El segundo Centenario iba a
culminar esa etapa inicial del siglo XX con otra ola de festejos en todo el
país, iniciados en San Miguel de Tucumán, pero que alcanzarían mayor relieve en
Buenos Aires y en Rosario. Ninguno de ellos tendría, sin embargo, los fulgores
patrioteros del de 1910, cuando el gobierno conservador de Figueroa Alcorta
intentara darle al acontecimiento una dimensión internacional que, si bien
merecida, no alcanzaría a disimular ante cualquier visitante avisado el abismo
que mediaba entre la clase gobernante y las grandes mayorías populares
excluidas todavía entonces de la vida nacional.
La inminencia de la elección para
presidente de la Nación había hecho de 1916 un año de especiales características,
sobre todo atendiendo al crecimiento del radicalismo que, en definitiva, iba a
acceder por primera vez al gobierno con Hipólito Yrigoyen y que, además,
triunfaría en forma abrumadora en todo el país. A comienzos de abril, los
demócrata-progresistas, empeñados en la ilusión del triunfo de la fórmula De
laTorre-Carbó, se animan a través de su vocero periodístico que era La Capital, a pronosticar a ambos candidatos como futuros presidente y
vice, a la vez que se denuncia la
existencia de carteles agraviantes de muy mal gusto contra la fórmula del PDP. Seguramente generados
por "la chusma radical", como les gustaba definir a los radicales a
los hombres de la ex Liga del Sur.
Entretanto, ese mismo año, en una publicación
oficial —La
Provincia de Santa Fe en el primer centenario de la independencia argentina
1816-1916— se incluía una tajante opinión
sobre la ciudad: Además
de gringos enriquecidos en la venta de cereales y ganados, hay un buen número
que justiprecian el valor de un soneto por su belleza y del maíz por su
industrialización...
Ligado a esos sectores que originarían la Liga del
Sur, la Bolsa de Comercio y otras instituciones nacidas por impulso de la
poderosa burguesía rosarina, Gregorio J. Machain, que muere sobre fines de
junio, fue de uno de los rosarinos poderosos que merecería encendidas
necrológicas como la del diario de los Lagos: Es visible aún en
nuestros círculos más distinguidos el pesar de su fallecimiento. Hombre
progresista, había dedicado sus mejores energías al progreso de la ciudad,
trabajando con eficaz empeño en la instalación de la empresa de cloacas y aguas
corrientes, por la construcción del puerto, etc. Con él desaparecía, en rigor de verdad, un
arquetipo del sector socioeconómico que, entre 1860 y 1920, iba a dar fisonomía
peculiar a la ciudad tendida a orillas del Paraná.
Casi un mes después, la muerte inesperada de Ovidio
A. Lagos, hijo del fundador del diario y diputado nacional en funciones, vuelve
a impactar al mismo sector, en momentos en que La Capital, de la que había sido director, se aprestaba a
celebrar sus bodas de oro. Su entierro, con los honores dispuestos por las
autoridades nacionales y provinciales y los homenajes del PDP, al que
pertenecía el legislador, fue también una ceremonia de nutrida concurrencia.
Pero la llegada de la semana del 9 de Julio iba a
movilizar a la ciudad en espera de los actos principales, a cien años del
Congreso de Tucumán. La Municipalidad dispuso, a partir del 5 y hasta el 10 de
ese mes, la prohibición del tránsito vehicular por la calle Córdoba, la más
tradicional de la ciudad, desde el Bvard. Oroño a Laprida, en el comienzo de la
Plaza 25 de Mayo, entre las 4 de la tarde y las 10 de la noche, para no entorpecer los
festejos.
El día 9, la celebración no tuvo
demasiadas novedades respecto de los fastos usuales en la época: espectacular desfile
militar y fiesta popular en la Exposición Rural, como comenta La Capital, que vaticina: Todo parece anunciar que
estos festejos serán esplendorosos. En
realidad, la cosa se limitó, con entusiasmo pero sin demasiada originalidad, a
ese tipo de actividades entre deportivas y de entretenimiento que era habitual
en la época: un concurso nacional de tiro, un certamen de sociedades
recreativas, bailes populares, función de gala en los teatros, etc. Mucho más
revuelo alcanzarían los fastos porteños, sobre todo por un hecho que no
figuraba en el protocolo oficial: el atentado contra el presidente Victorino de
la Plaza, que se sumaría a varios otros igualmente fallidos contra primeros
magistrados argentinos.
El presidente se
hallaba en un balcón de la Casa Rosada cuando un hombre estacionado en la
vereda, levantó un revólver y al grito de ¡Autócrata!, al decir de algunos testigos, disparó sobre de la Plaza. Este, sin
inmutarse, dijo: Ha tirado con pólvora sola... El secretario de Guerra, general Rodríguez, se apresuró a detener al
asesino, que intentaba nuevos disparos. Se produjo un forcejeo y el hombre se
defendió tenazmente. Cuando el público se dio cuenta, quiso atacar al criminal
mientras se proferían amenazas de muerte y le daban "bastonazos y
puñadas" que le produjeron dos heridas. Se llegó al colmo cuando —al decir
del cronista— una dama se sacó el pincho de su sombrero y acometió al criminal
pretendiendo herirlo.
(jimena sáenz: "el centenario de la independencia", en
revista todo es historia, n° 27)
El autor del fallido magnicidio,
un joven de 24 años llamado Juan Mandrini, que provenía de la ciudad bonaerense
de Azul, era uno de los tantos hombres enrolados, aún inorgánicamente, en las
huestes del anarquismo. En su caso, el atentado no tenía otras connotaciones
que las de una decisión individual adoptada por quien había escrito (se
hallaron en la casa de sus padres, modestos inmigrantes italianos, manuscritos
de poemas y narraciones de decidido tinte libertario y tremen-dista) encendidos
párrafos contra el orden capitalista.
Mientras tanto, la dolorosa
impresión pública provocada cuatro meses antes por el naufragio en las costas
brasileñas del "Príncipe de Asturias", en el que murieron muchos
inmigrantes que viajaban en tercera clase rumbo a Argentina, había comenzado a
diluirse con la fanfarria de las bandas militares, con el estruendo de las
bombas y alguno que otro módico fuego de artificio, que formaban parte de los
festejos del segundo centenario.
En 1916 había ocurrido otro hecho trascendente,
vinculado con una necesidad ciudadana: se inicia la construcción del nuevo
edificio de la Jefatura dé Policía, que se concluye ese mismo año. El imponente
edificio se emplazó en la manzana comprendida entre las calles Santa Fe, San
Lorenzo, Dorrego y Moreno, frente a la Plaza San Martín, sobre proyecto de los
arquitectos Pero y Torres Armengol, y reemplazó a
la vieja Jefatura Política que miraba también hacia otra plaza, la 25 de Mayo.
La sólida construcción, coronada
en su frente por una cuadriga monumental, sería, en épocas de la dictadura
militar de 1976/83, escenario de aberrantes violaciones a los derechos
humanos, mientras en los finales del 2002 (trasladadas ya las distintas
dependencias de la Jefatura a su nuevo emplazamiento) el edificio mostraba los
mismos signos de deterioro y desidia del vecino Palacio de Tribunales; hechos
habituales en una provincia donde la preservación del patrimonio arquitectónico
no contó casi nunca con apoyo y presupuesto. Dos años más tarde, sin embargo, el
imponente edificio comenzó a ser restaurado para dar albergue al Museo de
Ciencias Naturales "Ángel Gallardo" (víctima del incendio del viejo y
aledaño Palacio de Justicia) y convertirse en un Centro Cívico.
La
ciudad iba a tener un nuevo impacto en lo que quedaba de 1916: en los últimos
días de noviembre, la visita de José Ortega y Gasset, aunque poco conocido
entonces, vino a sacudir mentalidades provincianas. Con sus agudezas y su
estudiada elegancia oratoria que no afectaba la brillantez de su pensamiento,
el español —que sólo había publicado hasta aquella visita a la Argentina sus Meditaciones del Quijote— habló en el Colón ante una platea absorta, y el
22 fue agasajado con el ritual banquete de la colectividad, en la
"Rotisserie Cifré", acto al que son numerosas las
personas que han adherido, figurando entre éstas distinguidos miembros de
nuestros círculos sociales.
EL entonces aún joven filósofo de
33 años había arribado al país en julio de ese año para ocupar una cátedra
creada por la "Institución Cultural Española", en la Universidad de
Buenos Aires: la de Cultura Hispánica, que había sido inaugurada poco antes por
otro español ilustre, Ramón Menéndez Pidal.
Su conferencia rosarina (que en
principio iba a dictarse en la Biblioteca Argentina, organizada por El Círculo
de la misma, y fue suspendida por un malestar de Ortega en Buenos Aires, que
había tenido un sofocón al desmayarse en el teatro Odeón, repleto por un
auditorio que superó toda previsión) no sería otra cosa que un resumen del
ciclo de diez clases que bajo el título de "Introducción a los problemas
actuales de la filosofía" dictara en la Capital Federal y una ratificación
de lo que el mismo Ortega confesara antes de emprender viaje a la Argentina: Quisiera presentar el
panorama de las investigaciones filosóficas según éstas se hallaban en el
momento en que la guerra vino a interrumpirlas. Intentaré transmitir una
impresión de la fecunda renovación en que la filosofía ha entrado. Haré notar
en este ciclo que para la filosofía, la fecha 1899 significa un pasado
absoluto. Ortega volvería al país en 1929 y
sus reflexiones de entonces sobre la Argentina y los argentinos siguen siendo
dignas de ser, si no compartidas, por lo menos recordadas.
Años después, casi veinte, un notable español contribuiría a que los
argentinos se conocieran mejor: los llamó hombres a la defensiva.
Halló en el pueblo una suerte de vocación imperial, lo vinculó con su paisaje (la pampa) y se encontró con que acaso lo
esencial de la vida argentina fuera ser... promesa, porque el argentino
—escribía— tiende a resbalar sobre toda ocupación o destino concreto. Se le
antojaba un frenético idealista, incluso un narcisista, un preocupado por su
imagen ideal, por su role. Hasta en el guarango
advirtió, junto a un enorme apetito de ser algo admirable, una agresividad que
denunciaba inseguridad: El guarango iniciará la conversación con una
impertinencia pera romper la brecha en el prójimo y sentirse seguro sobre sus
ruinas. De alguna manera, el argentino corría siempre el peligro de la
gua-ranguería, en cuanto forma desmesurada y gruesa de la propensión a vivir
absorto en la idea de sí mismo. En una nota, el español que tan bien conoció y
resumió tantos rasgos del argentino casi veinte años después del Centenario,
formulaba esta definición concentrada:guarango es todo lo que anticipa su
triunfo... La Argentina del
Centenario era una mixtura extraña y singular de heroísmo cotidiano, vanidad,
tensa belicosidad, inteligencia y guaranguería.
(Floria-García Belsunce: Op. cit.)
La facilidad de exposición del
disertante, la resonancia que habían tenido en Rosario sus clases porteñas, la
reciente aparición de su libro Meditaciones del Quijote, la repercusión que su venida produjo en la colectividad
española, la expectativa con que se aguardaban sus reflexiones sobre la guerra,
convirtieron la estadía del creador de la Revista de Occidente en un hecho cultural de relevancia, aun en una
ciudad donde —como se quejaban los propios rosarinos vinculados a lo cultural—
importaban al parecer más los bienes materiales que la filosofía...
A Ortega, a juzgar por la adustez de su rostro en
todas las fotografías conservadas de su visita a la ciudad, no debe haberle
causado mucha gracia la insistencia de los argentinos (y de los rosarinos) en
los agasajos exagerados y en la manía de extraer de todo visitante ilustre o
prestigioso sus impresiones sobre cada lugar que visitara y sus pronósticos
sobre el futuro que esperaba a los habitantes de un país que creía estar
avanzando hacia una eterna prosperidad.
Fuente: Extraído de Libro Rosario del 900 a la “década infame” Tomo
II Autor Rafael Ielpi Editado 2005 por
la Editorial Homo Sapiens Ediciones