*Roger Pla escritor y
critico de arte. Nació en Rosario el 8 de octubre de 19 12 y murió en Buenos
Aires en 1982. Es autor de las novelas como El duelo (195 1), Los Robinsones
(1946).
Fue una noche de otoño. Me veo todavía ahora, cuando han transcurrido tantos años, como me vi al evocar ese recuerdo, vestido con mi primer traje de pantalón largo, símbolo de un brusco salto del niño a la adultez en el que quedaba prácticamente escamoteada la adolescencia, no como ahora, en que el vestido marca una transición gradual más acorde con la naturaleza. Me he convertido en adulto —al menos para los demás—, y debo comportarme como tal. Estoy descolgándome de un tranvía repleto de gente, uno de los tantos que los sábados por la noche confluían desde todos los puntos de la ciudad hasta esta esquina de Salta y Pichincha. Rápidos, sin detenerse, atronando las calles con sus timbrazos de tranvías completos, van haciendo volver a su paso el rostro de las mujeres, entre fascinadas y avergonzadas, porque todo el mundo conoce el destino de estos tranvías lanzados a sus nueve puntos, con racimos de gente colgados de los estribos. Todos quedan vacíos en esa esquina. Próxima a la estación Sunchales, a la que también llegan esos sábados por la noche desde Buenos Aires trenes repletos de gente con el mismo destino: episodio. Si mal no recuerdo, que dio su tema en un tiempo a uno de los sainetes de Vaccareza. Desde esa estación los viajeros pueden llegar a pie hasta el famoso barrio prostibulario agrupado alrededor de la calle Pichincha, cuyo nombre, destinado a recordar las glorias de la batalla de Sucre se ha convertido por una curiosa blasfemia de los hechos en una palabra obscena, imposible de pronunciar ante las mujeres y los mayores.
Había poco, Albert Londres, un periodista francés, había escrito un libro que hizo furor en su época, Le Chemin de Buenos Aires. Y en realidad el punto final más importante de ese camino, que no era otro que el de la trata de blancas, manejada desde Buenos Aires, como se supo tiempo después, por un par de sociedades internacionales, estaba aquí, en este barrio increíble, mezcla curiosa, para los rosarinos, de vergüenza y orgullo. En las puertas de Pichincha me descolgué del tranvía esa noche —no era la primera, o antes había estado con pantalones largos prestados— seguido por Roque y Tono, este último algo más de un par de años mayor que nosotros cuyo fisico casi atlético, la práctica del boxeo, y una especie de desparpajo algo sucio, le habían valido en nuestro barrio cierta popularidad. Pronto estuvimos metidos en la muchedumbre que habitualmente llenaba las aceras y calzadas de esa calle, convertida, sin decreto alguno, especialmente los sábados a la noche, en calle peatonal. De un lado, las casas, una junto a otra, continuándose en ambas esquinas por las calles transversales hasta los límites mismos de ese barrio, donde funcionan fondines, boliches de todas clases, con y sin espectáculo, garitos y churrasquerías, dos de ellas, «El Infierno Rojo» y «El Giandui» o «La Carmelita», frente a frente, famosas no solo por sus parrilladas, especialmente «El Gianduia», sino por sus cantores, entre los cuales descollaba un joven algo obeso, porteño, que viajaba expresamente a Rosario los fines de semana y que se llamaba Carlos Gardel. Del otro lado, como si esa acera hubiese sido reservada para la pausa, solamente cafetines oscuros, boliches, un bar más importante, «La Alameda», llamado también «El Templo del Tango» por los conciertos que excelentes orquestas daban allí los sábados por la noches, con cantores de nombre, y en la esquina un cine—teatro, cuyos grandes afiches anunciaban filmes pornográficos que en realidad no eran más que viejas películas mudas en las que se habían injertado aquí y allá, sin sentido alguno, fragmentos con rápidas escenas de coitos, fellatios, y cosas por el estilo. Todo un pequeño imperio prostibulario formado por ochenta establecimientos donde se alojaban mil ochocientas mujeres de todas clases y nacionalidad, y cuyo único monarca era «El Paisano Días», al que también llamaban «El Toro», «El Macho», mitificado y hecho ya casi misterio, deidad de signo fálico a la que no era ajeno su pariente del mismo signo, El Cuchillo, porque era esta arma, aunque parezca extraño, la que sostenía su dominio. Estamos introduciéndonos ahora en ese pequeño universo, y avanzo a través de una desazón interior que no podían tapar ni los pantalones largos ni el gesto de despreocupación y desfachatez que Roque y yo copiamos quizá del rostro de Tono, quien no necesita fingir un aplomo que destila no sin algún aburrimiento de una larga experiencia. Hay cerca del cordón de la acera un trencito de lata pintado de rojo, y me detengo a comprar un cartucho de maní (morfá maní —decía Tono— no tomés cerveza, la cerveza afloja), cuando un manotón de Tono en mi brazo me hace caer casi el paquete al suelo.
—El Paisano!
Miro hacia donde señala Tono. Desde la acera opuesta, iniciando oblicuamente el cruce de la calle, un sujeto alto, de hombros cargados, cara carnosa, corpulento pero de cintura estrecha, de pañuelo blanco al cuello, saco cruzado negro, entallado, pantalón de fantasía, sombrero alón, tipo Mitre, de ala quebrada sobre los ojos, avanza abriendo a su paso una hendedura en el gentío. Su marcha es lenta, como ausente. Me parece, quizás algo fantasiosamente, que ese andar está envuelto en una lejanía melancólica, en una soledad que parece recortar su silueta sobre el fondo de ese silencio que se ha hecho en la calle, en esa gente súbitamente despojada de palabras que vuelve hacia él la cara, mirándolo, en una especie de homenaje que el hombre atraviesa sin ver, ignorándolo. Sube a la acera, a un par de metros de nosotros y del trencito de lata. Oigo el ruido de los granos de maní triturándose entre mis dientes. Una puerta de cedro se abre y el Paisano desaparece tras ella.
Como si su ausencia hubiese soltado un resorte, regresa el ruido y el movimiento en la calle, el parloteo, y también el de Tono, que se pone a hablar de las noche en que vio al Paisano por primera vez (se armó una bronca en el Mina de Oro, él entró, fijate, y todo el mundo se quedó quieto, se acabó el lío, miró a todos y sin decir una palabra volvió a irse, se me quedó grabado, me dijeron: «Es el Paisano»), cosa que nos había contado con distintos detalles mil veces Tono quien parecía admirar al Paisano con un deslumbramiento que olía a sueños rufianescos y a envidia; sugerí entonces que nos fuéramos a tomar un café pues nosotros pensábamos ir a El Trianón, adonde acababa de entrar justamente El Paisano. Sí, dijo Roque, mejor esperamos que se vaya. Tono afirmó que seguramente el hombre había ido a llevarse alguna mujer: buscamos un bar sin orquesta, la noche no estaba como para andar dando vueltas porque, aunque en Rosario el otoño tiene también sus terciopelos, aquí el roce de la noche era húmedo, algo frío. Tono seguía hablando (a lo mejor fue por negocios. Ustedes saben, no es un panzón, puede agarrar la mujer que quiera, le guste o no al panzón de la mina. Pero él no es panzón). Roque señaló un café en la calle transversal, recuerdo que era un pequeño café con un quiosco de cigarrillos donde se vendían también los adminículos que llevaban el nombre de su inventor —según me había explicado mi primo Alfredo—, un inglés llamado Condón que así perpetuó su apellido para la historia convirtiéndolo en sinónimo de preservativo: no es un panzón, seguía diciendo Tono, no tiene ninguna mujer propia de pupila, él cobra a los panzones: encontramos una mesa junto a la vidriera.
—Todos los cafishios— dijo Tono al sentarse utilizando ahora el sinónimo porteño de panzón, termino rosarino— tienen que pagarle al Paisano. La madama separa cada mes de las chapas la parte del Paisano.
—,Chapa?
Roque no entendía. El modo en que Tono pidió café estaba saturado de la misma displicencia despectiva con que contestó a Roque.
—La chapa es lo que la Madama le da a la mina por cada tipo, la mina le da la guita. A fines de mes, la mina cambia las chapas. La madama le descuenta de cada chapa lo de ella. La pensión, porque viven ahí, los vales yio que le tiene que entregar al Paisano ¿entendés? Así que si la mina te cobró dos pesos, su panzón cobra solamente un mango, ponele, por cada chapa. Cuando tendría que cobrar uno y medio. De donde cada cafishio le está pagando al Paisano parte de lo que gana su mujer.
- Un rufián de rufianes— dije, entendiendo por primera vez del todo el mecanismo de esa historia.
- Justo— aprobó Tono—, de los chicos yios grandes. Porque los bacanes, los dueños de estas casas y las de casi todo el país, son mafias que están en Buenos Aires...
-Esperá— la mano de Roque, corta y ancha, en el aire—. Es raro que uno de estos rufianes no le baje al Paisano de un tiro y le quite Pichincha. Vos siempre decís qu El Paisano usa cuchillo. Ellos usan revólver.
Hubo una risita seca, algo piadosa, en la boca de Tono, y en su cara el gesto de quien va a desasnar a un pobre diablo.
- Mirá: para copar la banda, en Pichincha, no hay revólver que valga. Ya sé que ahora los malandras usan bufoso. Por aquí no corre. Para mandar aquí, hay que ganarse la cosa ante El Paisano a punta de cuchillo. Así la ganó él. Se
vino de Villa Constitución para quitársela al Tape Juárez, que la tenía hace unos cinco años. El Tape se la había quitado un año antes al payo Quiroga, que se había venido de Avellaneda a quitársela a otro, no sé quién. El Paisano conserva hace años su puesto a cuchillo, porque de cuando en cuando llega alguno para hacerle frente. Y van a seguir llegando. Imaginate. Es el sueño todo matón, no sólo de por aquí, sino de cualquier parte. Desbancar al Paisano. ¡Es la gloria! ¿Te das cuenta?
Roque no parecía darse cuenta del todo. Insistió.
Fuente: Extraído del Libro “ Historias para un librero” Relatos,
poesías, canciones y crónicas rosarinas por los 70 años de Librería Ross.
Editorial Fundación Ross. Año 2000