Escudo de la ciudad

Escudo de la ciudad
El escudo de Rosario fue diseñado por Eudosro Carrasco, autor junto a su hijo Gabriel, de los Anales" de la ciudad. La ordenanza municipal lleva fecha de 4 de mayo de 1862

MONUMENTO A BELGRANO

MONUMENTO A BELGRANO
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miércoles, 15 de mayo de 2013

EL COMERCIO CALLEJERO


Por Rafael Ielpi
Los avatares del progreso llegados con el nuevo siglo iban i modificar la ciudad casi radicalmente. El viejo y pintores) o tramway a caballo tendría un sucesor no menos ruidoso en el tranvía eléctrico; las casas chatas empezaron a ser humilladas por imponente residencias de dos y hasta de tres pisos; se pavimentaban calles, se las iluminaba, se abrían avenidas, se formaban barrios.
Grandes tiendas e imponentes almacenes, en el centro del Rosario, no impedían la proliferación, en la misma zona y en todas las que esta­ban ya pobladas o comenzaban a serlo, de todo tipo de negocios, desde los modestos almacenes con despacho de bebidas a panaderías, fon­das, mercados donde proliferaba una especial población, mercerías, corralones, pequeñas y grandes industrias, talleres, etc.
No lograría aquel avance, sin embargo, desterrar por mucho tiempo a ese comercio callejero vocinglero, confianzudo, pintoresco, que desde fines del siglo XIX solía recorrer las calles de la ciudad, cada uno con su pregón o sus peculiaridades distintivas, algunos caminando, otros a caballo o sobre un carro; algunos con canastas pesadas, otros con carri­tos de mano, pero todos empeñados en ganarse el sustento gracias a la calidad de su mercancía o a sus habilidades de vendedor.
Todavía en el Centenario, ya desaparecidos algunos de estos tipos urbanos pero de ninguna manera la mayoría, Monos y Monadas analiza el fenómeno de esos vendedores ambulantes: Es algo que forma parte hoy de la vida doméstica, mal que les pese a los puesteros de los mercados. La sir­vienta, la señora y los niños esperan la llegada del ambulante como la de un pariente queridísimo; la primera por evitarse cotorreos; la segunda por comprar ella misma; y los últimos por la yapa.

Dada la vida que la generalidad de los vendedores hace en el Rosario, poca ganancia les es menester. Tan poca que una insignificancia de centa­vos bastan y sobran a algunos. Obsérvese, si no, la vida de los turcos, los que a voz en cuello pregonan mercaderías de un solo precio: 20 centavos. Cada mercancía tiene sus vendedores especiales. Las naranjas, los toma­tes no son pregonados por otros vendedores callejeros que los italianos; los pescados de río y las sandías por otros que no sean criollos; los quesos y las gallinas por otros que no sean españoles, y así cada artículo y cada nacionalidad.
("Vendedores ambulantes", en Monos y Monadas,
27 de agosto de 1911)

La nota de Monos y Monadas anotaba un hecho digno de aten­dérsela posibilidad que aquella condición de "marchantes", de comer­ciantes callejeros, daba a más de uno para ir acumulando un capital que
muchas veces alcanzaba niveles importantes, al punto de permitirles el regreso, siquiera eventual, a su patria, como ocurriera con aquel verdulero conocido como "Carusito", al que la revista consignaba en viaje a Italia. Por el Centenario, e incluso bastante después, el desfile de aquellos hombres generalmente dicharacheros que galanteaban alas muchachas de la servidumbre, era permanente y cotidiano. En los barrios, pertenecían casi a la escenografía cotidiana, del mismo modo que a la memoria de quienes fueron testigos de ese tiempo.

A la tardecita, solía aparecer el vendedor de lupines, con las bolsas cho- rreando agua colgadas a los lados del caballo. Era un hombre irascible que insultaba sin más ni más. Pero los. lupines tenían un gusto especial: quizás en el agua del remojo echaba los puchos del toscano... Una vez .1/ mes golpeaba el llamador de la puerta el vendedor de piezas de música, con el fardo de los valses y los tangos bajo el brazo: "Adiós, Taboada"; "Langosta"; "Trapo viejo"... Otro vendedor lo mandaba La Porteño en coche de plaza. De las valijas sacaba esencia de flores para hacer perfume, y frasquitos de esencias para licores: anís, pippermint. Todas las semanas, y a domicilio, teníamos a la vieja de los manises, menuda, consumida. Le mirábamos los brazos con tatuajes azules. Ella decía que era turca y que la nuera la mandaba a vender. A eso de las 10 gritaban los carboneros de El león del carbón, desde los carros: "¡Carbón fuerte, carbón flojo!", que entraban a la casa en grandes bolsas de arpillera. También pasaban los hueseros, con los carros cargados de huesos que llevaban a la Refinería Argentina, perdiendo a veces una costilla o un caracú...
(Foresto de Segovia: Testimonio citado)

El 27 de agosto de 1911, Monos y Monadas aportaba otra visión: El vendedor ambulante es el comerciante más dado a la competencia. Ofrece sus mercancías a precio de costo cuando comprende que le trabajan el cliente y lleva la competencia hasta el terreno de los hechos. Eso sí: para evitar clavos se prestan mutua ayuda. El vendedor está, por esa causa, mezclado en los chis­mes del vecindario que recorre. Para averiguar las finanzas de cualquier vecina orgullosa no hay más que interrogar al verdulero u ofrecerle un dato interesante para el negocio, que lo obligue a parlar. Esto lo saben bien las comadres, que tan a sangre y fuego llevan las habladurías.
Lo cierto es que aquellas presencias cotidianas en las calles de la ciudad, con sus peculiaridades, sus picardías y su necesidad impe­riosa de ganarse la vida, formaron parte de la vida diaria de vanas generaciones de rosarinos para los que su recuerdo o evocación cons-ti tuina también la legitima búsqueda de un tiempo perdido

En la mañana se sucedían los pregones: el del gringo de los pájaros, que vendía junto con éstos gatitos y perritos. El del gallinero, que empu­jaba el carrito cargado de gallinas que se picoteaban, patos y conejos... Al anochecer, volvían los pichincheros del Mercado. A esa hora, el pregón de los duraznos amarillos y papas a 1,20 la arroba, echaba en el aire un eco de tristeza. Era la hora en que se ponían blancas las flores de la enreda­dera de la Bella de Noche, que colgaba de los tapiales. Después venía la noche, con las pitadas del vigilante de la ronda, y el paso del escuadrón a caballo, y detrás del sueño, los gallos del alba, respondiéndose a gritos de una casa a otra...
(Foresto de Segovia: Testimonio citado)

Fuente: Extraído de Libro Rosario del 900 a la “decada infame”  Tomo I Editado 2005 por la Editorial Homo Sapiens Ediciones