Por Rafael Oscar Ielpi
Mientras el
progreso se asomaba sin timideces, la ciudad mantenía vigentes algunas
costumbres del siglo anterior, que perdurarían aún muchos años, pese a alguna
ordenanza en contrario. Era el caso de vacas recorriendo las calles rosarinas
para su ordeñe a domicilio, como lo era el de la presencia de tambos y las tropas
de animales arreados sin problemas ante el alboroto de los chicos y la
indignación de las mujeres por la suciedad que dejaban a su paso cansino. En
1913, el intendente prohíbe "la circulación de vacas lecheras en la zona
comprendida por el Bvard. Oroño, la Avda.Pellegrini y el río Paraná, bajo la multa
de 1 a 5 pesos moneda nacional por cada infracción".
No se prohibía,
en cambio, la radicación de tambos en plena zona céntrica -hacia fines del
siglo pasado había unos 50 de ellos en ese sector-, donde se podían registrar,
entre otros, los de Juan Abade, en 9 de Julio al 500; Andrés Arregui, en San
Lorenzo 170; Pedro Arrióla, en Entre Ríos al 800; Antonio Sugasti, en Mendoza
al 1000; Ignacio Orbea, en San Luis 991-La imagen, hoy impensable, de aquellos
recintos olorosos a alfalfa y a boñiga, de los que salía diariamente un hombre
arreando una o dos vacas para el expendio callejero de la espumosa leche, era
parte entonces de una escenografía que a algunos parecía entrañable y a otros
decididamente anticuada, más allá de los graves problemas de higiene que implicaba
la práctica del ordeñe callejero para brindar la "leche al paso".
Aquellos años iniciales, entre 1900 y 1920, pero especialmente los de la
primera década, traían consigo, además, una crónica periodística capaz de
entretener a sus lectores con noticias de todo calibre y de distraer siquiera
por un momento el malhumor de la clase trabajadora por las pésimas condiciones
de trabajo y los magros salarios, que la llevarían pronto a protestas, huelgas
y sangrientos enfrentamientos con la policía e incluso con el ejército.
Dos ejemplos breves, ambos de febrero de 1900:
"La comisaría de pesquisas ha recibido de la de Tucumán un pedido de
captura de una paloma de aquellos pagos que se ha fugado en compañía de un
audaz gavilán. Se supone que los tortolitos se hallan en esta ciudad, por lo
cual es muy probable que hoy a más tardar caigan en las redes que les han
tendido los agentes..." El otro, publicado como el anterior en "La
Capital", contaba: "Como a las 9, en el Bvard. Argentino, a la altura
de la calle Aduana, hubo una de tiros que parecía una batalla. Según se nos
informó, uno de los contendores (sic) alcanzó a agarrar con los dedos uno de
los proyectiles, el que le dejó señales de su paso en la yema de los dedos de
la mano derecha..."
Mientras tanto, en lo que hace a la movilización
de hombres y mujeres por las calles del Rosario, la mayoría de los medios de
transporte utilizados provenían del siglo anterior. Los poco más de 112 mil
rosarinos que conformaban la pequeña ciudad en el 900, se trasladaban en los
carruajes de todo tipo que cruzaban las calles, empedradas o no: volantas,
breaks. sulkys, chatas, coches de plaza: cuando no cabalgaban, sobre todo en
las zonas más alejadas, para ir de un sitio a otro. Y la estampa de un hombre a
caballo, a veces lejana y hasta fantasmal, a veces tan cercana que pasaba casi
delante de las puertas de las viviendas próximas a la zona céntrica, era tan
usual y reiterada que formaba parte misma del paisaje...
Iba
a ser un vehículo colectivo, el tramway, el
que modificaría costumbres y usos de transporte para convertirse en un servicio
público fundamental. Después de algunos intentos pioneros fallidos de Alfredo
de Arteaga y José J. Farrell, en
1870, y de José María Galarraga un año después, el primero de ellos recibe la autorización
municipal para instalar un servicio de tramways que correría desde la Plaza
López hasta el muelle del Bajo, luego La Marina, denominación de un tramo de la
actual Avenida Belgrano.
Entre quienes presentaron sus proyectos para la
instalación de aquellos vehículos de tracción a sangre, se contaría entonces un
vecino del Rosario, fornido y de tupida barba negra, que habitaba en calle
Buenos Aires 52. en una casa a la que luego corresponderían los número 280 y
880. Se llamaba José Hernández, quien es posible que haya escrito allí parte de
un largo poema gauchesco al que tituló "Martín Fierro"...
Arteaga asumió el compromiso de pavimentar las
calles por donde correrían los rieles y de construir un paseo en la mencionada
Plaza López, con la instalación de bancos, luminarias y arbolado, que una vez
terminado pasó a conocerse como Jardín de Arteaga. El
empresario fue cumpliendo como pudo los plazos marcados por el contrato con la
Municipalidad, aunque el empedrado de cantos Todos era por cierto un dechado sino más
bien un cúmulo de baches y protuberancias que hacía azaroso el tránsito de
vehículos. Pese a do, y con la valiosa dirección del ingeniero Carlos Campbell,
Arteaga pudo ir terminando las obras para inaugurar el servicio el 3 de noviembre
de 1872.
En poco tiempo, el ruidoso transporte, arrastrado
por una yunta de caballos guiada por el conductor o
cochero, con
su acompañante el mayoral y ayudados, en las zonas empinadas, por el cuarteador, para superar el repecho, se iba a transformar en presencia
cotidiana y fuente inagotable de peripecias de todo tipo, motivadas por la
novedad del servicio tanto como por innumerables reclamos y quejas de los
usuarios y de la prensa, empeñados en mejorarlo así fuera a fuerza de
protestas.
Lo cierto es que el tramway se convertiría en
atractivo negocio para algunos empresarios y capitalistas, entre ellos muchos
de los portadores de apellidos pertenecientes a la sociedad rosarina, atraídos
por invertir su dinero en el transporte. De ese modo, Arteaga debe terminar
cediendo parte de su monopolio a algunos de ellos, constituyendo la Sociedad
Anónima Tramways del Rosario mientras aparece un dinámico y controvertido
empresario de origen norteamericano, Rodrigo M. Ross -al que la ciudad
bautizaría para siempre como Mister Ross-, que
con su compañía Anglo Argentino y su personalidad avasallante lleva el progreso
del tramway a zonas alejadas del centro. La Compañía
de Tramways del Oeste extiende los rieles hacia ese sector de la
ciudad, que iba poblándose en forma notoria, y la empresa del Tramway
Rosarino del Norte lleva sus pasajeros hasta el suburbano pueblo de
Alberdi.
El tramway no dejaba de ser, sin embargo, un
pintoresco armatoste -con su pareja de mal alimentados y maltratados equinos-
en el que ejercían su dictadura con el pasaje los cocheros y mayorales. El
servicio era bastante anárquico y las críticas abundaban. El
Municipio, de Deolindo Muñoz, anotaba: "Los caballos
que tiran de los carruajes no son caballos, son sombras casi incorpóreas,
especies de arenques secos, descuajeringa dos, cansados del trabajo y más
dispuestos a tenderse cómodamente sobre las agudas piedras de las calles que de
tirar del coche, que no pocas veces necesita del auxilio de los changadores de
las esquinas para seguir su camino..."
El personal de aquel servicio público tampoco se
quedaba atrás y merecía su condigno sermón periodístico: "Antes de que se
produzca alguna escena lamentable llamamos la atención de las empresas de
tramways para que amonesten a los mayorales y les hagan respetar a los
pasajeros de cualquier sexo o edad. La estupidez de algunos mayorales raya ya
en la saciedad, en términos que muchas señoras y señoritas prefieren ir a a pie
algunas cuadras antes de exponer sus oídos a las palabrotas groseras de esos
individuos que, sin educación ni consideraciones de ninguna clase, se toman
libertades que, cuando menos, merecen ser castigadas con la expulsión..."
No
estaba lejana, sin embargo, la implementación de un servicio superador el
tranvía eléctrico, para el que existieron propuestas ya desde finales
del siglo XIX y primeros años del XX. El dinámico intendente Lamas no
alcanzaría a autorizar el nuevo servicio -más bien lidiaría incesantemente
contra las deficiencias y desorganización del sistema de tramways-, que tendría
su impulsor más empeñoso en Santiago Pinasco. sucesor
de aquél y uno de los apellidos fundamentales de la alta clase rosarina. Pinasco
es quien, avizorando el progreso que significaba el nuevo sistema y empujado
por las demandas populares que no querían saber nada ya del viejo armatoste y
sus problemas, hace realidad el nuevo sistema.
En febrero de 1905, el
Intendente promulga la ordenanza llamando a licitación para "la
instalación de tramways eléctricos en el Municipio", fijando entre otras
cláusulas y condiciones una velocidad máxima de...12 kms. en la zona céntrica y
una por entonces casi fantástica de...20 kms. fuera de ese radio. Después de
reñida puja entre empresas poderosas, el servicio quedó en manos de los
belgas, denominación popular del holding integrado por la
Anversoire de Tramways de d"Entrepiseis, de Anvers; la Mutuelle de
Tramways de Bruxelles y la Banque Comptoir de la Bourse de Bruxelles, quienes
se quedaron con el monopolio del transporte en la ciudad, ya que la concesión
incluía tomar a cargo el viejo servicio de tracción a sangre.
En diciembre de 1905, comienza el tendido de
rieles, aprovechando la pavimentación que se realizaba en calle San Lorenzo,
mientras los primeros coches arribaban al puerto rosarino en el vapor
"Argentina" y se ponía en funcionamiento la usina encargada de
garantizar el fluido eléctrico. Casi un año después se hace un viaje de ensayo,
a fines de septiembre de 1906, con dos coches que recorren el tendido en toda
su extensión y una carga de pasajeros que incluía desde el intendente Pinasco a
algunos periodistas.
El 3 de octubre, por fin, el tranvía Na
9 comienza a rodar por las calles de la ciudad: Santa Fe, Maipú,
Bvard.Argentino (Pellegrini), Parque Independencia, La Plata (Ovidio Lagos) y
Cementerio El Salvador, a la ida, y Bvard. Argentino, San Martín y Santa Fe, de
regreso. Al poco tiempo, con una tarifa de 10 centavos en la ciudad y de 15
para los viajes "a extramuros", como Alberdi, Saladillo o Barrio
Vila, los 160 coches de la compañía belga se convirtieron en parte esencial del
paisaje urbano hasta la desaparición de ese tipo de vehículos en la década del
60. Aquel período inicial 1905-1930 estaría poblado de inconvenientes, quejas e
incluso novedades al por mayor, incluida la irrupción de otro medio de transporte,
el
colectivo, ya avanzados los años 20. Un buen ejemplo de las
continuas protestas por las deficiencias de los nuevos vehículos la daría un
anónimo vate ciudadano que en las páginas de "Monos y Monadas", en
1912, poetiza parodiando el Don Juan Tenorio, de José Zorrilla: "Medio
mundo recorrí,/ cien ciudades visité/ y en parte alguna encontré,/ lo juro por
San Matías,/ peor servicio de tranvías/ que el que tenemos aquí..." El
colectivo, luego de una experiencia de 1911 de efímera duración, ya que se trataba
de la promoción de una empresa inmobiliaria, de propiedad del fugaz Intendente J. Daniel Infante, empeñada en publicitar lotes en Barrio Godoy,
comenzaría a convertirse en transporte regular desde 1924 en adelante. Ese año,
ya había en Rosario 11 empresas que explotaban el servicio, a través de 17
unidades patentadas, que se duplicarían a fines del año siguiente. En 1926 el
número de vehículos subió a 176, que serían 205 en 1927, cruzando prácticamente
toda la ciudad. La totalidad de esos coches ostentaba las marcas americanas en
boga, que enviaban los chasis de las unidades en barco, para ser armadas aquí.
En 1928, algunas líneas extienden sus recorridos a pueblos suburbanos como
Pueblo Nuevo, el actual Granadero Baigorria y San Lorenzo.
Fuente:
Extraído de la colección “Vida Cotidiana
– Rosario ( 1900-1930) Editada por diario la “La Capital