad, con un pase a él mismo, cosa que el reglamento no contempla.
Su carrera es en buena medida un ejercicio de imaginación. Sin embargo, pulidas las licencias poéticas, se puede obtener una descripción de su juego. Y de su carácter. «Era una mezcla de Riquelme, Redondo y Alonso» sintetiza Luis Berazain, ex compañero de Central Córdoba durante la segunda etapa del Trinche en el club y amigo inseparable desde entonces. Bera, que así e zen todos, toma una cerveza en la vereda de la calle Guatemala, punto de reunión habitual de esa cofradía forjada durante los lejanos años setenta en los vestuarios del Gabino Sosa Y que, a contapelo de las disputas que caracterizan a la feria de vanidades del futbol, ha sobrevivido desentendida del paso del tiempo. Como se prologan los pactos de sangre. Como recrean los estudiantes las remotas imágenes de la primera juven- tud: mitad orgullo de Pertenencia —a una generación, a un colegio—, mitad ilusión piadosa de un pasado que Permanece intacto. Oscurece y Bera habla en susurros enérgicos. El Trinche prefiere meterse en casa, sabe que el tema será él.
«Me daba los botines Adidas nuevos y me decía: “Domámelos”. Y yo los usaba y los usaba hasta que les dejaba la suela bien lisita. Así le gustaba a él, como una zapatilla. Siempre dije que Por su carácter era el Llanero Solitario, pero en la cancha tenía un radar Además de ser un superdotado en técnica y €n precisión, estaba adelantado a la jugada. De frente, de costado, de cualquier modo resolvía. Y la pedía siempre. Jugaba con el número cinco, Pocas veces lo vi con la diez, aunque, como era zurdo, se recostaba sobre la izquierda», completa Bera la semblanza con cierto esfuerzo. Se ye que aún los adjetivos elogiosos le suenan insuficientes para dar cuenta de ese prodigio que ha sido su amigo.
«Pero sabía poner los codos, eh», agrega. Mañas del que aprendió en la calle. Arrebatarle la pelota al Trinche era como arrebatarle el alma. Dejarlo sin ganas de jugar. Entonces, Cuentan, se ponía de espaldas, usaba el culo como un ariete en dirección al adversario y así amuralla- ba su juguete, lo aislaba de las aspiraciones del invasor, Imposible llegar hasta allí. El ingrediente Riquelme del distinguido blend.
«Sí, cuando ponía el cuerpo no había modo de sacársela», confirma Hugo Cabrera, quien jugó de nueve en el Charrúa entre 1978 y 1980, y dice haber convertido 26 goles en una temporada gracias al guante de su compañero y eje del equipo. Todos los atacantes que jugaron con el Trinche lo evocan con idéntica gratitud. La zurda servicial solía dejarlos solos para empujarla al gol. Lamentablemente, entre los datos que faltan —-porque se omiten, se fraguan o se lanzan a la bartola en virtud de que el personaje habilita las estadísticas hiperbólicas—, no hay números siquiera aproximados de las asistencias de Carlovich. Seguro que alcanzarían algún récord internacional.
Cabrera está, mientras habla con este cronista, en las gradas del estadio Gabino Sosa, donde Central Córdoba pierde 2-1 con Deportivo Italiano —con ese marcador se cerrará el partido—, por el campeonato de la Primera C. Acompaña a Carlovich en su esparcimiento de sábado. Ambos observan las acciones desde una tribuna lateral, muy cerca de uno de los arcos, esos miradores oblicuos y hasta incómodos que no ofrecen el mejor panorama, pero que favorecen la vida social, el encuentro con otros hinchas, siempre los mismos, que arranchan en ese arrabal, El Trinche devuelve saludos, el debido y sobrio respeto al prócer, que cuchichea y se ríe con su ex compañero seguramente de ocurrencias ajenas al partido. No existe en ellos la tensión del hincha ni la pretensión crítica de los iniciados, sino la liviandad del paseante. Se entienden como cuarenta años antes. Cabrera completa el recuerdo: «Con solo mirarlo ya sabía dónde iba a ir la pelota. Él no me pedía que fuera para la derecha o para la izquierda. Me decía: “Vos mirame”».
Además de los codos preventivos, de disuasión, Carlovich podía usarlos como armas contundentes. O sacudir una patada, si alguien lo sacaba de las casillas, El tipo tranquilo y hasta distante entraba en erupción cuando le jugaban sucio. «Si le dabas una patada, te partía al medio o te quedabas con una ceja menos», dice otro ex jugador que lo quiere bien y que acaso prefiere no figurar con nombre y apellido en este tramo de su testimonio. Enterado Carlovich de esta infidencia so- bre su vocación de revancha se limitó a musitar: «Qué vigilante».
Su temperamento volcánico se refleja apropiadamente en algunos números. Según la contabilidad del periodista e historiador deportivo Julio Rodríguez, archivo viviente de Central Córdoba al que volveremos a acudir más ade- lante, Carlovich fue expulsado en 14 ocasiones durante los 236 partidos en los que se puso la camiseta del equipo de Tablada. Es el futbolista que más veces vio la tarjeta roja en la historia del club.
Aun en los entrenamientos perdía los estribos si lo buscaban. Eduardo Quinto Pagés, ex arquero de Central Córdoba que convivió en el club con Carlovich en 1978 y luego entre 1980 y 1983, recupera uno de aquellos chisporroteos. «En 1979 me había ido a jugar a Kimberley de Mar del Plata. Y ahí estaba dirigiendo Carlos Griguol, que hacía correr hasta a los postes. Estaba tan embalado que, en un viaje a Rosario, me fui a entrenar con Central Córdoba. El asunto era seguir en movimiento. Juegué al medio y se me ocurrió marcarlo al Trinche. Lo seguía por todos lados. En un momento se paró, me puso un codo en la nariz y me dijo: “Quinto, no me rompas más las bolas, andá a marcar a otro”».
Jugar con Carlovich era «como jugar con doce», repiten los que compartieron camiseta con él. Por lo tanto, aceptaban las prerrogativas que el Trinche imponía por fuera del contrato. Por ejemplo, no se entrenaba. O lo hacía a su manera. Mientras los demás corrían, él jugaba su partido a solas. Y cuando se armaba el picado de práctica, solía frenar de golpe el ritmo del juego con una broma de equilibrista: se paraba sobre la pelota, colocaba la mano a modo de visera con la solemnidad del que atisba la llegada del malón desde el mangrullo y anunciaba: «Ahí vienen los contrarios» o «Me está molestando el sol».
Le gustaba calibrar su arma de precisión apuntando hacia distintos objetivos. Por ejemplo, el travesaño. O como cuenta Berazain, la letra O de la publicidad de Thompson & Williams que rodeaba la cancha. «La embocaba siempre», claro. También podía entretenerse,fuera del horario de trabajo regulado por los pitazos del entrenador, haciendo jueguito con una moneda. O prolongando desafíos de fútbol-tenis hasta el crepúsculo. El divertimento por excelencia de los futbolistas profesionales de entonces —los años setenta, los ochenta—, antes de las maravillosas abstracciones digitales que se pueden comandar desde el sillón del living —o de la concentración— sin mover más que los pulgares.
«Nos pasábamos horas jugando a lo que ahora se conoce como fútbol-tenis, pero que en esa época se llamaba veintiuno. El canchero nos tenía que echar después de los entrenamientos», hace memoria Raúl «Noqui» Galeassi, otro orgulloso ex colega del Trinche, al que considera «un pan de Dios». Se encontraron en Deportivo Maipú, escala fugaz del trashumante Carlovich en 1979. «Jugábamos por el café con leche», añade. Su voz en el teléfono gana vivacidad a medida que hilvana imágenes. «A veces nos quedábamos jugando a las bochas con otros compañeros.
Él no participaba; se quedaba por ahí simplemente a mirar. Fue un época muy linda.»
Galeassi, número diez, se hizo muy amigo de quien fuera su ladero en el mediocampo del equipo mendocino. Viajaban juntos cada día desde Mendoza capital hasta Maipú para entrenar. Y se parecían mucho, reconoce el Ñoqui: ambos escapaban de la fajina incómoda que requiere la mitad de la cancha cuando los rivales se vienen a la carga. De eso se ocupaba, en soledad, Julio Donoso, el tercer volante de la línea y «el único que corría», según admite sin remordimiento Galeassi.
La dupla resurgía cuando el obrero solitario había recuperado la pelota. Y entonces hacía jugar a Maipú. Aunque el estilo de ambos —juntos se estimulaban—, más que a una estrategia creativa, apuntaba al divertimiento. Aun en los partidos más peliagudos, el Trinche y el Ñoqui hacían una competencia de caños. A ver quién tiraba más. Cuál era el más vistoso. El resultado de aquel torneo de dos no quedó claro, al menos Galeassi no lo recuerda. Recuerda sí haberla pasado de fiesta gracias a su alma gemela. En ciertas ocasiones interrumpían su duelo personal y se aliaban, como los luchadores buenos de Titanes en el Ring, que hacían causa común y se enfrentaban en equipo a la mitad tramposa de la troupe. «A veces le apostábamos a alguno de la comisión directiva que le íbamos a meter un caño a tal jugador del rival. Si alguno de los dos lo conseguía, nos ganábamos un asado para todo el plantel.»
Antiguos futbolistas bien alimentados gracias al oficio - un surtido de observadores coinciden en achacarle al Trinche una carrera trunca por su talante despreocupado. Por su incapacidad para tomarse el asunto con la seriedad propia de un adulto que ha madurado. Pero, en rigor de verdad, convertir la pelota, ese juguete de siempre, por ahí el único, en una herramienta de trabajo, en el instrumental de una profesión que promueve negocios fenomenales, exige un esfuerzo notable. Al borde de la impostura. Seguir viéndola como un chiche —y al fútbol como un recreo fascinante—, tal como le pasó al Trinche ya muchos otros, suena a estricta madurez. Más que intentar prolongar indefinidamente la infancia, se diría que el Trinche le reconoce a esa etapa tanto su maravilloso inventario como sus límites; y ha sido incapaz de violarlos. La pelota no puede salir de ese territorio sin Caer en poder del enemigo. No se puede jugar sino como en el patio de la escuela, en la vereda, en el campito. ¿Existen profesionales de la rayuela, el poliladron, el Scalextric o la escondida? En la profesionalización del fútbol hay una apropiación indebida —así se fundan los imperios—, y esos grandulones de piernas peludas que juegan a trabajar son meros farsantes.
¿Cómo era Carlovich dentro de la cancha?, le pregunto a D'Agostino, el historiador mendocino. Los historiadores hablan con una nítida conciencia de posteridad. Responde con otro fragmento de su vasta producción: «Prestancia, elegancia, calidad, técnica superlativa, habilidad rayana con la perfección, caños a granel, mi- radas a la izquierda con el pase a la derecha y viceversa, pachorra, indiferencia, estampa de vago... Todas esas cualidades, que a veces no son coherentes entre sí, eran patrimonio de este tipo que ni gritaba los goles, que los hacía hacer y se daba vuelta y volvía al centro de la cancha sin calentarse».
Para variar, el propio interesado es más sucinto que todos sus comentaristas. Dice el gran Tomás Felipe:
—Creo que mi mayor mérito era pensar un segun- do antes la jugada. Más que la técnica. Solo se trata de ser inteligente, de saber cuándo es el momento de dar un pase y soltar la pelota. Oscar Fachetti, cuando jugó conmigo en Central Córdoba, hizo 38 goles en una temporada. Ahora hacen 15 o 12. Esto es así: el nueve necesita uno que lo asista y el que asiste necesita al goleador.
Se ganó en cada club el respeto colectivo porque era el que jugaba mejor y eso lo volvía indispensable. Y por- que, al margen de su reticencia al esfuerzo —el principio del placer funda su filosofía deportiva—, Tomás Felipe Carlovich se raspaba si hacía falta. No huía de la guada- ña sino de los pases mal ejecutados. Del fuego amigo. Además lo querían porque era buen tipo. La suma de esas partes redondea un predicamento que su carisma le habría negado. Como Bochini, como algunos ídolos raros, el Trinche era hermético.
«Cinco años jugué con él y se cambiaba siempre en la utilería. Una verdadera excentricidad. Aunque yo no lo definiría como un excéntrico sino como un introvertido. Reservado de más o tímido de más», dice Quinto Pagés. El Trinche, en efecto, se cambiaba en soledad, un hábito que se inició casi al mismo tiempo que su carrera de futbolista y que, como la mayoría de los hechos de su vida deportiva, no obedecía a una razón reconocible. Simplemente era así. Porque una vez se lo propuso el utilero de Rosario Central, en tiempos en que el Trinche hacía los palotes en el fútbol serio, con entrenamientos y todo eso. Hacía poco que había dejado los picados callejeros en el barrio Belgrano.
«El utilero era un tal Negro Giménez. Un día me dio el canasto con los botines, las medias, todo, y me dijo: “Vos vení para acá, cambiate en la utilería, estos vienen a ensuciar ropa nada más”. Y después, en todos los clubes donde jugué, me cambié en la utilería».
—¿Vos no ensuciabas la ropa?
—Creo que quiso decir que yo era distinto.
Distinto quiere decir un crack, un superdotado, cualquiera de esas lisonjas con que se edificó su histo- ria. Y también quiere decir ensimismado. «Después del entrenamiento, me cambiaba y me iba. No era de ira
reuniones ni nada de eso. Yo no hablaba con nadie, no me metía con nadie», describe el Trinche su pasado de asceta, que no da cuenta de la colección de amigos que le dejó el fútbol. «No hablaba, dentro de la cancha tampoco. No era necesario. Porque yo agarraba la pelota y mis compañeros sabían lo que tenían que hacer». Tampoco registraba las loas —ni las puteadas, que también las hubo— de la tribuna. Por lo tanto, jamás gritó un gol. La felicidad del gol era una circunstancia privada. «Lo que sentía, lo sentía yo. Ni en pedo gritaba un gol. Me ponía más contento cuando los hacían mis compañeros. Pero tampoco iba corriendo a abrazarlos y besarlos.» La conclusión del Trinche es una duda: «Yo no sé por qué la gente me quería».
«Era muy cerrado y eso era un problema para él; re-cién de grande mejoró», diagnostica Roberto Chavero, que lo tuvo cerca en aquel Independiente Rivadavia campeón de 1976.
Algunas referencias, sin embargo, señalan que cada tanto abandonaba su isla. Por ejemplo, para reclamar por dineros impagos al plantel. Hugo Cabrera asegura: «Cuando había problemas de plata, el Trinche sacaba la cara por los compañeros». En los setenta, en el Ascenso, «se jugaba casi por la comida», completa Luis Sullivan. «No había representantes ni nada. Éramos siete u ocho que hablábamos con los dirigentes. El Trinche se conformaba con poco.» Cuando había que viajar de Rosario a Buenos Aires, la atención recaía una vez más sobre Carlovich. Mejor dicho, los temores. Porque el modesto micro que embarcaba a los jugadores de Central Córdoba pasaba a buscar a su callada figura principal por la puerta de la casa, pero no siempre lo encontraban. O lo encontraban dormido y debía bajar algún dirigente para hacer las gestiones correspondientes —zamarrearlo o rogar, no se sabe—, hasta que por fin el Trinche se decidía a subir al ómnibus.
Luego de un desganado saludo general, se sentaba en la primera fila y no abría la boca hasta Buenos Aires. O dormía.
«Yo vivía en la zona sur, muy cerca de donde el club le había alquilado un departamento. El colectivo me pasaba a buscar a mí y después a él», recuerda Jorge «Bocha» Forgués, otro de los tantos atacantes que obtuvo una renta de goles a expensas de Carlovich. «Vivíamos cerca de la vieja ruta a Buenos Aires. Aunque estuviera despierto, el colectivo le tenía que tocar bocina un rato. El Trinche hacía gestos de que lo esperáramos y a los diez minutos bajaba. Siempre era así.»
Hay quien sostiene que, en esas escalas sistemáticas en la vivienda del sur rosarino, los directivos que lo convencían de viajar no solo ejercían sus artes oratorias. Portaban además algún cheque para reforzar la seducción. «Decía que no podía ir a Buenos Aires porque tenía que quedarse a trabajar, que la plata no le alcanzaba. El contrato de él no existía, le daban más que a los otros y era siempre el primero en arreglar. Por ahí al plantel le debían tres meses y él iba tres meses adelante.» La voz que narra aquel backstage de Central Córdoba no suena recriminatoria. Acepta que los días del Trinche consistían en una suma de excepciones.
Coherente hasta el último día, el más consentido de los futbolistas que hayan pasado por el Charrúa, también tuvo un desencuentro con el micro antes del partido que le puso fin a su residencia en el club rosarino, en 1986.
Pero esta vez no llegó a abordarlo. Así lo cuenta Marcelo Calógero, vocal de la comisión directiva de Central Córdoba, en una entrevista con Diego Della Sala para el programa Somos Futboleros, de DeporT'V. «Era un viernes y estábamos en la sede del club. El plantel tenía que jugar en Buenos Aires, en cancha de All Boys, y veíamos que el colectivo no salía. Faltaba alguien. El Trinche Carlovich. Ya lo habían buscado por todos lados y no aparecía. Como el micro no podía demorarse más, la delegación partió sin él. Sin la figura, el jugador que era inigualable y no podía faltar». Al día siguiente, salía otro bus desde el mismo lugar. Pero con distintos pasajeros: hinchada. Calógero dice que nunca olvidará la escena. «Lo tengo grabado en mi retina: por la calle San Martín, venía Tomás Felipe Carlovich, con una camisa floreada desabrochada, un pantalón vaquero desteñido, zapatillas Fecha azules y un bolsito Panam. Un paquete de masitas y un Patoruzú».
Esa imagen que este hombre tuvo el privilegio de captar e imprimir con su ojo de fanático arrobado quizá sí valga más que algunos cientos de palabras. No por lo que pueda inferirse y explicarse a partir de ella, sino por la potencia. Era una mezcla de Extraño del Pelo Largo y paladín de potrero. Calógero no dice —es una lástima— si vio en ese andar sereno y canchero, de rey extraño, un icono bizarro o un referente contracultural. Un personaje apenas excéntrico o profundamente inspirador. Al final, sin que mediara reserva de pasaje, Carlovich se tomó . micro de la hinchada y se unió al plantel a poco del partido. A modo de reprimenda, el entrenador no lo puso de titular. Cuando entró, jura el narrador de la anécdota «hizo lo que quiso». Como siempre.
Falta aclarar que ese partido de despedida fue la revarcha con Almagro en la que Córdoba se jugaba el ascenso. Luego del empate en Rosario, los de Tablada tuvieron que ir a Floresta, donde cayeron 1-3, con el Trinche en el banco por llegar tarde.
También en 1988 con 42 años, se hizo desear por los dirigentes e hinchas de Argentino de Monte Maíz, un pueblo del sureste cordobés. Pero esta vez, más que nunca. Se jugaba el segundo partido de la final de la Liga Beccar Varela ante el histórico rival, Lambert. Y e Trinche nunca llegó. Dicen que una comitiva suplicante partió el día anterior desde Monte Maíz hacia Rosario para asegurar la presencia de la veterana estrella. Le ofrecieron traslado en auto. El Trinche contestó Don´t worry, en casa duermo mejor, viajo mañana en micro. Hicieron mal en creerle, El episodio, con sus tonos de comedia, fue motivo de un escándalo que todavía tiene resonancias e interrogantes por develar. Pero lo contaremos con sus pormenores más adelante.
En la bella Mendoza, ya se dijo, su ángel hecho de silencios y pases irreales caló hasta la médula de la hinchada. Comenzaba 1975 y el zurdo rosarino llegaba precedido por una razonable fama. Pocos meses antes había sido la comidilla del mundo futbolero ——al menos por un rato, la agenda ya entonces era vertiginosa, siempre lo fue— por sus lujos en el partido amistoso que el combinado rosarino le había ganado al dubitativo seleccionado argentino que calentaba motores para el Mundial. Esa actuación, que repercutió en todo el país y sobre la cual volveremos en breve, le tendió la mullida alfombra roja por la que se deslizó hacia el muy popular Independiente Rivadavia. El Boca mendocino, según lo comparan en esta provincia, también por su identificación con el juego combativo. Lo llamaron el Rey a poco de rodar la pelota y lo que siguió fue precisamente pleitesía. Propios y extraños —incluso hinchas de la contra, Gimnasia y Esgrima— se rindieron a sus encantos y les contaron el cuento a sus hijos y nietos, de modo que el fogón se mantuvo encendido. Carlovich suele referirse a sus esporádicas excursiones a Mendoza, donde lo siguen invitando a menudo, como un besamanos permanente, donde tampoco falta la esmerada gastronomía.
Pero los privilegios a los que el Trinche estaba acostumbrado desde antes de que lo coronaran simbólicamente —y que en tierras rosarinas habían sido consentidos de buen grado por el resto del plantel —, acá hicieron ruido. Por lo menos al principio. Los compañeros de Independiente no negaban los enormes beneficios que la incorporación del nuevo patrón del mediocampo podía ofrecerles —de hecho, al año siguiente salieron campeones de la Liga Mendocina—, pero le exigieron la conducta de un profesional. Antonio Vergara, apodado el Cura porque estudió en el colegio Don Bosco, era uno de los marcadores centrales —pura personalidad de líder, dicen— de aquel equipo. Así recuerda la aparición fulgurante del Rey:
«Llegó en 1975 como figura. Al presidente Bragagni- ni le salió mucha plata. Era muy bueno, pero tenía una contra: cuando terminaba el partido se iba y volvía a los cuatro o cinco días.» Claro, las saudades. Con el pelo aún mojado tras la ducha tibia, el Trinche enfilaba para Rosario. Y volvía a dar el presente al partido siguiente. «El técnico y los dirigentes lo respaldaban. A los jugadores, en cambio, nos parecía una falta de respeto. Un día nos cansamos y con Hugo Mémoli nos plantamos. Él era uno de los referentes y yo, el capitán del equipo. Exigimos que en la fecha siguiente jugara Eduardo Bazán, que era el suplente, el que jugaba en el puesto de Carlovich durante la semana. “Si juega Carlovich, va a jugar solo, porque no vamos a salir a la cancha”, les dijimos al técnico y los directivos. Jugó Bazán nomás y por suerte ganamos uno a cero, no recuerdo contra qué equipo. A partir de esa medida, Carlovich se empezó a quedar en Mendoza durante toda la semana.»
El Cura no percibía que amonestaba a un mal compañero. Tampoco ahora. Más bien evoca aquel motín como un padre evoca los correctivos oportunos aplicados a un hijo que amaga con descarriarse. Luego se hicieron amigos, aunque el Trinche siguió pareciéndole un tipo raro. «Le habían puesto casa y auto, pero él dormía en el suelo. Por eso le decían el Gitano. Era muy buena persona, eso sí. Y en la cancha respondía siempre, hasta sin entrenar. Á nosotros nos convenía que estuviera en todos los partidos. "Tenía una zurda... mamita. Y pateaba cada bombazo.»
La costumbre propia de campamento que refiere el Cura Vergara forma parte del anecdotario que los dirigentes leprosos de entonces solían contar en la intimidad, ante periodistas de confianza. Para que se esparciera, cla- ro. Parece que un día de esos en los que el Trinche había pegado el faltazo al entrenamiento, un contingente del club partió a su departamento para corroborar que, si estaba, estuviera bien. Tocaron timbre largo tiempo y, ante la falta de respuesta y la preocupación en aumento, le pidieron las llaves al encargado del edificio. Lo encontraron profundamente dormido, pero en el piso. Cosas que se cuentan por Mendoza.
La genialidad es espasmódica. Por eso quizás a Carlovich le costaba la permanencia. Quedarse. Repetir, No podía alejarse mucho de su ciudad ni de su casa. Ni proletarizar sus dones con el entrenamiento cotidiano. A la misma hora, en el mismo lugar, con la misma duración.
Y cuando aceptaba las formalidades cuasi profesionales de un contrato, llegado un momento su reloj interno le marcaba la hora de la fuga. A veces corta, para airearse y regresar. Otras, definitiva. Una de sus especialidades era el mutis por el foro.
Ramón «Chupete» Quiroga, el arquero nacido en Rosario y nacionalizado peruano, lo conoció de potrillo, Coincidieron en Central, donde el Trinche hizo se debut en Primera en 1969 y jugó apenas un amistoso dos partidos oficiales. Fue una convivencia fugaz, de la que Quiroga rescata una anécdota que suele contar, entre divertido y asombrado, cada vez que surge el nombre del Trinche. Dice el arquero de Perú en el 0-6 frente a la Argentina en el Mundial 78 que una vez compartieron el cuarto en la concentración. Ya se sabe: esas reclusiones son un tormento para algunos futbolistas. En un momento, Carlovich quebró el letargo y abandonó la posición horizontal para anunciar: «Voy a comprar la Patoruzú y vuelvo». Todavía lo están esperando.
Una de las huidas que se convirtió en hit de las apostillas periodísticas ocurrió un día de tormenta, a poco de jugar ante Fénix (o Colegiales o Dock Sud). El Trinche dio por seguro que se suspendía por lluvia y se fue a dormir la siesta. Hubo que despertarlo de urgencia para empezar el partido. Según otro relato muy difundido, César Menotti lo mandó a buscar cuando dirigía el seleccionado argentino y Carlovich no estaba. Se había ido a pescar o algo así.
El propio Menotti da pie a esta versión. «El lo dice pero nunca me vino a buscar», desmiente el prócer de Central Córdoba este pilar de la antología. «Habría sido un honor», agrega. Y de inmediato desliza su jugada maestra e infiltra la duda: «Aunque yo de muchas cosas me olvidé». Lo que seguro no sucedió fue la escapada con la caña y la provisión de anzuelos y lombrices. «Nunca fui a pescar, no me gusta. Y mirá que me invitan, ch. En Mendoza también se decía que me iban a dar un yate para que me pudiera ir a pescar, así me sentía cómodo y me quedaba allá. Son cosas que se inventan.»
En tren de sugerir esparcimientos, habría sido más verosímil describirlo con los pertrechos de caza, una actividad acaso difícil de imaginar en alguien con su per- sonalidad contemplativa, pero que durante un tiempo, según dice, lo atrajo. Fue después de dejar el fútbol a usa de los achaques en la cadera. Pero no le duró mucho la práctica con la escopeta. Una noche, una liebre encanadilada avanzó mansamente hasta quedar a tres metros de la cuadrilla del Trinche. Y alguien disparó. A eso habían ido, después de todo. Sin embargo, el flamante cazador no pudo con la pena. «Entonces regalé todo: el arma, el aro, los cartuchos. Me gustaba, pero ese día dije basta.»
«Le cuento una anécdota», propone el Cura Vergara y retoma la palabra para situar al personaje otra vez en "dependiente Rivadavia. «Un día jugábamos con San Martín. La cancha estaba a cien metros de la vieja Ruta 7, que todavía no era autopista. Él sabía que el micro que lo llevaba a Rosario pasaba en el medio del partido. Así que para no perdérselo, pegó un codazo tremendo y hizo expulsar. Salió corriendo y se fue a la parada. Sé que ni se bañó porque me lo contó el utilero».
En Deportivo Maipú se mandó a mudar utilizando ; mismo recurso. La expulsión solicitada, por así decirlo. Era, se ve, lo más expeditivo y no requería el uso de palabra, las engorrosas justificaciones. Las razones que era incapaz de ofrecer para ese deseo irrefrenable de tomarse el palo a como diera lugar. Lo cuenta su ladero - entonces, el Ñoqui Galeassi. «Faltaban dos fechas pa que terminara el campeonato y se quería ir. Y se hizo expulsar contra Luján de Cuyo. Agüero, ese zaguero que después jugó en Estudiantes de La Plata, lo había seguido durante todo el partido. El árbitro ya me había advertido porque el Trinche se la venía buscando. “Ñoqui, decile que se deje de joder”, me avisó. Porque antes los referís hablaban con el jugador, no eran tan vigilantes. Pero el Trinche se quería ir, le metió una patada sin pelota a Agüero y le sacaron la roja. Cuando terminó el partido lo fuimos a buscar, pero ya se había ido. No siquiera a cobrar lo que le debían.»
Fuente: Extraído del Libro “ TRINCHE un viaje por la leyenda del genio secreto del futbol, de la mano de Tomás Carlovich”. Editorial Planeta Colección Caño. Año 2019.