Gaev: ¡Amigos míos, queridos amigos míos/Abandonando para siempre esta casa, ¿puedo yo callar; puedo contenerme, para no manifestar; al despedirme, aquellos sentimientos que llenan ahora todo mi ser? Anton Chejov, El jardín de los cerezos, Acto IV
La mansarda se estremeció ante los embates, hasta el punto de hacer tambalear su estructura: la pica, cada vez con más fuerza, se incrustaba en las pizarras, haciéndolas saltar en pedazos; poco después, las piquetas de demolición se ensañaron con la mampostería, con las guirnaldas y rosetas, arrancándolas de las paredes. Inesperadamente, un derrumbe estrepitoso alarmó a los que transitaban por bulevar Oiuño y Mendoza, que contemplaron, atónitos, el hundimiento de un gigante: el ex palacio de los Elia (vendido a los .Alabern, en 1945), que se desmoronaba inmediatamente ante la indiferencia de la ciudad. "Se va una época, desaparece una generación" —se lamentó histriónicamente una señora que observaba el espectáculo.Y quizás tenía razón; la muerte del coloso iba más allá de la destrucción arquitectónica: simbólicamente, caía el último bastión de la clase alta rosarina, por donde desfiló, durante años, un grupo humano que esgrimió el poder político y económico del país.
Quizás no sospecharon, los descendientes del patriciado, que a partir de 1930 cambiaba la historia del país, y que el trono les sería arrebatado, años después, por una nueva clase social que no fundó su imperio en el campo o en la ganadería, sino en la industria: la de los empresarios, que hizo eclosión hace 25 años, aunque se empezó a gestar con el siglo, a través de abuelos pobres y analfabetos, y de padres que no escaparon a los rigores de la pobreza, pero que, curiosamente, tuvieron visión empresaria.
Para las familias patricias, que basaron su influencia entroncándose con los fundadores del país, el punto histórico de partida tiene una fecha precisa: a mediados del siglo pasado, produjeron el primer 'despegue" de Rosario, a través de las tierras y del comercio. En 1852, con la declaratoria de ciudad, ciñen el cetro del poder los Garay, Lassaga; Colombres, Goilán, Machain, Ortiz y Lejarza; fueron los primeros abogados y escribanos de la ciudad, y su estilo de vida difería fundamentalmente de las primeras remesas de inmigrantes, trabajadores y ahorrativos: la clase alta rosarina, en aquel entonces, ponía el acento en el señorío como mecanismo de diferenciación frente al aluvión inmigratorio. La Constitución de 1853, por otra parte, facilitó este despegue: eliminó algunas restricciones ancestrales que constreñían a Rosario, y una avalancha de porteños, cordobeses y santafesinos se apoltronaban en la ciudad (económicamente promisoria-y políticamente más tranquila): en 1855, Vicuña Mackenna comprueba la existencia de 20 manzanas; almacenes "suntuosos" como los de Buenos Aires; dos hoteles "regulares"; dos cafés, que mezclaban el estilo criollo con el francés; una sastrería civil y militar; una librería, y varios talleres de artesanos piamonteses. La prosperidad y el crecimiento sé aceleran vertiginosamente: en 1856, restallan 202 casas de negocios, para una ciudad que no pasa de 4 mil personas; en 1858, Rosario triplica la población de Santa Fe, con 9.785 habitantes. La colonia extranjera, asimismo, lograba integrarse con los rosarinos: españoles, italianos, franceses e ingleses, engrosaban el poderío de la ciudad.
Inesperadamente, en 1889 la clase alta comienza a percibir un cambio, a partir de una catarata de inmigrantes que se enriquece día a día con las actividades comerciales, y que se perfila, dentro de Rosario, como factor de poder. Desde luego, el patriciado ignora a este grupo humano, y trata de defenderse a través de algunas actitudes: "No me traigas a casa a nadie que no sea hija de mis amigas" era el leit motiv preferido de las madres, a fines del siglo pasado; mezclarse únicamente con los europeos cultos, especialmente ingleses y franceses, caracterizó también a esa generación. Los hijos de los inmigrantes estaban lejos de participar de los esplendores de la clase alta: por el contrario, el trato era abominablemente formal (con los normalistas, por ejemplo) y la amistad era algo que escapaba a los cánones de la época.
Pero los inmigrantes, a la vez, tenían sus propias reglas de juego; los italianos (en su mayoría, genoveses), reunían un capital, establecían un negocio y con el producto compraban tierras y casas, multiplicando sus fortunas; surgían por el propio esfuerzo, trataban de enriquecerse, y esencialmente, educaban a sus hijos. Las pautas de fines del siglo pasado imponían, para trepar la pirámide, un título universitario: los hijos de verduleros, carboneros o carpinteros, modificaron su estatus a partir de su ingreso en la universidad; en efecto, del conventillo, un hábitat de rigor para la generación de sus padres, pasaron a ser médicos, abogados o normalistas, un imperativo para ejercer cargos políticos. La beneficencia fue el campo de batalla preferido para las mujeres: sus nombres están vinculados a obras importantes, como por ejemplo el Hospital Italiano y el Hospital Español. Ideológicamente, el inmigrante no había abandonado sus creencias europeas, hasta el punto de trasladar a Rosario los axiomas del liberalismo, la masonería, o los postulados de los garibaldinos y carbonarios; una estatua de Garibaldi estuvo, durante años, en el patio de la Masonería (Laprida al 1000), hasta que se autorizó a emplazarla en un lugar público. También hubo grupos ácratas; en 1893, aparece Demoliamo, un periódico anarquista con un slogan delirante ("La propiedad es un robo") y una periodicidad algo dudosa: "Esce quando esce. Non si fanno abbonamenti".
Los símbolos de antaño
El dinero, sin embargo, logra abrir las puertas de la ciudad para los hijos de loá inmigrantes: el hermetismo del patriciado empieza a desfallecer, ante la posibilidad de casar a sus hijas con jóvenes acaudalados. "En aquella época —deslizó a BOOM un miembro de la clase alta— los muchachos estancieros, o lo ue trabajaban en las reparticiones públicas, no eran mejor vistos que los descendientes de inmigrantes; las fortunas empezaban a tallar". Esa apertura tuvo una consecuencia directa, contundente: los Sugasti, Rouilíón, Echesortu, Pinasco, Staffieri, entre otros, son aceptadós por las familias patricias, a cambio de la prosperidad económica.
Este nuevo contingente se volcó decididamente hacia el radicalismo; en algunos casos, optaron por los demócratas progresistas, a partir de que, en las elecciones nacionales, la consigna era votar por los radicales. Las listas, curiosamente, se confeccionaban en el Club Social, la Única institución comme fi faut del momento: el Jockey Club estaba invadido por nuevos ricos, y para ingresar, sólo se exigía tener dinero. Porque ninguna institución identificaba a los miembros de clase alta como un club; la discriminación y el "pequeño comité" eran los engranajes primarios que se esgrimían contra los advenedizos. El Fénix, el Club Social, y posteriormente, el Club Rosarino de Pelota fueron los santuarios del patriciado, una actitud que jamás cesó, a pesar de los embates de los demócratas progresistas: Lisandro de la Torre se negó a asociarse al Jockey Club.
Los símbolos de prestigio brotaron sorpresivamente, como consecuencia de los matrimonios con los miembros de la clase alta, y el ingreso al gran mundo impuso condiciones que pocos dejaron de cumplir; en efecto, el cementerio de El Salvador albergó panteones pomposos, que reproducían los oropeles del cementerio de la Recoleta; el bulevar Oroño se convirtió en la arteria á la pa ge, donde surgieron palacetes, en su inmensa mayoría franceses, que trataban de reeditar el fasto de la Avenue Foch, de París: una respuesta generacional de los que reunían apellido y dinero.
Paradójicamente, la resistencia de los fundadores de Rosario hacia los inmigrantes y su descendencia se vuelve a repetir en plena década del 60; en la actualidad, la resistencia pasiva de la clase alta va dirigida contra la nueva clase empresaria, que surgió hace 25 años, a partir de la industrialización del país: después de la Segunda Guerra Mundial, se abre paso hacia la cúspide de una generación de descendientes de inmigrantes más recientes. Pero este ascenso vertiginoso trajo, como consecuencia, un cambio de estructuras: el ocaso de la clase alta del poder económico y político. Pocas familias conservan intactas, o aumentadas, las fortunas que poseían en las tres primeras décadas del siglo: después de 1930, la curva descendente alcanza proporciones alarmantes para una mayoría abrumadora. "La crisis fue un golpe demasiado duro —analiza un estanciero venido a menos—; la industrialización posterior también fue un disparate: produjo todos nuestros males. Tan bien que se vivía exportando materia prima e importando productos extranjeros mejores y más baratos! En realidad —agrega excitado— la industria es ruinosa porque crea el proletariado urbano industrial, que es una amenaza para la gente decente: en vez de estar cultivando la tierra en Santiago del Estero, por ejemplo, vienen a la ciudad y pretenden vivir como ricos. Menos mal que la CGT. está dividida: de lo contrario, gobernaría al país".
Una clase alta en decadencia, como es la rosarina, no puede oponerse a una clase empresaria que tiene el poder del dinero. Hoy en día, se realizan muchos casamientos entre miembros de la clase alta y de la clase empresaria, en última instancia, entre el apellido y el dinero.
Fuente: Extraído del Libro " BOOM La revista de Rosario Antología". Edición de Osvaldo Aguirre. La Chicago Editoria. Año 2013