Por Rafael Ielpi
El censo de 1910,
mientras tanto, no había reflejado en sus cifras el verdadero estado de cosas en Rosario, ya
que no registra más que 11 hombres y 587 mujeres que se encuadran y declaran
dentro del 10
de la prostitución organizada, omitiendo a
quienes trabajan en las sombras de la clandestinidad. Los impecables informes
de la Asistencia
Pública son, de nuevo, los que señalan de qué modo se iba
extendiendo la "mala vida" en la ciudad. En 1911, el número de
mujeres que han sido revisadas había crecido a 35596, lo que constituía un
toque de peligro.
La Asistencia Pública, el Dispensario de Salubridad y el Sifilicomio Municipal se ocupaban
de mantener vigilada la salud de las prostitutas rosarinas mediante controles
periódicos que, sin embargo, poco o nada impedían la aparición de las graves
enfermedades venéreas, impiadosamente registradas por los informes municipales
de la época. Aquellos males tan temidos por la población masculina (aun cuando
no faltaban quienes las exhibían como una necesaria condecoración de virilidad)
perdurarían mucho tiempo y a nadie extrañaba, allá por 1919, bastante después
del comienzo de siglo, leer en el diario los avisos de una al parecer
infalible "Injection Cadet" que prometía en solo tres días cura cierta y sin peligro de las enfermedades secretas.
Rosario Industrial informa en el
Centenario sobre una vigilante perseverancia oficial acerca del tema,
puntualizando: La administración sanitaria, con la cooperación del Inspector General de
la Municipalidad,
está realizando una campaña contra el clandestinismo. Ella ha dado margen a la
clausura de algunas casas de lenocinio no patentadas, así como a la reclusión
en el Dispensario de Salubridad, de mujeres atacadas de diversos males.
La Asistencia Pública, que reemplazaría en febrero de 1890 a la originaria Oficina
de Higiene, habilitada tres años antes y cuya dirección ejercería desde 1890 a 1909 el médico
higienista Isidro Quiroga, iba a ser la institución municipal encargada del
control de la prostitución en la ciudad, como lo era de las vacunaciones, la
profilaxis en general y el control de los cementerios, más allá de su objetivo
fundacional de tener a su cargo los asuntos relativos a
la higiene del Municipio, proveer la asistencia médica a indigentes y proteger
a la clase menesterosa. Todo ello a través de
una serie de dependencias que en algunos casos gozaban de una cierta autonomía
como la Casa de
Aislamiento o lazareto municipal, el Hospital Rosario, el Sifilicomio y el
Dispensario de Salubridad, entre otras.
El crecimiento arquitectónico, las nuevas urbanizaciones y el consiguiente
aumento demográfico fueron razones decisivas a la hora de la creación de la Asistencia, proyectada
en el marco de las nuevas tendencias europeas en materia de sanidad e higiene
públicas. Ya el Censo de 1906 había consignado los significativos adelantos
producidos en la ciudad como consecuencia de la tarea de la Asistencia, instalada
inicialmente en un inmueble de Santa Fe 1329 y luego trasladada en la antigua
residencia Canals. Dos de sus organismos tendrían relevante papel en el control
de la prostitución y de sus enfermedades conexas: los ya mencionados
Dispensario de Salubridad y Sifilicomio Municipal.
El Dispensario estaba en la base de la política municipal de control
de la prostitución reglamentada a través de los médicos que tenían a su cargo
las verificaciones regulares de la salud de las pupilas, en la Asistencia o en el
prostíbulo, y de los inspectores, que vigilaban el cumplimiento de las normas
vigentes sobre comercio sexual en la ciudad. El Sifilicomio Municipal
(institución que tendría tanta fama como mucho trabajo en el ulterior esplendor
de Pichincha) se había originado en los reclamos de los vecinos del Rosario
finisecular, que incidieron sobre el Concejo Deliberante hasta decidir su
creación, a través de una ordenanza votada el Io de febrero de 1890.
La tarea de esta dependencia municipal se toparía, sin embargo, con la
renuencia de las mujeres que ejercían la prostitución a ser revisadas
periódicamente, lo que podía acarrearles la internación en el Hospital de
Caridad, si se detectaba alguna enfermedad "secreta" o la para ellas
temida remisión al albergue del Buen Pastor, cosa que ocurriría entre 1890 y
1900, si se insolentaban o provocaban incidentes con motivo de ese trámite. Las
maniobras para eludir el paso por la dependencia municipal llegaron entonces a
extremos tales como la presentación de hábeas corpus que ampararan a las
prostitutas, no faltando más de un abogado que, por ocho pesos, se ofreciera a
las mujeres a redactarles el respectivo escrito judicial, lucrando "al
paso".
Cansado de gambetas, prostitutas, "aves
negras" y alguno que otro juez que hacía lugar a esas presentaciones en
tribunales (calificando de inconstitucional la internación de las pupilas en el
Sifilicomio), el intendente Agustín Mazza da un corte al tema de las
revisaciones y decreta sin más ni más la clausura del Sifilicomio el mismo año
de su creación. No tuvo en cuenta un ingrediente: las protestas públicas que
provocaría la medida, cuyo volumen decidió a los concejales rosarinos, un año
después, a impulsar una nueva ordenanza (la del 12 de junio de 1891) que
posibilitó su reapertura y, de paso, habilitó la internación de las mujeres sin que nadie tenga derecho a oponerse a esta determinación municipal,
de acuerdo a las facultades otorgadas por la Ley Orgánica vigente.
El establecimiento, pese a la reiteración de las
maniobras de muchas mujeres, en especial las prostitutas clandestinas, para
eludir el examen médico, seguiría funcionando sin mayores zozobras hasta 1911,
cuando una serie de denuncias realizadas por El Mercantil (uno de los tantos
periódicos rosarinos que bregaban por la abolición de la prostitución
reglamentada) determinó una minuciosa investigación del
Concejo Deliberante que comprobó todo tipo de infracciones
administrativas y de inconductas en los funcionarios principales, entre ellos
el propio director Domingo del Campo, quien pese a su foja de servicios sin
duda importante y sus antecedentes, fue finalmente cesanteado por el intendente
Isidro Quiroga, quien con el subterfugio de la eliminación del cargo
administrativo que ostentaba el médico cuestionado evitó la exoneración de su
colega, como habían propuesto los investigadores.
Estos tampoco tendrían suerte en su pedido de traslado del Sifilicomio
al Hospital Rosario, sacándolo del edificio del Hospital de Caridad, aunque las
razones que argumentaban para señalar los inconvenientes de que funcionara en
el segundo valían asimismo para el primero de ambos centros públicos de salud.
Finalmente, el Sifilicomio se instalaría en el barrio de Pichincha, formando
parte del anecdotario interminable de la saga prostibularia.
Debe señalarse, sin embargo, que el criterio de revisar y tratar sólo
a las mujeres que ejercían la prostitución era sin duda totalmente desacertado
ya que en gran cantidad de casos eran los hombres (que no estaban sujetos a
control ni vigilancia alguna) los portadores de las temidas y temibles
enfermedades venéreas, transmitidas luego 1 las ocasionales compañeras de lecho, que a su vez contagiaban a sus
clientes, en una cadena de propagación que en un momento pareció interminable.
Fuente: extraído de libro Rosario del 900 a la “década infame” tomo IV editado 2005 por la Editorial Homo Sapiens
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