Por
Rafael Ielpi
En el Rosario del 900,
la vida social estaba constreñida a las módicas posibilidades con que las
familias de cierto prestigio social -lo-% grado más por los depósitos bancarios
que por el abolengo genealógico, como se ha visto- aprovechaban para
exteriorizar, fuera e incluso dentro del ámbito estricto de sus residencias y
mansiones, los usos y costumbres que demandaban la cortesía, la urbanidad y la
sociabilidad de la época, hechas de cierta dosis de rebuscamiento y de una
paralela cuota de frivolidad.
Una de esas posibilidades estaba dada por la
música: con la excusa de un concierto, de una retreta de las bandas habituales,
de una tertulia, hombres y mujeres de las clases más acomodadas se encontraban
con cierta regularidad, a veces semanalmente, otras más de una vez, y en esas
veladas se daban cuenta unos a otros de las novedades sociales del Rosario, de
viajeros, modas, estrenos teatrales y chismes.
En enero de 1900, por
ejemplo, "La Capital"
comenta los conciertos nocturnos de las confiterías Los Dos Chinos, de San Martín y Rioja,
y La Perla, en Córdoba esquina Maipú, presenciados por un
nutrido auditorio, "con el triple propósito de escuchar buena música,
tomar fresco y beberse alguna copa", cosas que la sociabilidad no
prohibía, y cita asimismo el concierto semanal que el Club Fénix brinda a sus asociados.
Esta institución, absorbida luego por el Jockey Club, sería junto al elitista
Club Social el ámbito elegido por
la sociedad rosarina de finales del siglo pasado e inicios de éste, y
respondería a sus gustos y expectativas en materia de vida social.
El Club Social, en
Córdoba al 1100, en los altos de la casa de banquetes de Mercer, había sido fundado
en enero de 1873 y fue en su origen, y por mucho tiempo, un reducto de difícil
acceso para quien no estuviera en la nómina de los apellidos "de
pro". En 1911, por ejemplo, conservaba incólume la estrictez de sus reglas
de ingreso, con sólo 330 socios. Su presidente de entonces, Fermín Lejarza, se ufanaba en
"Monos y Monadas": "Nunca hemos abierto mucho la mano. Somos
celosos mantenedores del criterio implantado por los socios que fundaron el
Club..."
Más allá de sus
concurridos bailes y veladas sociales, el Club servía para que los hombres de
la poderosa burguesía se reunieran a jugar a las cartas, a compartir copas, a
leer el diario o dormir la siesta, a la manera de los clubes británicos, de los
que sin duda había copiado bastante. Viejas fotografías permiten apreciar el
"toque inglés" del Club Social, con sus salones Recepción del club
s< espejados, sus sillones y muebles de estilo, su
sala de lectura: toda una escenografía hoy recargada pero que entonces se tenía
como paradigma del buen gusto.
En realidad, tanto éste como el posterior Jockey Club rosarino intentaron,
mientras pudieron, mantener la condición de reductos exclusivos para los de su
clase, como el que ostentaban ya desde las tres últimas décadas del siglo XIX
algunas instituciones porteñas similares como el Club del Progreso o el Club del Orden santafesino. No les
sería fácil: la señalada carencia de un patriciado local hacía que todos los
que de un modo u otro habían amasado cierta fortuna creyeran tener el mismo o
parecido derecho a ser admitidos y a compartir el privilegio de contarse entre
los socios de esas entidades.
En todo caso, el ansia
de figuración era legítima para cada uno de ellos -fueran grandes almaceneros,
importadores, propietarios rurales o afortunados especuladores en el rubro
inmobiliario-, al contrario de lo ocurrido en la sociedad porteña. en la que
era casi imposible que pudiera colarse alguno de esos "burgueses
adinerados", a los que Lucio V. López describe "con pantalón en forma
de caño y botines de brasileño guarango". Toda una apología de la
discriminación social.
Mientras tanto, las
crónicas de revistas como La Idea, dedicáis da a comentar la vida
social de la ciudad, describían los bailes de los sábados del Club Social,
entre 1900 y 1910 con pinceladas como éstas: "El ambiente no podía ser
mejor: la orquesta con sus valses, las reprimidas risas juveniles, los
cuchicheos amorosos, las galantes frases sueltas, los giros rápidos del baile,
el gozo íntimo de los organizadores y concurrentes, habían puesto en el ambiente
un no sé qué de entusiasmo arrebatador. Algo que incitaba al baile, a la
felicidad, al amor..."
Los bailes eran, por cierto, en esas primeras
décadas, ocasión para que las muchachas (no importaba que se tratara de
señoritas con portación de apellidos, en este caso) tuvieran ocasión de
entablar si no una relación en el sentido actual, por lo menos el inocente flirteo que era lo máximo que
les permitían los códigos morales imperantes. El baile y su práctica serían en
realidad otra exteriorización más de los cambios que poco a poco iban a
modificar costumbres y modas en el mundo, y por supuesto, entre los rosarinos.
La ceremoniosidad, el
engolamiento, y tal vez la hipocresía de las danzas antiguas iban a dejar paso,
por ejemplo, a la posibilidad, que muchos entendían como hasta pecaminosa o
poco menos, de que hombres y mujeres tuvieran un contacto físico que -pese a lo
módico- no dejaba de introducir un elemento perturbador para quienes no habían
tenido hasta entonces esa experiencia, por lo menos en público. Es que las
represiones familia- I res, aquellos códigos morales que encerraban su no | '
poco falsía, tenían enorme gravitación en ese aspecto, el de las relaciones
entre hombres y mujeres, en una sociedad en la que la mujer era por un lado
relegada y, por el otro, entronizada.
La importancia de la
figura femenina, idealizada por lo general, adulada en versos y palabras
rebuscadas, estaba presente en ese sector social y con mayor ingenuidad en los
otros, y no extraña por ello que la mayor parte de las revistas entre 1900 y
1920 dedicaran un espacio especial, cuando no una sección, a "las bellas
del Rosario", casi siempre para presentarlas como bibelots de vitrina, y
que divinas, gentiles, tiernas, fueran adjetivos
usuales en álbumes y dedicatorias.
Dos ejemplos del libro
"Perfiles", donde hay semblanzas de damas distinguidas escritas por
muchos de los hombres de la sociedad, sirven como muestra. Una dedicada a Teresa Sugasti: "Paso a la reina
de la belleza, paso a la princesa de las lindas, a la virgen divina que brilla
en forma de lucero en la tarde...", y otra a Elena Sohn: "Hay mórbido
encanto y soberano enigma en su persona y en su anclar gracia ondulante y
delicada. Se la ve pasar con aire de cisne..." O un poemita que acompaña
la fotografía de Carola Machado Doncel en "Monos y
Monadas": "De la flora de bellezas rosarinas/ es flor pura de
bucólica fragancia/ y se viste con la clásica elegancia/ de una esbelta
parisina". Un escueto muestrario de la banalidad de la época.
Aquellas señoras tenían
en la servidumbre una aliada para aliviar las tareas de la casa y poder
dedicarse a la vida social. Lo hacían las nodrizas o amas de leche, requeridas por familias
notorias; mujeres jóvenes o relativamente jóvenes en su mayoría, que tenían una
demanda permanente en los primeros años del siglo y hasta los inicios de la
década del 20. No eran pocos los avisos vinculados al tema en los diarios
rosarinos de entonces: "Se desea una buena ama de leche, joven y robusta.
Se paga buen sueldo reuniendo las condiciones deseadas. Bvard. Santafesino (hoy
Oroño) esquina Rioja" (1900). "Ama de leche española se ofrece: leche
de 15 días, fresca y abundante, de 23 años. Dirigirse frente a la Estación Súnchales"
(1912).
Similar entusiasmo
despertaba en muchas madres la leche de burra, ofertada en esos mismos
años como preciado alimento. En 1911, puede leerse en "La Capital": "Se
vende leche de burra muy buena y a todas horas. Tambo de Sebastián Elorza, en
25 de Diciembre al 900" o "Se vende burra lechera con cría. Ver y
tratar, ocurrir a Bvard.Oroño 334". Ofertas que se reiterarían durante
mucho tiempo, lo que indica la aceptación de una bebida hoy decididamente
desechada.
Las señoras de la
sociedad se empeñaban asimismo en la búsqueda de aquellas mujeres que bajo el
cargo de gobernantas pudieran encargarse del
cuidado y hasta de parte de la educación de sus hijos pequeños, desobligándolas
de una tarea como ésa, que muchas veces era obstáculo para el ejercicio de la
vida social, la salida al teatro o la beneficencia. En este caso, la nacionalidad
no era un detalle, si se tienen en cuenta avisos como éste -de 1917- que
anunciaba: "Señorita francesa se ofrece como gobernanta de niños o
señorita de compañía. Por carta a A.H.V. a este diario". U otro de 1911:
"Mucama de comedor, extranjera, con preferencia inglesa, se necesita.
Bvard. Oroño 1165, buen sueldo", en una dirección que señalaba,
seguramente, a una de las grandes residencias construidas sobre el tradicional
paseo rosarino.
Mientras tanto, las retretas, animadas por las bandas
de los cuerpos de seguridad casi siempre, formaban parte de las costumbres
rosarinas del siglo XIX que se mantendrían en el actual. Las plazas, en
especial la Santa Rosa,
la Plaza López,
la Plaza San
Martín y la céntrica Plaza 25 de Mayo se convertían en escenarios abiertos para
esos conciertos de las tardes, aptos para un auditorio familiar y para la
antigua ceremonia de la vuelta del perro alrededor del paseo
público. En las tardes calurosas del verano, los sones de aquellas bandas
integradas sobre todo por músicos inmigrantes, que tocaban marchas, mazurcas,
valses y arias triunfales, se escuchaban desde lejos en una ciudad casi sin
ruidos...
Una pincelada
periodística de esos años señala con toques de humor que saliendo del centro
variaba un tanto la condición del público asistente a las retretas: "La
banda de música de la policía distribuye sus acordes en las plazas rosarinas
por riguroso turno. Cada plaza, según el día, se convierte en centro de reunión
y centro de resfríos. Nunca va sola la banda a cada plaza: la sigue la obligada
banda civil. Afiladores, piropeadores, viejos verdes y pescadores de suspiros.
Hay pues dos bandas en acción: una que toca por piezas y otras que está hasta
las últimas horas sin tocar nada positivamente..."
La Plaza 25 de Mayo, por su
parte, servía de ámbito para otras actividades donde lo social también tenía su
lugar: la tradicional procesión presidida por la imagen de la Virgen del Rosario, los
festejos de las fiestas patrias, el espectáculo dominguero de la salida de misa
de la Catedral. La
costumbre de la retreta iba a perdurar mucho tiempo en la ciudad y en los años
iniciales del siglo se practicaba incluso en los pueblos vecinos, que luego
serían sus barrios, como el de Alberdi, a las que concurrían -señalan las
crónicas- hombres y mujeres de apellido ilustre, que tenían sus residencias en
esa villa veraniega de entonces, como los Puccio, Agneta, Carbonell, Tiscornia,
Rouillón, Paganini, Alliau, Escauriza, etc.
Fuente:
Extraído de la colección “Vida Cotidiana
– Rosario ( 1900-1930) Editada por diario la “La Capital