Por
Rafael Ielpi
Los
rosarinos adinerados fueron los que dieron, si no origen, al menos sus
características peculiares al pueblo de Alberdi, surgido en esencia para ser un
escape, en la época veraniega, del centro de un Rosario cada vez más poblado. A
orillas del Paraná, con barrancas que le daban un aire agreste que mantendría
mucho tiempo y que incluso no ha perdido del todo en algunos trechos, se
constituiría en ámbito de emplazamiento de las grandes mansiones de algunas
familias de apellido notorio, que se trasladaban hacia el norte apenas los
calores amenazaban con instalarse.
Aquel pueblito suburbano de Alberdi había
nacido, en realidad, como promisorio proyecto inmobiliario de un miembro de la
clase acomodada rosarina, José Nicolás Puccio, que en julio de 1876, con un
almuerzo al que asistió incluso el gobernador santafesino Servando Bayo, dio
por iniciada la epopeya de poblar esos terrenos cercanos al río, para entonces
loteados y listos para recibir nuevos propietarios y vecinos. Buena parte de
dichas tierras sería adquirida por muchas de las familias ilustres de la
ciudad, que tomarían a la nueva urbanización como un lugar de descanso a
orillas del Paraná, capaz de hacer soportables los tórridos veranos, pero
también por inmigrantes decididos a instalarse lejos del centro pero con casa y
lote propio. A todos ellos se sumarían los que ya estaban radicados antes, en
muchos casos modestos habitantes de una zona entonces aislada.
Puccio, que había nacido en
Rosario el 30 de agosto de 1844 y había estudiado en Concepción del Uruguay, en
el Colegio del Uruguay, había fortalecido en aquel establecimiento fundado por
Urquiza su admiración por Juan Bautista Alberdi, compartida por la generación
de jóvenes estudiantes, provincianos y porteños, que cursaban allí sus
estudios, algunos de los cuales serían luego destacados protagonistas de la
vida institucional argentina, como Eduardo Wilde o Julio A. Roca.
Aquella admiración y coincidencia con la visión alberdiana de un
proyecto de desarrollo futuro del país a través de su poblamiento mediante la inmigración (aunque ésta convenientemente seleccionada y, además,
sajona) y de un fortalecimiento de las
"provincias interiores" que contrarrestara la hegemonía portuaria de Buenos Aires, iba a
concretarla Puccio bautizando al pueblo que proyectaba con el nombre del autor
de las Bases. Iría más allá:
ofrecería al ya entonces viejo
prohombre radicado en París, donde sobrellevaba una estoica pobreza, un terreno
en el pueblo que comenzaba a ser realidad, que aquél aceptaría con gratitud pero que no llegaría a conocer a su regreso al país, donde estaría poco más de dos
años.
Puccio,
que frisaba los treinta y dos años, escribe a aquél el 6 de agosto de 1876,
manifestándole su propósito y ofreciéndole la manzana número 23, donde Urquiza
había instalado su cuartel general en la campaña contra Rosas. "Me he
tomado la libertad contando el honor de su aceptación, de dedicara usted en
perpetuidad una manzana de que dejo mención y que ha de recordar siempre la
figura notable del que fue soldado de la libertad e hizo plantar sobre él su
carpa en 1851, y los acontecimientos que desde entonces cambiaron los destinos
de la Nación.
"Alberdi contestó el 18 de enero de 1877 desde Saint André de Fontenay, y
tras explicarle las razones por las que demoró su respuesta expresa: "De
tal valor es para mí el honor insigne que me ofrece usted de dar mi nombre al
pueblo que ha determinado erigir a las puertas del Rosario, sobre el río
Paraná, y el presente que usted me brinda de la manzana 23, situada en el punto
en el que general Urquiza estableciera cuartel general en esa campaña memorable
de nuestra historia. Siéndome imposible declinar un honor tan lisonjero,
perdóneme usted si tengo el coraje de aceptarlo, como lo hago, con todo orgullo
por su naturaleza, como agradecimiento por la inaudita generosidad de usted..
(Miguel
AngelDe Marco: "José Nicolás Puccio y su admiración por Alberdi", en
revista Rosario:
la fuerza de su historia,
N° 4,
abril de
2001)
El ofrecimiento de Puccio acordaba con la visión
que, por entonces, tenía Alberdi no sólo de Rosario sino de su perfil de ciudad prototípica dentro del proyecto de país que
él sustentaba. Francisco Cignoli, en su Centenario de la fundación del pueblo de Alberdi, incluye una carta de Alberdi a Juan María Gutiérrez en la que aquella
lejana ciudad aparece como una expectativa de vida en esos años cercanos ya a
la ancianidad: En Roma todo el mundo habita en la ciudad. En
Inglaterra y Norteamérica, todo el mundo vive en el campo. Los campos son más
cultos y elegantes que las ciudades. En Inglaterra los grandes colegios, las
célebres universidades, están en los campos.. Por mi parte, mi sueño dorado es
habitar en algún lugar de nuestras campañas. Ojalá pudiera tener una bonita
quinta cerca del Paraná o en el Rosario. Anhelo que Alberdi, como es sabido, no podría concretar.
Puccio debió esperar una década para que, ya
asociado entonces con Elias Alvarado tras el rotundo fracaso del primer
proyecto de urbanización (entre otras razones por la carencia del apoyo
oficial que esperara en vano de su amigo Servando Bayo), su perspicacia comercial
recibiera recompensa al verse incrementada la demanda de terrenos en la zona y
elevarse, consecuentemente, el valor de los mismos, convirtiendo el proyecto inicial
de consolidación de un reducto veraniego en un formidable negocio
inmobiliario. Lo sería, por ejemplo, para quienes, como Ciro Echesortu, se
convirtieron en propietarios de grandes extensiones de terreno allí y las
vendieron luego con ganancias considerables.
El nuevo socio de Puccio, que también era parte de la sociedad
inmobiliaria "Barguña y Alvarado", aportaría en 1884, año de la constitución
de la empresa, un conjunto de tierras en la zona norte de las que integraban
hasta entonces el proyectado pueblo. La nueva
sociedad haría un pingüe negocio, además, con una de las actividades más
usuales en el sector costero, que era al acarreo de arena, para el que
impondrían el cobro de un peaje.
Un año antes, La Capital señalaba lo promisorio de aquellas tierras como
enclave de un pueblo veraniego: El pueblo de Alberdi
cada día toma mayor incremento, levantándose nuevos edificios de recreo. Es el
punto más a propósito para pasar la estación canicular y será con el tiempo el
punto obligado donde vayan las familias a tomar los aires. Hoy a las 3 de la
tarde, los señores Barguña y Alvarado venderán en su casa y en público remate,
varios lotes de terreno en ese pueblo. La ocasión —aconsejaba el diario— no puede ser más
propicia para hacerse de un buen terreno, más cuando la venta se hace a plazos.
No tenía la misma visión optimista Crónica, otro de los diarios
rosarinos de esos años, que en lebrero de 1885 consignaba: El gran pueblo consta de una docena de casas y ranchitos, y si no
viene gente de Rosario o alguna familia de lejos, todo el contingente que va a misa
puede llegar al crecidísimo número de una o dos docenas de familias...
Sin embargo, apenas dos años más tarde, La Capital parecía dar cuenta de una mejor disposición de
los rosarinos a establecerse en la zona, aunque fuera por temporadas: La corta distancia que separa al pueblo de Alberdi de esta ciudad y
las ventajas que ofrece el tramway hace que muchos vecinos se resuelvan a
establecerse allí, escapando de los altos alquileres que aquí se pagan. Atenuando el interés crematístico consignado, añade el diario: Además, es aquel pueblo un punto de recreo...
Aquellos adinerados representantes de la
burguesía rosarina no serían sin embargo los únicos "dueños de la
tierra" en aquel bucólico sitio. Ana María Rigotti destaca que en realidad estuvo lejos de ser, exclusivamente, un idílico refugio de
los "ensueños bellos". En él coexistieron tres mundos superpuestos
relacionados por una compleja red de dependencias y rechazos que es posible
descifrar tras los remanentes urbanos y las crónicas de la vida cotidiana. Se
trata del mundo de los pioneros, mayormente inmigrantes, cuyo esfuerzo y
cohesión comunitaria hicieron posible su subsistencia y la del propio pueblo.
Luego, el mundo de una "aristocracia rosarina" que expandió sus
dominios a un ámbito rural civilizado en el afán de fortalecer su identidad y
legitimidad mediante prácticas exclusivas relacionadas con el bucolismo y el sport. Finalmente, el mundo de los
primitivos habitantes de la zona, que persistieron en la ribera junto a
criollos y extranjeros marginados del nuevo orden.
El eje del pueblo lo constituía el Bulevar San
Martín, conocido en sus comienzos como Calle Real, y luego Camino a San
Lorenzo, que se convertiría luego en bulevar con la presencia de un arbolado de
tipas, casuarinas, eucaliptos y uno que otro frondoso ombú, que le daban su
encanto suburbano; el mismo serviría, además, de escenografía del paseo de las
familias durante la temporada veraniega y en especial de los corsos de Carnaval,
que se extendían desde calle Vila a Gallo.
Los destacados desfiles
alberdinos se realizaban en el bulevar de tierra allá por la primera década del
siglo. Una comisión de riego, dependiente de la Comisión de Fomento,
debía evitar las molestias del polvo. Como decía la prensa "atraían a toda
nuestra sociedad". Veo ahora, vuelto niño otra vez, la claridad muy viva,
de variados colores, de las luces de Bengala, las copas encantadas, los
volcanes, las ruedas, las lluvias de perlas, el sol de Oriente; veo y escucho
restallar los cohetes voladores, los relámpagos con truenos; arrojo la
serpentina, el agua florida de los pomos y los globitos franceses que papá nos
compraba en gruesas, el papel picado —coriándoli, como decía el cartelito
del astuto gringo Puppo— y contemplo en fin, embelesado, el desfile de
disfraces, de carros y de grupos diversos, de murgas y comparsas, de aquellos
negros, pintarrajeados saltarines escoberos...
(Julio Imbert: Las margaritas, Enrique Rueda Editor, 1983)
Tendidas en el medio del bulevar, las vías del
Ferrocarril Francés, que unían a Rosario con Santa Fe, y las del tranvía N° 5
le otorgarían una dinámica especial hasta el levantamiento de las primeras
recién en 1928 pese a los pedidos de los vecinos en tal sentido y la posibilidad,
en el caso de los tranvías, de largos y por lo general accidentados y pintorescos
viajes al Rosario, en especial en la época de los tramways a caballo de la
empresa Rosarino del Norte, cuyos viajes finalizaban en la calle Progreso
(actual Gallo), a pocas cuadras de la Plaza Alberdi, y se extenderían, ya en el período
del tranvía eléctrico, hasta el límite con el barrio La Florida.
Junto
a la casa de Montserrat, "la casa de las cadenas", esperábamos a que
el 5, procedente de La Florida, nos levantase...
El traqueteante armatoste rodaba sobre sus rieles a lo largo de una zona de
espaciada edificación de casas quintas. Al llegar aArroyito, núcleo más
densamente poblado, subía una ruidosa bandada de alumnos de la Escuela Normal, a
las que les decían las batarazas, por el delantal de
cuadrillé gris y blanco que usaban. Pasando el arroyo Ludueña y dejando atrás
el villorrio al que éste daba nombre (hoy también barrio de la ciudad) se
cubría un par de kilómetros en descampado, hasta que se topaba con las barreras
de los sucesivos pasos a nivel de la complicada red ferroviaria, que a menudo
imponían interminables detenciones con las maniobras de los trenes cargueros.
Cuando finalmente se lograba cruzar la última barrera, el tranvía doblaba una
curva en la que la Avda.
Alberdi, nombre que tomaba la de San Martín (hoy Rondeau)
enArroyito, se convertía en calle Salta y avanzaba ciudad adentro...
(W. G. Weyland: El chalet de las ranas, Editorial Losada, 1968)
Sería sobre aquel Bulevar San Martín y sobre las
barrancas de la costa, hacia el este (como en el caso de la mansión de los Mac
Rouillón, cuyos terrenos lindaban prácticamente con el río), donde se
levantarían las residencias de muchas de aquellas familias de la ciudad que elegían a Alberdi como lugar de veraneo y descanso. Allí, las consabidas quintas albergarían mansiones más o menos ostentosas, m.,s
o menos pretenciosas o de mayor o menor buen gusto según los , casos, en
general respondiendo al modelo de las "villas" italianas, contestando
con el paisaje de casas bajas de las calles laterales, escasamente pobladas por
lo demás, y con los modestos rancheríos
de la costa, donde se arracimaba el criollaje
de la zona y mucha gente de escasos recursos y posibilidades, y donde mis de una de esas familias veraneantes iba a buscar el personal de
servicio que trabajara para ellos en aquellos meses de estadía en el pueblo.
Al pie de la barranca y
en terraplenes levantados mediante el desmonte de la misma, para evitar los
excesos de las periódicas crecientes del río, extendíase una multitud de
ranchos de tierra y paja, habitados por criollos de ínfima y miserable laya,
casi todos pescadores y nutrieros. Formaban una población marginal, una especie
de submundo que el pueblo rechazaba y en el que se veían mujeres harapientas y
ociosas, gandules que tomaban mate todo el día y chicos desnutridos y desnudos.
Era allí donde los que querían pagar poco reclutaban chinitas para el servicio
doméstico, donde los delincuentes hallaban refugio, donde sucedían los más
sórdidos dramas pasionales y donde el adulterio y los amores promiscuos e incestuosos
constituían hechos triviales. Cada tanto, damas de las obras parroquiales,
corajudas y retempladas de fervor misionero, osaban en sus incursiones llegar
al rancherío, a persuadir a los que vivían en pecaminoso concubinato para que
legitimaran su unión, hiciesen bautizar a los hijos y los mandasen a la
escuela. Fracasaban en todos sus intentos, y tenían que poner los pies en
polvorosa, rápidamente ahuyentadas por la repulsa de esa ralea feroz e
incomprensiva.
(Weyland:
Op. ci'f.)
Su subsistencia estaba estrechamente ligada al río y las islas: pesca,
cría de nutrias o de algún ganado. En los primeros tiempos compartieron con
los pioneros un nivel semejante de precariedad y probablemente estuvieron
diseminados por gran parte del pueblo fantasma. Pero lentamente —en la medida
en que ¡as diferencias se acentuaban y la propiedad de la tierra se hacía
efectiva—fueron empujados a las barrancas. Una marginalídad espacial que se correspondía con el
aislamiento de los del bajo. Eran los otros, con pautas de subsistencia y convivencia fuertemente diferenciadas de
las de los puebleros civilizados, que despertaban casi siempre miedo y, a
veces, caridad. Ejercida, seguramente, con buena fe por quienes
formaban parte de la clase pudiente rosarina, aunque residieran ya en forma definitiva
en Alberdi.
El
relato de las empresas caritativas de los Coyenechea es sumamente ilustrativo
de los modos de vida de los de la barranca y de cómo eran vistos
por sus protectores. La madre "iba con los coches y el personal para
hablarlos, para casarlos, porque vivían como animales". En tanto, su hijo
"Pedro iba a los ranchos para compartir, educándolos, pagando sus entierros,
dándoles una especie de crédito para que compraran vacas y las criaran en las
islas. Se mezclaba en las peleas para separarlos y, mientras vivió, no quedaban
borrachos en la zona... "
(Ana María Rigotti: "Villa veraniega y pueblo de trabajo. Alberdi
1876-1920", en Huelgas, habitat y
salud en el Rosario del novecientos, UNR Editora, 2000)
El centro de la vida social en el Alberdi
de entre 1900 y ya superados los primeros años de la década del 20, era la
plaza del mismo nombre (en cuyo predio se levanta hoy el Hospital Alberdi),
rodeada a principios del siglo XX por el mercado, el edificio de la Comisión de Fomento, que
servía de ámbito para todo tipo de actividades recreativas y de interés
vecinal, y la modesta capilla. La
Comisión fue, desde 1888, sucesora de la Comisión Higiene
y Socorro creada para coordinar las acciones y medidas que demandaba la
epidemia de cólera desatada el año anterior.
Lo
que más me atraía era la plaza, espaciosa, un tanto descuidada, de sombría y
vetusta arboleda, con el busto del prócer epónimo en el centro y el Palacio
Echesortu como telón de fondo. Enfrente, del lado opuesto de la avenida, abríase
una calle flanqueada de plazoletas y jardines arbolados, que conducía al río y
que en las barrancas tomaba el nombre de Bajada Puccio, en homenaje al fundador
del pueblo. Allí estaba la iglesia, de primitiva y muy humilde construcción,
pintada de amarillo, con una torre de poca altura a un costado y la casa
parroquial al otro, y un colegio de religiosas.
(Weyland: Op. Cit)
Los bailes de la Comisión de Fomento eran,
junto a los del Rowing Club, conocidos éstos como "bailes blancos",
verdaderos acontecimientos para la concurrencia. Esta se componía de quienes
constituían el centro del espectáculo, las familias importantes residentes en
forma permanente o eventual en la zona, y de la comparsa, constituida por los
vecinos afincados allí, que observaban aquellos eventos (bailes, corsos,
kermesses) con mucho de asombro, un poco de envidia y bastante de complicidad,
ya que la presencia de esas damas y caballeros era la que movilizaba y hacía
dinámica la vida de Alberdi desde las últimas semanas de cada año hasta el fin
del verano.
El
surgimiento de la concepción sportiva de la pida, que contaba
con la adhesión de los jóvenes, hizo florecer el club costero fundado por los
ingleses. Conjuntamente, algunas costumbres tradicionales desaparecieron y el
charleston reemplazó al país. Justamente en el Rowing Club se organizaba el 5
de enero el Baile
Blanco, otro
de los puntos culminantes de la temporada, donde se hizo obligatorio el traje
de etiqueta para los hombres y el vestido largo para las damas. Al respecto, la
historia de la fragmentación del club es altamente ilustrativa de la colisión
entre la "villa aristocrática" y los residentes permanentes de
Alberdi. La crisis sobrevino cuando se pretendió, y consiguió, instalar un
garito en el club como sucursal veraniega de uno que funcionaba en la calle
San Martín del ya célebre Rosario rufianesco. Fue en ese momento que algunas
familias pioneras y representantes del "pueblo campestre", se
separaron fundando otros dos clubes en la costa.
(Rigotti: Op. cit.)
Una crónica de Caras y Caretas, de los años inmediatos
al Centenario, dedica dos páginas de la revista a Alberdi, con fotografías de
algunas de las residencias más notorias (las de Escauriza, Rouillón, Mazza,
Gutiérrez, entre otras), describiendo ese paisaje suburbano que lo destacaba de
otros de la ciudad: El pueblo de Alberdi
que, en verdad, no es más que un apartado barrio rosarino, es tal vez el más
pintoresco de todos y tiene el privilegio de ser el más aristocrático. Por la
calle de Salta, ancha y larga, van y vienen los tranvías de la línea N° 5, que
es la que conduce a ese barrio, pasando por Sorrento, paraje en el cual ya se
descubren los primeros chalets de caprichosos estilos arquitectónicos, definiendo ¡a transición real
entre la ciudad que queda atrás y el campestre panorama que brinda al viajero
en una amable lontananza, la variada perspectiva de numerosos techos de cien
formas distintas y que parecen empinar sobre la fronda espesa que los circunda, sus minaretes diseminados en el paisaje multicolor, se entusiasma el enviado porteño.
La
quinta que fuera de don Manuel M. Sanguiuetti, "Villa Susanita",
ubicada en José Hernández y Curruchaga, debe ser una de las únicas (o la única) antiguas quintas de
Alberdi que conserva el edificio original, sin modificaciones, y a la vez
permanece en propiedad ¡le la misma familia. Fue construida en el año 1910 en
un estilo característico de su época (italiano con influencia catalana,
entiendo); su frente tiene dos plantas y en el contrafrente tres; además posee una
torre que termina en un techo a cuatro aguas. En su mejor época ocupaba casi
toda la manzana, salvo un pequeño lote en el ángulo N.E. sobre José Hernández.
Estas quintas no eran casas de fin de semana sino de veraneo. Los baños en el río
eran la principal atracción, especialmente en el llamado Croting, palabra humorística,
derivada de croto,
por contraposición al
Rowing, que quedaba en la bajada de calle Curruchaga, donde entonces había una
arenera. Durante los inviernos, por lo general, las casas quedaban cerradas,
con caseros. Solían tener breaks y sulkys, en los que los veraneantes pascaban
por el entonces pequeño pueblito; los proveedores (lechero, verdulero, plumerero,
etc.) también circulaban en jardineras tiradas por caballos. Desde la zona
céntrica, el acceso natural a Alberdi se daba por intermedio de tranvías que
circulaban por el centro de la actual Avenida Alberdi y el Bvard. Rondeau. Este
último tenía, también en su parte central, una frondosa arboleda de eucaliptus,
derribada por el intendente Luis Carballo en la década del 60.
(Dr. Roque Sanguinetti Loza: Testimonio personal recogido el 21 de
julio de 1998)
El anónimo cronista de la revista fundada por Fray Mocho, viajero de
uno de aquellos ruidosos tranvías de la época, matiza sus impresiones con una
que otra pincelada pintoresca: Por las dobles vías del
N" 5, el ir y venir de los tranvías es incesante y la multitud que en
ellos se traslada de la ciudad al campo sorprende en el trayecto los cuadros
más diversos. A veces, un tren se acerca al tranvía, paralelamente, siguiendo
su misma dirección, y por las ventanillas de los vagones relucientes asoman sus
cabecitas criaturas contentas que tienden los brazos y agitan pañuelos y se
burlan de la solemnidad del tranvía que corriendo a todo correr se queda
atrás... Un trozo del Paraná al
fondo de una calle arbolada y solitaria; un automóvil que avanza a los brincos
realizando prodigios para no estrellarse contra el tranvía; un enorme edificio
en construcción: todas esas cosas se encadenan en multitud de aspectos
sugerentes, haciendo olvidar al espectador que se dirige a Alberdi las
preocupaciones de la vida comercial, predisponiéndole al solaz, a la
tranquilidad que le esperan en el barrio veraniego... Parecía haber quedado definitivamente atrás, en los años del Centenario a los umbrales de las década del 20, la presencia de individuos armados que con sus asaltos y robos tienen
alarmados a los vecinos, que denunciara La Capital en 1893.
En la ya citada La novela social, publicada en 1904, se encuentra también una descripción del incipiente
pueblo: Alberdi es un lugar veraniego próximo a la
ciudad de Rosario de Santa Fe, sitio de querencia para muchos, y muy
especialmente para las familias muy acomodadas de la sociedad rosarina. En los
días rigurosos de estío, este pueblo se ve invadido por un sinnúmero de
familias que hacen la delicias de la villa con sus veladas nocturnas, bailes
familiares, paseos por el Boulevard San Martín, por las cuestas de las
barrancas, por las plazas, por los alrededores, con sus improvisadas cabalgatas
y otras manifestaciones más de la vida holgada, de suerte que se espera la crudeza
del invierno para abandonar de buen talante la aldea y volver a la ciudad. Más allá del proverbial tono contestatario que tipificaba su única
obra conocida, Suríguez y Acha señalaba sin embargo algunos aspectos positivos
del Alberdi finisecular.
El
pueblecito es un tanto pintoresco, pero no tanto para merecer los honores del
veraniego, nada tiene de simpático, atrayente y hermoso, si se exceptúan los
atractivos naturales que ofrece el caprichoso río Paraná con sus aguas tersas
que bañan las orillas orientales del pueblo, surcado constantemente por barcos
que distraen la vista y el declive de sus quebradas barrancas. Fuera de ello,
no hay nada que sustraiga el interés del paseante: no hay arboledas, a
excepción de los altos eucaliptus que en línea paralela sirven de guarda a las
vías del ferrocarril que atraviesan su amplia Avenida San Martín; no hay
bosques, carpas de esparcimiento o caprichos de la naturaleza que encanten o
conviden al deleite; es en fin infecundo en manifestaciones poéticas que
arroben el ánimo y conviden a la meditación. Lo único que se respira allí es
salud y reposo. Lo elevado del terreno permite hacer de esta villa un lugar de
habitación sano y fortificante.
(Suríguez y Acha: Op. cit.)
En la Plaza Alberdi, por
su lado, además de las retretas musicales animadas en los años finales del
siglo pasado e inicios del presente por la banda del Regimiento 11 de
Infantería, alojado por entonces en el edificio de la que fuera una fábrica de
jabón de la zona (la de Wilmerth), se centraban los festejos de Carnaval,
actividades todas que demandaban la presencia y la organización de los hombres
y mujeres de respetables apellidos rosarinos, entre ellos pioneros del pueblo,
como Pedro Goyenechea, ajeno a la ostentación excesiva de otros, con una mentalidad
vinculada más a lo rural que a lo urbano y hondamente arraigado en la zona.
Rigotti señala en su imprescindible Barrio Alberdi. Memorias urbanas para su futuro, las peculiares características de Goyenechea, cuyos familiares siguen
siendo todavía reconocidos habitantes del barrio de Alberdi: Poseía grandes estancias y amaba la vida del campo, pero temía llevar
a su mujer y a sus hijos tan lejos de la ciudad, exponiéndolos a peligros. A
través de los recuerdos de su hija se perfila un exponente del estanciero
hidalgo que ahora traslada sus afanes al progreso y supervivencia del pueblo.
Considera que el porvenir de Alberdi es su responsabilidad y que depende de él.
Desde la Comisión
de Fomento logra reemplazar el tranvía de tracción a sangre por el eléctrico
("Por la vereda de enfrente para que no digan que lo haces por
nosotros", le dice su mujer). Otras de sus preocupaciones son traer el
agua y la luz al pueblo. Llega a temer que con su muerte desaparezca la aldea,
por lo que realiza un plebiscito para que se decida la posible anexión a
Rosario. Resulta positivo y muere tranquilo en 19 í 4 con el proyecto en las
Cámaras. Los Echesortu, los Mazza y sobre todo los
Rouillón, cuyo prestigio y estilo de vida eran poco menos que legendarios en el
lugar, se contarían asimismo entre los promotores de aquellas lejanas
recreaciones pueblerinas.
Cada
año, el Día de Reyes, frente a los escalones de mármol que conducían al
interior, asistíamos los vecinos, acomodados en amplias tribunas improvisadas,
flanqueadas por corpulentos abetos, palmeras y araucarias, al espectáculo de
los números circenses. La matinée concluía con el obsequio de juguetes. Y con
frecuencia asistíamos, por las noches, desde los canteros de la plaza, al
desfile de los lujosos automóviles y elegantes personajes que llegaban a la
fiesta de los Rouillón. Eso pertenecía a la intimidad, que los interesados
sabían conservar influyendo en las autoridades municipales para que las calles
que rodeaban a la villa continuaran de tierra cuando desde hacía varios años
muchas de la zona habían sido pavimentadas con cemento hidráulico. Una manera
de aislarse del mundo exterior: isla encantada a cuya vera podía
accederse salvando, por los pasos, el yuyal y el agua de las zanjas...
(Imbert: Op. cit.)
Cierta actitud paternalista de aquellas
familias adineradas les otorgaba asimismo un prestigio adicional entre el
vecindario permanente de Alberdi, aun cuando el progreso del pueblo estaría más
ligado a los esfuerzos de esos pobladores estables y más humildes que a la
decisión de aquellos que sólo pasaban allí los veranos, aunque en muchos casos
tuvieran el suficiente peso político en la ciudad como para influir en la realización de algunas de
las obras que reclamaba el lento pero seguro crecimiento del pueblo, que recién
contaría con el progreso que implicaba la luz eléctrica en 1915.
Estos "vecinos notables"
buscaban más bien que el desarrollo que trae consigo el progreso no viniera a
perturbar la tranquilidad de la zona, a hacer peligrar la privacidad de sus
mansiones y a convertir al pueblito veraniego y casi privado, en un barrio más.
En ese sentido, el ejemplo de Rouillón es válido: por su inserción en el lugar,
a través del paternalismo que ejercía, por un lado, y por no haber aportado las grandes mejoras que
Alberdi demandaba, desde su cargo de Intendente Municipal en los años 20, por
el otro.
No es casual, entonces, la creación de una
agrupación vecinal entre 1917 y 1918, para impulsar a través de la misma
algunas obras que no se conseguían buscando el apoyo de los ilustres, más
interesados en todo caso en mantener el carácter de apacible villa de recreo
de la zona.
Rigotti señala: En ese apacible cuadro evocativo compagina mal un virulento documento
fechado en 1917 y firmado por el Comité Pro Saneamiento Comunal que denunciaba
los manejos de la Comisión
de Fomento, "que derrocha en música y masitas el dinero sustraído de los
bolsillos de un pueblo pobre". En su lugar propone encarar un programa de
reformas indispensables para los habitantes permanentes, los mismos que por su
abrumadora mayoría habían optado por la anexión a Rosario en el plebiscito de
1913. Esta constituyó la medida más audaz contra "la deplorable situación
de abandono y desquicio en que se encontraba el importante pueblo de Alberdi y
a la indiferencia proverbial de las comisiones vecinales que, salvo para las
fiestas y carnavales, no dan señales de vida, contagiadas tal vez por el
ambiente de este pueblo propicio al goce tranquilo y patriarcal de una existencia
sin preocupaciones, y la completa falta de iniciativas que signifiquen un
mejoramiento y un progreso".
Un cuestionamiento sin medias tintas dirigido
contra algunos de los expectables miembros de la burguesía rosarina, un año
antes de la anexión de Alberdi a Rosario como uno más de los barrios de la
misma. Aquellos notables, como Rouillón, ejercían la solidaridad hacia los
vecinos de maneras distintas, cercanas todas ellas a la mencionada beneficencia
paternalista.
El aporte más notorio de Rouillón al que ya por
entonces era barrio rosarino fue, en 1922, la colocación de la piedra
fundamental de la Plaza
Santos Dumont, uno de los lugares atractivos, aún hoy, de la
zona. El 5 de noviembre, a bordo de un pequeño vapor, el "Marie", de
propiedad de la empresa del puerto rosarino, el célebre aviador brasileño
arribó a la costa de Alberdi para asistir personalmente a la ceremonia de
imposición de su nombre a aquel paseo público. Alberto Santos Dumont, pionero
de la aviación mundial, que sobrevolara en globo la Ciudad Luz sobre los
finales del siglo XIX, reunía las condiciones suficientes como para
convertirse en un ídolo popular, lo cual movilizó a la casi totalidad de los
vecinos, cerca del mediodía, para conocerlo y aplaudirlo.
El aviador llegó acompañado por el intendente
Rouillón, autoridades provinciales y miembros de la embajada brasileña, como
correspondía a un connacional tan ilustre. La comitiva ascendió las escaleras
de la Bajada Puccio
(la primitiva Avenida Sarmiento) y en el predio comprendido entre Superí,
Freyre, Alvarez Thomas y las barrancas, que fuera antes el viejo corralón
deTironi, se colocó la piedra fundamental de una plaza que tardaría un par de
años en terminarse, aun cuando las nutridas cuadrillas municipales habían
dejado el agreste predio, en sólo 48 horas previas a la llegada del homenajeado,
convertido en un prolijo espacio verde. El discurso del intendente fue el
prólogo al almuerzo en "Villa Hortensia", en honor de Santos Dumont,
y a la recepción en el Jockey Club, por la noche, donde el brasileño pudo
codearse con un premio Nobel de Literatura, el español Jacinto Benavente, que
estaba en Rosario en tren de conferencista.
Algunos años antes, en 1914, Caras y Caretas había vuelto a elegir
al pueblito veraniego como tema de una de sus "crónicas rosarinas",
con el título de "Impresiones de Alberdi" y fotografías de la Bajada Puccio, el
Rosario Rowing Club y un par de escenas con alegres niñas viajando en
automóviles y sulkys. El autor de la nota, Humberto Félix Castro, exaltaba
tanto los celebrados jardines como los chalets alberdinos, con un estilo que no por detallista dejaba de ser menos enrevesado.
En un solo golpe de vista descubrís capiteles de
exuberancias corintias, abacos exóticos, columnetas de hierro hueco y sonoro,
de forma hexagonal, bajo entablamentos raros, luego claraboyas de arcos
trebolados y encima de todo, los inevitables tetraedros truncos, de paramentos
escamados color pizarra, a la manera norteamericana. Felizmente, las hábiles
enredaderas exornan con sus caprichos espontáneos el conjunto de todas las
enjalbegaduras de yeso, trepando hasta los techos audazmente; y es interesante así, ver a las niñas
formales y a los papas dichosos, acogerse a su fresca sombra en los altos corredores, entre
ajimeces complicados, o tras los pretiles lujosos, o en el centro del
paréntesis que abren sus bronces destellantes frente a las escalinatas de albos
mármoles alzados sobre el césped húmedo, se entusiasmaba Castro, nadando en una literatura para arquitectos.
Menos pretencioso, el uruguayo (afincado en Rosario) Manuel Núñez
Regueiro había pintado, en su novela Sonámbulos, de principios de siglo, el paisaje costero de Alberdi, sin omitir la
mención de otros habitantes que no eran precisamente miembros de la alta burguesía
rosarina: Barrancas quebradas, casi rotas o hechas a tajo,
de declives risueños orlados con plantas herbáceas y coposos arbustos, donde se
ven en salvaje concierto desde la venenosa cicuta, la punzante ortiga y el feo
cardo, hasta la blanca margarita, la rara begonia, la rastrera malva y la
cárdena verbena. A veces, y como perdidas entre la maleza, se ven las lindas
petunias y las rosadas ligulatas que hacen agradable riña con el "mal de
ojo", la flor de sapo y alguno que otro mediano cactus. Y allí mismo, casi
en la sombra que prodigan esos incultos matorrales, se destacan pobremente como
puntos negros, una que otra casilla o ranchos que generalmente sirven de morada
a la indigencia de seres pálidos, oscuros y enfermizos.
Aquella condición de "villa veraniega"
se mantendría desde finales del siglo XIX hasta entrada la década del 20, con
las quintas tradicionales que exhibían sus "castillos" o
"palacios" y las residencias familiares de gran porte: las de
Sotomayor, Pita, Clérice, Muzzio, Castagnino, Cánovas (luego Montserrat),
Goyenechea o la de Puccio, que sería originariamente de éste y cuya
construcción estuvo a cargo de la empresa de Juan Canals, en la época de la
realización, también por el mismo, del palacio de los Tribunales de Justicia.
La residencia de Puccio pasaría a ser luego Palacio Echesortu y finalmente
"Villa Hortensia", a la que Weyland define como uno de esos pretenciosos monumentos afrancesados con que a fines del
siglo anterior la oligarquía, asombrada y ensoberbecida de su súbita riqueza,
significó el repudio de su raíz y tradición criollas. No sería sin embargo la única.
Frecuentábamos
los alrededores de la casona de don Alfredo Castagnino. Toda la manzana, menos,
naturalmente, la parte trasera que daba a las barrancas del río, estaba rodeada
de anchos muros de algo más de un metro de altura, sobre los que se erguían
gruesas verjas de lanza, como las de Villa Hortensia. Las veredas eran de tierra
y hacia las orillas de las zanjas había viejos y elevados pinos que producían
pinas escamosas. Allí podíamos trepar a las verjas impunemente, lejos de la
mirada de nuestros padres, y los declives de la barranca —en la pronunciada
bajada en que se convertía súbitamente la calle Vila, al cruzar Alvarez Thomas— «05 permitían también subir
y bajar por tortuosos y peligrosos senderos que nuestros zapatos habían trazado
de tanto transitarlos... El chalet de Rouillón, como lo llamábamos, en
realidad nada tenía de tal, es decir de casita suiza, porque sus dimensiones no
eran precisamente reducidas ni su construcción se alejaba de la de una mansión
solariega. Pero así nombrábamos al importante edificio cuya cúpula nos
orientaba por encima de casas y árboles cuando nos alejábamos hacia otros
barrios del Oeste, de características más humildes y que menos niños al ser el
habitat de vagabundos y linyeras.
(Imbert: Op. cif.)
Superviviente, como Villa Hortensia, de aquel
esplendor del pueblo de Alberdi, la antigua residencia conocida entonces como
"Casa de las cadenas" (hoy perdida en el medio de una manzana ocupada por un complejo
educativo que la tiene como núcleo de la parte administrativa del
establecimiento), testimonia con su presencia la perduración de aquella época
en que la zona era villa veraniega de los rosarinos adinerados.
La
propiedad más importante de las inmediaciones era la casa de los Montserrat. Quedaba
sobre la avenida y ocupaba toda la manzana. Perteneció a un señor Cánova y luego a la familia
por cuyo nombre se la conoció posteriormente. Consistía en un caserón de
paredes blanqueadas a la cal y edificado sin las pretensiones de dudoso buen
gusto que aleaban las construcciones finiseculares. Su estilo respondía a los
conceptos de sencillez y amplitud de la vieja arquitectura criolla, que tanta
sugestión romántica posee; un parque de tupida arboleda ocupaba el terreno, y
en un rincón una glorieta en forma de gruta artificial, de cemento, ponía el
único detalle barroco y desacorde. Al frente, hacia la avenida, verjas de
hierro sustentadas por pilares de poca altura, y a los lados y al fondo, un
tapial con vidrios de botella en el remate, circunscribían la manzana; cadenas
de gniesos eslabones rodeaban las aceras, para impedir el paso a los animales
sueltos y errabundos. Los postes de quebracho que las sostenían, distancia de
tres metros uno del otro, dábanles una caída que muchas generaciones de chicos
utilizaron para columpiarse. Las cadenas eran el atributo más saliente y
curioso de la casa de Montserrat: en el pueblo la distinguían y mencionaban por
ellas.
(Weylad: Op. cit.)
trastornos
causaba al vecindario. Tratábase este juego de golpear con un palo de madera
dura otro cilindrico de unos 20 o 25 centímetros para
lanzarlo lo más lejos y alto posible.
(Imbert: Op. cit.)
El pionero Nicolás Puccio no asistiría al desarrollo y crecimiento de aquel pueblo que lo tuviera como uno de sus
gestores principales, y al que, al contrario de muchos otros adinerados
contemporáneos suyos, no impondría como nomenclatura su apellido. No contaría
con la ayuda de la fortuna en
algunos negocios ni podría responder a deudas importantes, algunas de ellas contraídas con
bancos con sede en Rosario, a lo que se sumaría el costo desmedido de la villa que hiciera construir y que nunca habitaría con su numerosa familia. Fue la imposibilidad de afrontar gastos
finales de la hoy conocida como "Villa Hortensia" lo que lo obligó a vender la misma a Echesortu. Según confiables testimonios, su hidalguía lo llevó a la extrema decisión del
suicidio (situación que se ocultó tras la justificación de una muerte
inesperada) mientras quedaban poco menos que en la indigencia su esposa y los
once hijos del matrimonio.
Fuente: extraído de
libro rosario del 900 a
la “década infame” tomo III editado 2005 por la Editorial homo Sapiens
Ediciones