Entre la pléyade de visitantes famosos que circularon por nuestra región hacia fines del siglo XIX y primeras décadas del XX –en pleno boom económico agro-exportador- se destaca la figura del periodista galo Jules Huret, que llegó a tornarse célebre por sus crónicas que reflejaban las realidades de diversos países. Huret se inició periodísticamente hacia fines de la década de 1880 en L’Echo de Paris. Pasó luego a uno de los más importantes diarios franceses: Le Figaro. La dirección de este periódico le encomendó una serie de crónicas donde se reflejara la vida de diversos países de América y Europa. Las mismas terminaron siendo compiladas en una serie de libros que lograron una gran repercusión en la época, destacándose De Nueva York a Nueva Orleáns, De San Francisco al Canadá, El Rin y Westfalia, De Hamburgo a los caminos de Polonia, Baviera y Sajonia y De Buenos Aires al Gran Chaco (la obra que nos compete). Esta última obra, la primera que Huret dedicó a la Argentina, se editó en París hacia 1911. Fue publicada al mismo tiempo en francés y en castellano. En la presentación de esta crónica (edición de Hyspamérica, Buenos Aires, 1986) se informa lo siguiente: “La imagen de la Argentina que Huret proyectó coincide con la reflejada por la mayoría de los observadores extranjeros que nos visitaron en las dos primeras décadas del siglo: un país nuevo, emergente, lanzado a una carrera de veloz y firme progreso que le augura un porvenir brillante. El escritor admira el rápido crecimiento de Buenos Aires, donde la proliferación de suntuosos edificios pone de manifiesto la expansión de la riqueza pública y privada, se asombra ante la feracidad de las tierras pampeanas y la rápida multiplicación de los sembradíos de trigo y de los ganados.” No obstante, el francés también observa situaciones no muy halagüeñas: “la pobreza de los barrios obreros porteños, el vacío humano de la Pampa, rasgos de atraso y miseria en las áreas marginales” Lejos de haberse superado, casi cien años después, tales falencias se han agravado: por un lado, la miseria y la marginación en las grandes ciudades argentinas ha crecido de manera exponencial y, por otro, la población se ha concentrado cada vez más en esas ciudades, hacinándose, mientras la mayor parte del país se encuentra despoblado. Síntoma todo esto de la ausencia de una política con mayúscula, que apunte al bien común (espiritual y material) de la nación. Pasando a la realidad local, en las páginas 182, 183 y 184 de la obra citada Huret detalla una serie de impresiones recogidas a lo largo del viaje en tren desde Buenos Aires hasta Rosario. Destaca la fertilidad de nuestra pampa húmeda, las características de las poblaciones que se han ido erigiendo –inmigración y colonización mediante- a la vera de las vías férreas, las estaciones de trenes, la monotonía del pasaje, el polvo que castiga a los viajeros. En esta ocasión, el periodista efectúa un fugaz paso por Rosario.Bienvenidos al tren Previamente, en la página 179, Huret explica cómo pudo acceder, gracias a la gestión del ingeniero Carlos Maschwitz (quien falleciera al poco tiempo), al tren especial que le permitió recorrer buena parte de la Argentina: “Antiguo ministro de Trabajos Públicos, nombrado recientemente [1909-1910] ingeniero asesor de la ‘Compañía del Central Argentino’, invitó a almorzar a los directores de todas las compañías (ferroviarias) inglesas y francesas, me presentó a ellos y organizó en el acto un tren especial que me conduciría, en unión de algunos amigos suyos que deseaban también conocer algo más de Buenos Aires, hasta La Quiaca, frontera de Bolivia, y última estación del ferrocarril. El trayecto sería por Tucumán.” Recorrerían así unos 2000 kms. con el mejor confort de la época. Partieron en una mañana del mes de agosto desde la vieja estación de Retiro, que por entonces era “un sombrío barracón de madera, sucio y polvoriento”. Se trata de una estación provisional. Por entonces se estaban iniciando las obras para edificar la imponente construcción que aún hoy sigue en pie a pesar del largo proceso de demolición que viene sufriendo la República Argentina. ( 1 ) Tras hacer referencia a la estación, el cronista detalla las características del tren (p. 180): “Nos instalamos en un coche-salón de cola, de amplias ventanas traseras y laterales, amueblado con excelentes butacas móviles, de cuero, y construido expresamente para uso de los directores y del alto personal del ‘Central Argentino’. Gabinetes con lecho único, lavabos, duchas y armarios, dan al pasillo. Sigue a nuestro salón un coche-restaurant adornado con plantas verdes y flores.” Entre las encumbradas personalidades que integran la excursión figuran los señores Carlos Ramallo y Jorge Born. Respecto a este último, forjador junto con su socio Bunge de una de las firmas que monopolizan el depósito y comercialización de cereales, escribe Huret: “Representaba la energía paciente unida al espíritu emprendedor del belga. Había ido a la Argentina en busca de fortuna y, después de sus comienzos modestos, se disponía a volver a Europa con un capital de algunos millones.” (p. 181) El ingeniero Ramallo era el director de la compañía ferroviaria Central Norte y también de los Ferrocarriles del Estado. Expresa Huret que los viajeros habían sido puestos bajo su égida. Ramallo les “daría a conocer la vida económica de la vía férrea que recorreríamos”. El Central Norte fue inaugurado en 1876 uniendo Córdoba y Tucumán. El tráfico se intensificó a través de la expansión de esta línea férrea, construyendo en 1885 una serie de ramales hasta Santiago del Estero y Chumbicha. Se prolongó también la vía principal, uniendo a Tucumán con Metán, en la provincia de Salta. En 1888 la sección más rentable (Córdoba-Tucumán) de este ferrocarril estatal fue vendida a la firma de los hermanos Hume, quienes (maniobra repetida en este tipo de maniobras) lo transfirieron rápidamente al Ferrocarril Central Córdoba, del cual pasó a formar su sección norte. En Rosario Rosario es una de las etapas del largo viaje hacia el norte argentino. He aquí las impresiones del reporter francés sobre nuestra ciudad, concentradas básicamente en las obras artísticas, el Parque Independencia, el Boulevard Oroño y el corso: “Rosario, ciudad rica y comerciante, la más dinámica de la Argentina después de Buenos Aires, de la cual se encuentra a 300 kms., tiene hoy 150.000 habitantes. Ocupados hasta ahora en enriquecerse, a los rosarinos se les dio de pronto por sentirse orgullosos de su ciudad, que tratan de embellecer, al ejemplo de la Capital. El viajero se encuentra encantado de hallar en estas ciudades nuevas y utilitarias, sin ningún sentido artístico, sin historia y sin cultura, la necesidad desinteresada de crear obras de arte. "La desgracia, hasta el presente, es que el elemento italiano domina –para beneficio de la agricultura- y las municipalidades se ven obligadas a encargar sus ouvres d’art a arquitectos y artistas italianos que están llenando el país de horrores. [Obviamente, a Huret le agradaría que los contratados fueron sus compatriotas.] "Entre otras cosas, en el nuevo parque creado recientemente para competir con el de Palermo [se refiere al Parque Independencia, inaugurado durante la intendencia de Luis Lamas], se encuentra una increíble estatua de Garibaldi [situada originariamente en el patio delantero de la logia masónica ubicada en la calle Laprida], al que el artista ha dado un aire de Barba Azul áspero y rudo. Cubierto con un sombrero de ala ancha, ornado de una pluma de gallo, envuelto en una capa, el héroe está sentado sobre una especie de alcaucil, que no impide a su brazo mostrar, sin vigor, un sable curvo. Al pie del zócalo un ser desgreñado, despechugado, brazos desnudos, pies descalzos, trata de simbolizar algo. Falso sentimentalismo crispado: de lo peor en cuento italiano. "Se ha querido corregir la monotonía del paisaje y embellecer el parque creando, con traída de otra parte, un pequeño montículo, que llaman la montañita; allí cavaron una gruta artificial llena de estalactitas amarillentas, donde instalaron un bar. Al tope del montículo, un mirador iluminado por una lámpara de arco; sobre las pendientes que nos llevan allí, grandes juncos y árboles tropicales. "Un encantador laguito artificial rodeado de sauces refresca el paseo. Un ejército de ranas deja escuchar sus canciones. Es aquí donde termina el corso bisemanal, comenzado en la ciudad en la calle Córdoba. Los carruajes pasan al trote por la calle angosta; los hombres en la vereda de un metro de ancho, escrutan, de aire fatuo, a las mujeres de los carruajes y a las que van a pie. En los balcones, señoritas sin sombrero, el abanico en la mano, miran desfilar el corso. "Después de una serie de idas y venidas, los carruajes se dirigen hacia el parque por el bulevar Oroño, avenida ancha, con cuatro hileras de árboles (palmares, pinos, magnolias y plátanos jóvenes todavía). Hermosas ‘villas’ y ricas mansiones burguesas se alinean sobre los dos costados de la avenida. "Los vigilantes, montados en extraordinarios caballos, vestidos de blanco, con cascos blancos adornados de plumas de lancero, acompañan al trote la procesión de carruajes que dan una vuelta o dos a la avenida central para después venir a estacionarse en las anchas alamedas, como en una estación. Y los que están adentro, miran pasar a los que están afuera."
Por Javier Etcheverry.
Notas( 1 )
En la página 181 Huret hace referencia a dichos trabajos, que se realizaban en lo que por entonces era una zona suburbana de la ciudad de Buenos Aires denominada “El Retiro”: “Al emprender el tren su marcha se me hacen observar los trabajos comenzados a la salida de la ciudad, y en la orilla
Por Javier Etcheverry.
Notas( 1 )
En la página 181 Huret hace referencia a dichos trabajos, que se realizaban en lo que por entonces era una zona suburbana de la ciudad de Buenos Aires denominada “El Retiro”: “Al emprender el tren su marcha se me hacen observar los trabajos comenzados a la salida de la ciudad, y en la orilla
del río, para edificar la nueva estación, y luego los enormes terraplenes que se realizan en las pendientes para los cruces de las líneas y el acceso a la capital. También se empiezan lentamente en esa parte los trabajos de derribo necesarios para la futura exposición de 1910.”