Por
Rafael Ielpi
Pero así como calle
Córdoba era el paseo vespertino obligado, las "tardes del Bulevar"
congregaban también a las familias conocidas, y por el actual Bvard. Oroño
traqueteaban entonces, entre 1900 y 1920, los carruajes de la época -con
caballos lustrosos, enjaezados para la ocasión-, y las señoras vestidas con
profusión de vestidos, muselinas, sombrillas y sombreros de pluma, mientras la
banda de policía amenizaba ese ajetreo social con música adecuada a ese
disentido clima de recreación. Del que el resto de la ciudad -la incipiente
clase media, las clases populares-eran espectadores entre asombrados y
divertidos, según el caso.
No faltan testimonios valiosos sobre la costumbre
del paseo por el bulevar, que culminaba en el Parque Independencia que
concretaría el tesonero intendente Luis Lamas: "Cuando el paseo ha
transcurrido durante una hora, los peatones ocupan las mesitas de la confitería
del Parque, ese bello lugar en el que cómodamente observamos todo lo que pasa a
nuestro alrededor. Entre sorbo y sorbo de los deliciosos refrescos, se inicia
entre ellos y ellas un flirt de miradas
incendiarias", se entusiasma una crónica de "Monos y Monadas"
Aquel bulevar elegido
por la clase alta para construir sus residencias había tenido origen en un
proyecto del siglo XIX, que en 1887 determinaba la iniciación de las obras de
construcción ele dos bulevares y una plaza de cuatro manzanas en la
intersección de los mismos: el Bvard. Santafesino, luego Oroño, y el Bvard. Argentino, que nunca se
convertiría en tal y resultaría la actual Avda. Pellegrini. por el medio de la que
corrían entonces las vías del Ferrocarril Oeste Santafesino, reemplazadas luego
por las vías del tranvía, y la Plaza Independencia, que sería englobada por
el parque homónimo en 1902.
Aquella concurrida vía,
imaginada a semejanza de las francesas, en un proyecto que tenía como
referencias ideales al Bois de Boulogne y los Campos Elíseos, iba a ser pronto
integrada a otras cuatro, cada vez más alejadas del centro (los bulevares 27 de
Febrero, Seguí, Avellaneda y Timbúes, después Avenida Francia), constituyendo
la traza de los que se llamarían bulevares de ronda, que delimitarían la
cada vez más notoria expansión territorial del Rosario de fines del siglo XIX y
comienzos del XX.
Aquellos corsos bisemanales, pero especialmente
el del domingo, eran en esencia la gran recreación social de las familias
distinguidas: una versión con tracción a sangre de la "vuelta del
perro", que tenía como destino final, antes de 1902, la zona del bulevar
Santafesino, que incluía la entonces Plaza Independencia y, luego de ese año,
al Parque. Allí recalaba el tropel de carruajes -a los que se sumarían luego
los primeros automóviles, tan ruidosos como estrafalarios- y se arracimaban los
grupos de curiosos, para quienes observar y comentar lo que veían era también
un esperado esparcimiento semanal, mientras eran a su vez contemplados por las
señoras y caballeros desde sus vehículos. No faltaba tampoco la policía, con
sus atuendos de gala, todo en un clima casi parisino, con mucho de
impresionista.
El francés
Jules Huret, que estuvo en la ciudad en esos años, lo describe muy bien:
"Los vigilantes, jinetes en soberbios caballos, se dirigen al trote hacia
el parque nuevo, donde se aglomera la procesión de carruajes. Estos dan una o
dos vueltas por la avenida central y luego van a colocarse a través de la
amplia vía, deteniéndose como en un punto de parada: los que están dentro,
ven pasar a los demás..."
En el inicio del siglo,
antes de la construcción del Parque, ya la zona tenía su atractivo para los
rosarinos de todas las clases sociales: el primitivo Jardín Zoológico,
inaugurado el 6 de enero de 1900.
El proyecto del
intendente Lamas se uniría al poco tiempo a su otro sueño visionario: un paseo público que fuera orgullo de la ciudad.
Lamas tuvo que embestir
contra prejuicios urbanísticos e intereses creados, que le negaron primero la
expropiación de los terrenos necesarios para el parque, lo que lo obligó a
promulgar una ordenanza que obtuvo rápidamente el respaldo de una ley
provincial y permitió sumar a las cuatro manzanas originales
que ocupaba la
Plaza Independencia otros lotes que, en conjunto, conforman
el actual trazado.
Don Luis se dio el
gusto de inaugurar lo que bien podía considerar "su" parque el ls
de enero de 1902, a
las ocho y media de la noche, en el marco de lo que quiso ser (y lo fue de
verdad) una fiesta popular, presidida por ese hombre delgado, de apariencia
delicada y extrema urbanidad que era el intendente rosarino. Desde los barrios
más alejados, aprovechando los tramways que extendían su recorrido hasta el
nuevo paseo; llegando en coches de plaza, en carros, en tilburys, como se podía, gentes de los barrios de la
ciudad, de los entonces pueblitos suburbanos, se acercaban curiosas para
asistir a una celebración inusual que festejaba
un hecho también inédito: el nacimiento de un parque que -aunque ellos no
podían sospecharlo- se convertiría con el paso del tiempo en uno de los
símbolos de la ciudad, más allá de la desidia de muchos intendentes posteriores
y de los propios rosarinos, poco afectos a preservar su patrimonio.
El mismo año se llevaría a cabo la primera
Exposición Rural, en el predio cedido a la Sociedad Rural
dentro del parque, y se concretaría la primera "Fiesta del árbol",
que Lamas instituyera como aliciente para la forestación del nuevo paseo pero
también de la ciudad toda. Durante la construcción del parque, los rosarinos
asistieron absortos al incesante trajinar de obreros y operarios, empeñados en
generar movimientos de tierra en la excavación del lago artificial, que sería
una de las atracciones, y para la erección de la Montañita, que
identificaría al lugar desde gran distancia. En esas tareas trabajarían,
seguramente de no muy buen grado, los presos de la vecina cárcel rosarina.
Antes y después de la inauguración del paseo, el
ir y venir de carruajes y familias los domingos por el bulevar tenía otros
alicientes de cuando en cuando, como los llamados corsos de flores, especie de melancólica
reminiscencia de costumbres cortesanas en una ciudad sin blasones nobiliarios.
Esos juegos ocupaban sobre todo a los jóvenes de ambos sexos, para los que ese
entrecruzamiento de flores arrojadas desde un vehículo a otro, de un carruaje a
la vereda o desde un balcón, tenía significados más profundos e inquietantes.
En realidad, para la
extensión espacial y el número de habitantes, el Rosario de esos primeros años
del siglo podía darse el gusto de encontrar excusas bastante frecuentes para la
reunión social de la clase distinguida, desde la inauguración de alguna de las
mansiones que se hacían construir para residencia de las familias adineradas, a
casamientos, viajes, tertulias o beneficios, además de los banquetes, los tés y
las recreaciones de las clases populares.
Los domingos eran,
además, día de salida de todos los rosarinos, sin distinción de clases. Cada
uno con su atuendo, cada uno con sus posibilidades económicas, desde las
familias burguesas a los grupos familiares de obreros y empleados; para
algunos, un espectáculo lleno de dinamismo y bullicio, para otros, la visión de
un día como todos...
Fuente:
Extraído de la colección “Vida Cotidiana
– Rosario ( 1900-1930) Editada por diario la “La Capital