El
aluvión inmigratorio
Por Rafael Oscar Ielpi
Pocos factores tuvieron tanto que ver con la
consolidación de las peculiaridades socioeconómicas del Rosario entre los
finales del siglo XIX y las primeras décadas del actual, como la inmigración,
ese fenómeno que, a partir de superada la primera mitad de aquella centuria, se
iba a suceder en forma de verdaderas oleadas que modificarían costumbres,
introducirían ideologías novedosas y se integrarían de modo natural a la vida
cotidiana de la ciudad.
La
población de lo que hacia 1900 seguía siendo el Rosario había sufrido notorios
aumentos en el período comprendido entre 1870 y el inicio del siglo. El primer
censo nacional de 1869 consignaba 26.169 habitantes para la ciudad, cifra que se
elevaba en 1887 a casi 51.000 según el segundo censo provincial y a poco más de
90.000 en 1895. En 1900, los rosarinos eran 112.461, población que se duplicaría
en el año del inicio de la Primera Guerra, en 1914, cuando sumaban 225.500
habitantes, en tanto comenzaba a disminuir el porcentaje inmigratorio -como
consecuencia del conflicto bélico-, que alcanzara en períodos pico al 40 por
ciento.
El incesante arribo de extranjeros a la provincia
de Santa Fe, por su parte, iba a ser también importante en la primera década
del siglo XX: 15.237 en 1900; 12.628 en 1901; 7.440 en 1902; 10.115 en 1903; 19.061 en
1904; 25.632 en 1905; 25.924 en
1906; 16.745 en 1907; 26.910 en 1908; 24.010 en
1909 y 17.007 en el año del Centenario
de la Revolución de Mayo. La mayor parte de ellos tuvieron como destino, en
primer término, a Rosario, y luego a otras localidades del centro-sur de la
provincia.
Una parte de esos contingentes lo constituía en los
primeros diez años de este siglo la llamada inmigración golondrina: italianos y españoles que llegaban para trabajar en
los ciclos anuales de la cosecha y recolección de granos y retornaban a sus
respectivos países al final de los mismos. En 1909, la revista "Rosario
Industrial" hablaba de los golondrinas del trigo, porque "vienen en
el verano y regresan al iniciarse los primeros fríos, es decir, permanecen el
tiempo en que se realiza la recolección de la cosecha de cereales y las esquilas.
Como es consiguiente, esos trabajadores regresan llevando a sus países de procedencia
el producto de sus jornales..."
Que italianos y españoles tuvieran preeminencia en esa gran masa de inmigrantes en los
últimos años del siglo XIX y comienzos del XX no es tampoco novedoso si se
atiende a los testimonios de los censos nacionales de 1895 y 1914 que indican
que "albañiles, carpinteros, talabarteros, zapateros, mozos de confitería,
personal auxiliar de trenes eran casi exclusivamente italianos o españoles, al
igual que una multitud de pequeños comerciantes e industriales; monopolizaban,
junto con los jornaleros, prácticamente la mayor parte de las tareas
urbanas..."
La carencia de un patriciado ligado a una tradición
hispánica fundacional y por ende la ausencia también de ese matiz de
superioridad que suele ser intrínseco a aquél -sobre todo teniendo en cuenta
que Rosario tampoco era sede del poder político provincial- hizo que la
receptividad hacia el inmigrante no estuviera teñida del chauvinismo y la
discriminación odiosa que enarbolara la clase alta porteña, por ejemplo, hacia
los recién desembarcados en busca de nuevos horizontes venturosos.
Los inmigrantes que llegaban a
Buenos Aires debían pasar la prueba del Hotel de Inmigrantes -donde el hacinamiento
no era menor que en las bodegas de los grandes barcos en que habían hecho el
cruce del Atlántico- y desde donde partían hacia destinos diferentes, que
incluían especialmente a Rosario. Los que tenían la desdicha de llegar portando
alguna enfermedad contagiosa eran obligados a embarcar nuevamente hacia sus
puertos de origen.
Quienes llegaban por vía fluvial al puerto rosarino
encontraban albergue en un local destinado al alojamiento de los recién
arribados, al que se conocía como Asilo de Inmigrantes,
en la calle Urquiza 22, en la
actual zona de emplazamiento de la Aduana de Rosario. En 1912, "La
Capital" reclamaba por la construcción de un verdadero Hotel de
Inmigrantes en la ciudad, atendiendo al incesante flujo de extranjeros que
llegaban para radicarse, pero el deseo no encontraría concreción en los hechos
pese a algunas promesas del gobierno nacional y a una donación de tierras en la
Isla Charigüé, para levantar el edificio.
La llegada de tantos nuevos habitantes iba a
provocar como era lógico cambios perceptibles en el Rosario de comienzos de
siglo. Ya Gabriel Carrasco había señalado pocos años antes: "La ribera
está siempre llena de carros, vapores y maquinaria a medio descargar de los
trasatlánticos y hay a todas horas del día un bullicioso movimiento. Las
costumbres europeas están adoptadas en un todo y al respecto no hay diferencia
con Buenos Aires, salvo el gran tamaño de la población de esa capital. Los
hoteles son excelentes; las tiendas y casas de comercio son surtidas, habiendo
algunas tan lujosas como en las grandes ciudades. Hay peluquerías, sombrererías
y bazares de gran lujo y esplendor".
Gran parte de esa corriente de hombres y mujeres
(pero especialmente hombres, ya que la inmigración fue sobre todo masculina)
eran campesinos arrastrados a la azarosa aventura de la travesía oceánica, a la
incertidumbre de una tierra desconocida, en la mayor parte de los casos por
razones diversas que iban desde el hambre y la miseria al sueño de una tierra
propia que labrar y a las aspiraciones de ascenso social. En eso se parecían
los cientos de taños y de gallegos, los "gringos" llegados a esta
ciudad, aunque serían los italianos quienes tendrían, en el caso rosarino, una
importancia decisiva sin desmedro de la colectividad española y de otras
igualmente laboriosas y entrañablemente unidas, con el paso del tiempo, a la
ciudad.
Fuente:
Extraído de la colección “Vida Cotidiana
– Rosario ( 1900-1930) Editada por diario la “La Capital