Por Rafael Ielpi
Pero
el cambio de ámbito de los prostíbulos no fue tan radical: la 4.a y
Pichincha estaban en realidad tan cerca que sólo una calle (Santiago) las
separaba como una frontera fácilmente superable si no ilusoria. De allí que,
por lo menos en la primera época de esplendor de Pichincha, ambas fueran casi
un solo y único conglomerado donde la "mala vida" y la buena fortuna
de los tratantes, rufianes y madamas llegó a parecer, en verdad, eterna.
La
estación Súnchales, que sería luego Rosario Norte y sobre los finales del siglo
XX una fantasmal estructura a la que ya no arribaba ningún tren (hasta su
reformulación como sede de la
Secretaría de Cultura municipal), se convertiría entonces en
el punto de partida de los rosarinos viajeros y en el de arribo natural a la
ciudad de miles de pasajeros provenientes de otros puntos del país, que en
muchos casos sólo conocían de ella su costado menos grato pero más famoso: el
de los "quilombos" aledaños a esa terminal ferroviaria.
Un interés curioso que compartían también los
millares de marineros extranjeros que llegaban al puerto y que en muchos casos
sólo sabían de español la palabra mágica que, como una contraseña entregada en
otro puerto lejano, les abriría las puertas de un efímero placer rigurosamente
tarifado y que ellos pronunciaban a su modo, generalmente como
"Pichinchou".
El centro de ese barrio lo constituía sin duda la
propia estación, cuya denominación de Súnchales aludía a la por entonces
modesta localidad del norte santafesino en la que concluía el tendido aprobado
en 1884 y que nacía precisamente en Rosario. Frente a ella, en las primeras
décadas del siglo, una abigarrada escenografía de coches de plaza, tranvías a
caballo y luego eléctricos, vendedores ambulantes y viajeros que llegaban para
embarcar en algunos de los trenes o que asomaban su asombro chacarero a la
calle, ponía una nota colorida y ruidosa, junto con sus cercanos locales de
comida, sus cafés y la proximidad del llamado "barrio del pecado".
También el Bajo montevideano, otra vez, aparece
como comparable no sólo por el "negocio" sino por la escenografía y
fauna de la zona, portuaria allá, cercana a una estación ferroviaria aquí, en
la que se acumulaba, como consigna el uruguayo Emilio Sisa López en Tiempo de ayer que fue, un libro excelente sobre el pasado de la capital
uruguaya, una parafernalia parecida.
En cualquier bocacalle se instalaban vendedores
ambulantes con sus carritos en los que se ofrecían chorizos, confituras,
bizcochos "borrachos" con vino, de coco, sandías recién caladas o, en
invierno, maniseros con su bolsa sobre el hombro. No faltaba el que pregonaba
libros con poses, despertando la
curiosidad de los buscones con sus descripciones, o los expertos en la mosqueta y otras yerbas, por no hablar del coco y la falopa. También estaban los
fotógrafos ambulantes con sus máquinas y capuchón, sacando postales que muchos
guardaban como testimonio de sus andanzas por el barrio infame, como le llamaban en su época... Ninguno de los barrios canallas o los
aledaños porteños de Mataderos, San Fernando, San Martín podía compararse con
el Bajo montevideano, en el clima, el carácter y la fuerza novelesca de su
ambiente: en esa mezcla de malandrines, hampones, rufianes de alta escuela y
aprendices de macró, por un lado, y del otro, poetas, soñadores, seres que se
evadían noche a noche de la realidad cruel de la rutina :payadores ,guitarreros,
artistas...
(Emilio Sisa López: Tiempo de ayer que fue,
Editorial
Vanguardia, Montevideo, 1976)
La descripción de la
zona prostibularia de Montevideo bien puede corresponder en forma estricta al
conglomerado de personajes y luga res que constituían el corazón de Pichincha,
en las proximidades de la estación y barrio de Súnchales. Ese sector del
Rosario era, en los años del 900, una de
las fronteras de aquella ciudad que se poblaba rápida mente; exhibía un
crecimiento envidiable y en él se sucedían una de rancheríos y viviendas precarias
en las que se hacinaban, como los
conventillos porteños de principios de siglo o en los "conventos rosarinos
del mismo período, los habitantes de esos insalubles ghettos urbanos. La zona,
obviamente, no había recibido aún el nombre que la identificaría luego
como el paraíso de los "quilombos".
En esos terrenos y en esa zona crecería, poco
después del inicio de la década iniciada
en 1910 y hasta comienzos de la siguiente, un barrio peculiar. En él,
los ranchos serían reemplazados más tarde por una serie de
construcciones, algunas hasta lujosas, con abundancia de vitraux y mayólicas,
espejos y ornamentos, y el hacinamiento anterior dejaría lugar a otro tipo de
promiscuidad más encubierta y legalizada pero no menos
peligrosa: la prostitución.
Este
paisaje urbano de comienzos de siglo en lo que después sería el barrio de Pichincha, se vería modificado por
la decisión y ejecutividad del intendente Luis Lamas. La paulatina
proliferación de viviendas precarias en ese sector, sobre el fin del siglo XIX y comienzos del XX, sumada a la falta generalizada de higiene en la
ciudad y a la carencia de
limpieza adecuada, que constituían el prólogo casi obligado di la aparición de
epidemias ya conocidas en la ciudad como la fiebre amarilla, el cólera
(1886/87 y 1894/95) o la peste bubónica en el siglo XIX, terminaron por
exasperar al eficiente funcionario, que proyectó una operación de saneamiento
de grandes proporciones para intentar la erradicación de los males apuntados.
Los terrenos donde
después se levantaría el barrio prostibulario fueron limpiados y desmalezados
por las cuadrillas municipales enviadas por el intendente, y sólo quedarían en
pie dos o tres rancheríos que terminarían por desaparecer entre 1910 y 1915,
ante el avance
de la
construcción de viviendas destinadas a prostíbulos ya negocios de todo tipo y características en la entonces
transformada zona. La decisión de Lamas se concretó con dureza en el umbral
mismo del siglo XX (con criterios
discutibles desde el punto de vista de la preservación de la salud pública y
discriminatorios hacia la clase baja) en los barrios y conjuntos urbanos más
humildes, los llamados "barrios obreros", muchas de cuyas
viviendas fueron desmantelados derrumbadas.
La presunción, nunca demostrada, de la existencia
de muertes por
peste bubónica trajo como consecuencia la disposición, desde el ámbito nacional, de un cordón sanitario que aislaba a Rosario, de la que sólo podían entrar o salir personas o mercaderías previamente desinfectadas o que hubieran sido sometidos a una rigurosa cuarentena. La Municipalidad rosarina consiguió limitar la medida convenciendo al poder nacional de que bastaba con el aislamiento de los barrios obreros, que serían los que más sufrirían los embates de desinfecciones, fumigaciones y desalojos manu militan, en especial en los barrios Refinería, Talleres y de las Latas.
peste bubónica trajo como consecuencia la disposición, desde el ámbito nacional, de un cordón sanitario que aislaba a Rosario, de la que sólo podían entrar o salir personas o mercaderías previamente desinfectadas o que hubieran sido sometidos a una rigurosa cuarentena. La Municipalidad rosarina consiguió limitar la medida convenciendo al poder nacional de que bastaba con el aislamiento de los barrios obreros, que serían los que más sufrirían los embates de desinfecciones, fumigaciones y desalojos manu militan, en especial en los barrios Refinería, Talleres y de las Latas.
Debe consignarse que la preocupación por una
política de higiene y preservación sanitaria en la ciudad había comenzado en
administraciones municipales anteriores a la de Lamas, como las de Octavio
Grandoli y Pedro de Larrechea, preocupadas por la reaparición de alguna de las
temibles pestes. Los "operativos" de la administración Lamas, sin
embargo, adquirieron características de inusual rigor hacia las viviendas
donde habitaba la clase trabajadora, al punto de obligar a La Capital, en
febrero de 1900, a
afirmar que quemar casillas y ranchos y dejar familias enteras en la calle es cosa fácil para
quienes las ordenan y realizan, pero insoportable para los que sufren los
efectos.
La
prensa anarquista de la época, por su parte, iba a denunciar también esa discriminación,
en detrimento de una paciente población que
siempre ha sonreído, con una risa tranquila y beata, aun para observar cómo los
ladrones derribaban las casas bajo el engañoso título de fumigaciones especiales,
sueros bacteriológicos y un número infinito de trampas científicas sin nombre,
como
se leía en La Libera Parola del
1o de mayo de 1900.
Entre aquel conglomerado de ranchitos, caballos,
perros y pastizales bravos, la memoria urbana, aun enturbiada por el paso de
los años, ha rescatado algunos nombres como los "Ranchos de Pereyra",
en Güemes y Suipacha, y "La Ciudad Perdida", que detrás de su poético
nombre encubría un verdadero dédalo de callecitas de tierra y viviendas pobres,
donde no escaseaban las trifulcas ni se escatimaban las "milongas" a
cielo abierto, en Vera Mujica y Brown, a la vera de una de las tantas vías del
Ferrocarril Central Argentino.
Sin excluir, por
cierto, en esos parajes, una que otra riña de gallos Con nutridas concurrencias
donde se mezclaban hombres de bombachas, alpargatas y pañuelo al cuello,
quinteros, curiosos y uno que otro panzón con ganas de distraer sus ocios
mientras sus pupilas trabajaban. Una noticia policial del 15 de enero de 1915
consigna en jurisdicción de la 4.a, la existencia de otra extensa
ranchada habitada por jornaleros y familias en la
manzana comprendida por las calles Jujuy, Brown, Alvear y Santiago, de característica
similar a la anterior.
Aquel perímetro
comprendido por las calles La
Plata, que pasaría a ser Ovidio Lagos después de 1915, Avenida
Francia, que hasta 1904 fuera Boulevard Timbués, Salta y Güemes, había quedado
expedito para convertirse en el enclave de la "zona prohibida" de la
ciudad. No extrañaría a nadie, en consecuencia, que entre 1913 y 1915
aproximadamente, la actividad se multiplicase en ese barrio prácticamente
inexistente como tal hasta allí, con la llegada de un pequeño pero incansable
batallón de trabajadores de oficios diversos y hábiles artesanos, desde
albañiles a carpinteros y desde decoradores a electricistas, plomeros y
fontaneros, que tomarían parte en la construcción del nuevo ámbito de los
prostíbulos rosarinos.
El municipio, por su lado, contribuyó con algo
que también sería atracción y novedad bienvenida: la red de flamantes
luminarias, que otorgaron al sector donde se instalaron los burdeles, un aire
de permanente fiesta nocturna, casi de verdadera feria pueblerina. Lamas expondría
en la habitual Memoria que los intendentes
tenían costumbre de publicar anualmente, dando cuenta de su gestión en el
período 1998-1902: Procedí
a efectuar en los barrios que no se encontraban en las condiciones de sanidad exigibles, el
desalojo y aún la remoción de las vivie das que no ofrecían garantías para la salud de sus habitantes,
ejerciendo con toda energía mi autoridad, a fin de conseguir la higienización de la comuna.
Señalaba el creador del Parque Independencia —no
aceptando el carácter autoritario de las operaciones llevadas a cabo— el
espíritu de su campaña, tendiente casi exclusivamente a mejorar lo que h( llama
"calidad de vida" de los rosarinos: Aunque sin recurrir a violencias¡ que esta Intendencia ha tenido el mayor cuidado de evitar, ha sido preciso obligar a muchas gentes pobres a abandonar sus
casillas y ranchos, porque eran un peligro
para la salud pública, trasladándolas, con los elementos con que cuenta la
Municipalidad, a
parajes más apartados. La mayor parte de esas vivienda como
sucedía en la zona comprendida entre las calles Salta, Boulevard Santafesino,
Boulevard Timbúes y Avenida Wlieelwright, eran otros tantos focos de infección que no sólo constituían una amenaza para la vida de los que las habitaban sino que también en un caso de epidemia, hubieran sido
el núcleo más terrible para germinación y propagación del mal...
Lejos estaba de imaginar el prudente y eficaz
intendente que aquella zona convertirse,
por tres décadas (y él viviría para verlo), en el enclave de una actividad
prostibularia permanente.