Por Rafael Ielpi
Algunas noticias provenientes del exterior tenían, de
cuando en cuando, la suficiente cuota de curiosidad o tremendismo como para despertar el interés de los rosarinos.
Una de ellas sería el arresto del Barba Azul del siglo XX, el célebre
Henri-Desiré Landrú, que asesinara a once de sus amantes para quedarse con su
fortuna o sus ahorros. Entre la detención de Landrú, en abril de 1919, escondido
bajo el apellido Guillet, y su ejecución en la guillotina en 1922, transcurrió
un largo período en el que la personalidad, los crímenes y la soberbia del
personaje acapararon la atención de todo el mundo, incluidos los rosarinos.
La fiebre por volar y las hazañas de la
aviación en la Argentina,
junto a las regulares visitas a Rosario de algunos de los muchos intrépidos
que se contarían entre los pioneros de aquélla en el país hizo, en junio del
mismo año, que el primer vuelo transatlántico sin escalas se constituyera en
una epopeya que la prensa reflejaría esta vez admirativamente. Los ingleses
Jack Alcock, piloto, y Arthur Brown, navegante (ambos merecerían de la Corona británica el título
de Sir por su arriesgada aventura), partieron de San Juan de Terranova en un
avión Vickers Vinny, de tamaño monumental para la época, para terminar el vuelo
en las costas irlandesas, cerca de la Estación Clifton,
donde el aparato se clavó de punta en tierra.
Los
dos tripulantes resultarían ilesos, lo mismo que el gato, los cobayos y el
perro que llevaran como mascotas en la máquina voladora impulsada por dos
motores Rolls Royce de 350 HP cada uno y que portaba 2.880 litros de combustible y media tonelada de
víveres, lubricantes y otros elementos para la travesía. Aquellos años
pródigos en grandes hazañas aéreas tenían asimismo el aliciente de las jugosas
recompensas que se ofrecían como premio en torneos y raids. Alcock y Brown,
aunque concretaron el primer vuelo transatlántico, no pudieron reunirse nunca
con los 25.000 dólares que el prestigioso Daily Mirror prometiera a los primeros en atravesar el
Atlántico. Un norteamericano llamado Charles Lindberg tendría esa fortuna ocho
años más tarde, al cruzar el Atlántico en su avión "Spirit of Saint
Louis" y aterrizar en París.
Pero el suceso más trascendente se
produciría el sábado 28 de junio de 1919, cuando
una noticia sacude a la ciudad y a todas las ciudades del país y del mundo: la
firma del Tratado de Versalles, elaborado con el objetivo de minar el
tradicional poderío alemán, quedarse con parte de su territorio e imponerle el
pago de una compensación económica
que rondaba los 130 millones de marcos oro. Manifestaciones populares,
un constante ondear de banderas en las calles, saraos y brindis
en los grandes hoteles porteños, son exteriorizaciones comunes esos días
tanto en Buenos Aires como en Rosario y Santa Fe.
En las esquinas de la ciudad de Santa Fe se reparten panfletos alegóricos;
el más ingenioso (regocijándose con la derrota de Alemania, Austria y Turquía)
remeda una formal nota fúnebre: El duelo se despedirá a
cañonazos, ironiza. Favor
de no enviar víveres florales hasta después del entierro. Las exequias, nada metafóricas, del vicepresidente de la Nación, Pelagio Luna, no asoman siquiera en las
primeras páginas de los diarios: todos los sucesos se arrodillan ante el
tratado de paz. Pocos sospechan que en Versalles no sólo se clausura la guerra;
también se decide el futuro mapa europeo y la trama política del siguiente
cuarto de siglo. El Pacto de Versalles firmado al cumplirse cinco años exactos
del asesinato del Archiduque Francisco Fernando, en Sarajevo, nomerecía tanto
jolgorio. Mucho menos si se tiene en cuenta que fue uno de los pilares que
explotó Hitler para arrastrar a Europa y al pueblo alemán hacia el desastre
total.
(Oscar
Troncoso: Los fusilamientos de la
Patagonia, colección La historia popular, Centro Editor de América Latina, 1971)
Entretanto,
la ciudad no escapa a los cambios mientras su población sigue aumentando en
forma sostenida, hasta llegar a los 247.500 habitantes en abril de 1920. Ese
año, se suceden obras e inauguraciones que, poco a poco, acercan a Rosario a
la condición de gran ciudad, alejada de la modesta población finisecular: en
marzo comienza el asfaltado del Bvard. Oroño, el antiguo paseo tradicional de
los rosarinos, mientras los habitantes del suburbano Barrio Godoy celebran con
entusiasmo la llegada del alumbrado público a esa zona; la urgencia de un
nuevo edificio para el Correo, que permita funcionar a sus oficinas en el local apropiado, tanto
para el personal como para el público, lleva
al diputado Joaquín Lagos a iniciar gestiones ante el Congreso Nacional para
motorizar el proyecto, que cristalizaría recién casi dos décadas después.
El siempre relegado ámbito cultural
también encuentra en el inicio de la década algunas señales positivas, como la
apertura, el Io de
agosto de 1920, de la Facultad de Ingeniería, que funcionaría
inicial-mente en las instalaciones de la Escuela de Comercio y abarcaría la enseñanza
teórica y práctica desde obreros hasta las distintas especializa-dones de la ingeniería
en general. La
ceremonia, a la que asiste en nombre del gobierno central el ingeniero Julio
Gorbea, designado organizador de la casa de estudios superiores (la presencia
de Yrigoyen, anunciada con antelación, no pasaría de un anhelo frustrado),
tendría una segunda instancia, esta vez gastronómica, en un ámbito de gran
prestigio social: la confitería de Ramón Cifré, en la esquina de Córdoba y San
Martín.
La
facultad sería el resultado final de la larga lucha de la ciudad por contar con
su propia universidad, a través de distintos proyectos que, desde comienzos de
siglo, gestarían hombres como Juan Álvarez y Jorge Raúl Rodríguez. El proyecto
de este último, con las múltiples modificaciones y deformaciones que sufriera,
sería el que daría origen a la Ley
10.861 de 1919, por la que se creó la Universidad Nacional
del Litoral, que determinaba para Rosario las facultades de Ciencias
Matemáticas y Física y la de Ingeniería; la de Medicina, inaugurada en
septiembre de 1921, para cuya organización se convocara al doctor Antonio Agudo
Avila y cuyo primer decano fuera el doctor José Benjamín Abalos; y la de
Ciencias Económicas, habilitada en agosto de 1922 , con Ricardo J. Davel como
director, bajo la organización encomendada al contador Guillermo J.Watson.
Con
el comienzo del año, se anuncia otra concreción significativa en una ciudad en
la que ya el movimiento plástico tenía exponentes valiosos, herederos, como se
dijo, de las enseñanzas de los maestros italianos llegados con la inmigración:
la apertura, el 24 de mayo de 1920, del primer Museo Municipal de Bellas Artes.
El proyecto había dado origen, cuatro años antes, a la también pionera
Comisión de Bellas Artes, constituida en una reunión realizada en el Teatro El
Círculo el 26 de julio de 1916,
a instancias de un grupo de representantes de la
adinerada burguesía rosarina, coleccionistas y promotores de la actividad
plástica en Rosario.
La
primera comisión directiva incluyó apellidos conocidos como el de Nicolás
Amuchástegui, primer presidente, y el del joven Juan Bautista Castagnino, vocal
y luego secretario de la misma, y fue la propulsora de la realización anual
del Salón de Otoño, inaugurado el 24 de mayo de 1917, cuyo premio fuera
adjudicado a Riña de gallos de
Jorge Bermúdez. La labor positiva de la comisión determinó que poco después, en
julio del mismo año, el intendente Federico Remonda Migrand decretara la
creación de la
Comisión Municipal de Bellas Ai tes,
oficializando de ese modo la iniciativa privada anterior.
La nueva dependencia municipal, cuya
presidencia fue ejercida por varios años por Fermín Lejarza, con
Amuchástegui y Castagnino . 1 uno colaboradores permanentes, tuvo a su
cargo la organización del Salón de Otoño en sus ediciones posteriores y la
concreción del aludido Museo Municipal de Bellas Artes, emplazado en una
antigua residencia de Santa Fe 835.
La inesperada muerte de Juan B.
Castagnino, en 1925, determinaría la donación al incipiente museo, por
parte de su madre Rosa Tiscornia de Castagnino y en sucesivas etapas, de obras
de pintores rosarinos y argentinos que integraban la colección de su hijo, así
como de los premios de los sucesivos salones oficiales y de los organizados por nucleamientos
de artistas plásticos como el Grupo Nexus, en 1926 I >e ese modo y por años,
se convertiría en una perdurable protectora de la actividad plástica en la
ciudad, a través del aporte económico para los premios de dichos certámenes y
de la adquisición personal de obras. Una década después junto a su familia,
legaría a Rosario un patrimonio artístico y arquitectónico perdurable.
De ese modo ingresaron
al museo de calle Santa Fe, entre 1925 y 1937, obras de artistas argentinos
como Fernando Fader, Martín Malharro, Lino Eneas Spilimbergo, Emilio Caraffa,
Enrique de Larrañaga, Alfredo Bigattijuan Del Prete, y de la mayoría de los
pintores, grabadores y escultores rosarinos de las tres primeras décadas del
siglo XX como Manuel Musto, Antonio Berni,Luis Ouvrard, Alfredo Guido, Julio
Vanzo, Manuel Ferrer Dodero, Demetrio Antoniadis, Lucio Fontana, Eduardo
Barnes, Nicolás Melfi, Augusto Schiavonijuan Berlinghieri y muchos otros.
La ulterior Dirección
Municipal de Cultura, creada en 1937, con Manuel A. Castagnino como director,
iba a tener por su parte una actividad casi increíble a través de la
realización de conciertos, exposiciones y conferencias que tuvieron en la
ciudad el efecto de lo que hoy se llama una real "movida cultural",
que incluiría la creación de una Orquesta de Cámara y del recordado Cuarteto
Rosario.
Esa rama familiar de inicial origen
inmigrante tuvo que ver, por otra parte, no sólo con la conformación de la
clase económicamente poderosa de Rosario y con el ejercicio de un real
mecenazgo cultural. Fue la donante del edificio del actual Museo Municipal de
Bellas Artes "Juan B. Castagnino", uno de los más importantes de la Argentina, proyectado
por los arquitectos Hilarión Hernández Larguía y Juan Manuel Newton. El estudio
de ambos profesionales proyectó asimismo algunos edificios de relevancia aún
hoy en la actualidad, como el emplazado en la esquina sureste de San Lorenzo e
Italia, que fuera originalmente propiedad de la familia.
Según las detalladas enunciaciones que constan en el muy importante
decreto N" 509 del Departamento Ejecutivo Municipal de fecha 27 de abril
de 1937, doña Rosa T. de Castagnino había ofrecido donar este Museo sin cargo
alguno para la ciudad de Rosario y ¡laves en mano. Primero había pensado en
levantarlo en el sitio de la antigua casa familiar de Maipú N" 555, donde
había nacido su hijo fuan Bautista, pero luego se consideró mucho más apto el
emplazamiento que fue el elegido en Bvard. Oroño esquina Avda. Pellegrini, a
que se refiere la
Ordenanza Municipal N 72 del año 1929... Transcurrieron nada
más que siete meses y medio desde el 27 de abril de 1937 para que en tan corto
tiempo estuviera el museo construido de acuerdo a los planos del proyecto
arquitectónico que doña Rosa T. de Castagnino pudo presentar en el breve
término de los 30 días establecidos en el Decreto N" 509 pues en la
realidad se estaban estudiando y confeccionando desde tiempo atrás, realizados
por los profesionales que ella había contratado al efecto...
(Juan Manuel Castagnino: Discurso
pronunciado en el Museo "Juan B. Castagnino", el 22 de diciembre de
1999)
El
Museo Castagnino, como se lo conoce habitualmente, fue inaugurado el 7 de
diciembre de 1937, con la presencia del intendente Miguel Culaciatti,
constituyéndose entonces, por sus características arquitectónicas y funcionales
(se trataba de un edificio construido para ser sede de un museo y no de una
construcción en la que se instalaba un museo, como ocurría con otros en el
país), en el más importante del interior del país, mérito que continúa
ostentando.
Juan
B. Castagnino, en cuya memoria los suyos levantarían el museo, era por su parte
más que un coleccionista adinerado un experto en arte, condición probada por la
adquisición de obras de real valía como las de Francisco de Goya, y su
pinacoteca personal fue reconocida y valorada por críticos nacionales reconocidos
como Julio E. Payró tanto
experto europeos como el conservador del Museo del Louvre Rene Huyghe.
Era un experto en sentido cabal, probablemente el
más eximio de sus contemporáneos argentinos. No era un hombre adinerado que por
ello y nada más que por ello coleccionaba cuadros, como podría insinuarlo algún
atrevido para reducir la estatura del culto rosarino, sino que por ser erudito
y a la vez pudiente supo formar paso a paso una pinacoteca personal de
excepcional valor aquí y en todo el mundo. Por su erudición gozaba adquiriendo
cuadros antiguos de autor anónimo cuya identidad procuraba revelar con su
pasión de estudioso. Baste una anécdota para muestra. En un importante remate
público de una famosa casa de arte de aquella época compró en 1922 en Buenos
Aires un pequeño óleo sobre madera, presentado como de autor anónimo. Luego de
una breve puja lo hizo suyo en 80 pesosmoneda nacional, un precio ínfimo,
irrisorio para lo que sucederá, pues les anunció a los rematadores que había
adquirido un óleo del celebérrimo Francisco José de Goya
y Lucientes. Por supuesto que nadie le creyó. Pasó el tiempo.
A comienzos de 1925 publicó Augusto L. Meyer la más completa de las obras sobre Coya, donde con minuciosidad
alemana describía las características de un óleo cuyo rastro se había perdido y
que coincidían exactamente, sin ninguna duda posible, con el adquirido por Juan
B. Castagnino en 1922.
(J. M. Castagnino: Op. cit.)
Su
muerte, apenas superados los cuarenta años, el 17 de julio de 1925,
cerraba en forma prematura su ciclo de aporte a la cultura de la
ciudad iniciado en 1916 con la
Comisión de Bellas Artes y se produciría como consecuencia de
un accidente doméstico que se vincularía, curiosamente, con su pasión de coleccionista
de todas las manifestaciones del arte. Juan Manuel Castagnino consignó en 1999:
Había tenido poco antes
fuertes pensamientos premonitorios de la inminencia de tu muerte, no obstante
que gozaba de buena salud. Tan insistentes eran que los hizo saber a algunos de
sus hermanos, entre ellos a Manuel Alberto. Lamentablemente la presunción se
cumplió. Afeitándose, había sufrido un pequeño corte en el cuello. Antes que
estuviera totalmente cicatrizado se hallaba en Buenos Aires donde fue a revisar unas
alfombras de Oriente, sus nudos y texturas. Inconscientemente se rasco la
herida olvidando que no se había Lirado las manos. Los efectos fueron trágicos;
se le generalizó por doquier una infección imparable en aquella época sin
antibióticos. Aún lúcido, le dijo a su madre, doña llosa Lucrecia, y a su hermana María
Elena y demás hermanos que era su deseo que donaran a la ciudad un edificio
destinado a museo de lidias Artes y bastó esa manifestación verbal para que
fuera cumplida a su debido tiempo, que fue en el año 1937.
Pero más allá de aportes culturales
valiosos como los mencionados, la realidad cotidiana de la ciudad generaba sus
críticas en una piensa que, de vez en cuando, demostraba cierto grado de
independencia. Una nota de dicho año, con el título de "La ciudad de
Rosario: algunas consideraciones sobre su trazado, manifestaciones edilicias,
ornamentación de sus parques, calles y paseos" es buen ejemplo de un
generalizado sentimiento de postergación, al enumerar algunos de los puntos
negros del progreso rosarino.
El anónimo cronista señala
algunos de los problemas que la ciudad exhibe como elementos negativos: 1) Falta absoluta de originalidad en el
trazado, que la hace monótona, sin expresión alguna; 2) No hay sitio amplio que
nos ofrezca unos ratos de solaz y expansión y nos proporcione oxígeno puro.
3). La estación de ferrocarril: ¿A quién no le ha tocado recibir un huésped o
amigo en las estaciones ferroviarias de Rosario, y no le ha dado vergüenza esos
inmundos adefesios que nos ofrecen las empresas del país? Quizá esté en nuestras
autoridades el hacer la
Estación Central del Ferrocarril. Al pueblo le tocará apurar
esa obra y con ello ganará Rosario comodidad y estética.
La mención a la estación ferroviaria
central reflotaba el frustrado proyecto de-la administración de Nicasio Vila,
bajo cuya gestión se generarían otras dos iniciativas igualmente no
concretadas: un viaducto para circulación de trenes por la Avenida Belgrano
y un pasaje a bajo nivel en el inicio de la actual Avenida Alberdi. Las
estaciones de ferrocarril, por su lado, merecían ese mismo año quejas como
ésta, que La Capital incluye
en sus páginas: En las proximidades de las estaciones ferroviarias y en los
alrededores del puerto funcionan casas de hospedaje y fondas que, tras de ser
una cosa grotesca, se hallan desprovistas de toda higiene, lo que significa un
constante foco de infección.
Al lado de esas
protestas, podían leerse en los diarios de 1920 noticias que documentaban el
avance de la ciudad hacia las zonas menos pobladas. El 28 de noviembre se
anuncia la realización de un remate de terrenos emplazados en una zona que
luego alcanzaría prestigio y alto costo para sus terrenos. Una sociedad progresista, la Nueva Fisherton, ofrece hoy en
pública subasta 150 lotes de terreno situados en el Pueblo Fisherton, uno de
los más hermosos de nuestro municipio. Dotados de todos los elementos de
confort e higiene (luz eléctrica, aguas corrientes, pavimento, tranvías,
trenes, teléfonos) ofrecen al hombre de trabajo un descanso a sus fatigas, consignan los avisos, con un agregado: Los precios de los terrenos los fijarán
los mismos interesados para la compra, ya que saldrán a remate sin base y se
adjudicarán al mejor postor. De
ese modo, la expansión hacia el Oeste, adquiriría un nuevo impulso.
Tema menos relevante
pero no por ello menos pintoresco sería, a mediados del año inicial de la
década del 20, el del proyecto del traje barato o "traje obrero",
también definido por la prensa como "overoll", una utopía alentada
por algún fabricante local de indumentaria, del que los diarios se harían eco.
El 8 de mayo, se leía en La Capital, bajo
el titular de "Traje barato": Es realmente unánime la aprobación, en los centros de actividad
material e intelectual, de la feliz iniciativa de adoptar el uso del traje
obrero, idea que ha partido desde un punto de vista económico y que a las
distintas privaciones impuestas ha surgido la idea de una posible solución.
Tras días más tarde, se
agrega otro suelto: La campaña iniciada en ésta pro overoll va extendiéndose en nuestras
clases sociales.
Unos
meses más tarde, el mismo diario archiva la idea y la reemplaza por una nueva,
también novedosa aunque igualmente fugaz: Mientras la experiencia del overoll puede darse por fracasada, cuando ya
podían considerarse por perdidas las esperanzas de escapar de la tiranía de los
sastres, acaba de aparecer un recurso de salvación casi providencial. Se ha
descubierto un traje económico, invento extraordinario. Se trata de un traje de papel, una pasta consistente y flexible cuya
consistencia se ha demostrado en los trajes que soportan una duración de diez
lavados. Podrán ser vendidos al público en el ínfimo precio de 3 pesos cada
uno.
La prensa es por entonces un reservorio
de información de todo tipo, que denota gustos de la época, usos hoy
extinguidos, publicidades pintorescas y ofertas de la más diversa laya. Un
instituto instalado en Rioja al 800, dedicado a enseñar caligrafía, una
habilidad por entonces muy valorada, se promocionaba en 1920 con sibilinos argumentos:
Escribiente: si usted
tiene mala letra nunca podrá adelantar y si no tiene empleo le será muy difícil
y quizás imposible. No olvide que sólo "La Academia" le
reformará la caligrafía en un mes. Otro
aviso de la misma insistía: Escribiente: si usted no escribe mejor, cuando menos piense lo despedirán.
Sólo en "La Academia"
mejorará...
La
prolijidad y algunas veces el verdadero arte que exhibían muchos empleados y
escribientes ya comenzaba a tener sin embargo la competencia de la escritura
mecánica, fruto de la invención y progresiva popularidad de las máquinas de
escribir, de las que Remington se convertiría en símbolo. Philo Remington, que
había hecho ya fortuna con el fusil a repetición que lleva su apellido, había
comprado en 1874 a
Sholes, Glidden y Soule la patente de una máquina inventada por ellos. Dos años
después fabrica la primera Remington, que después invadiría las oficinas de
todo el mundo e identificaría la marca con el producto, por lo menos hasta la
aparición de otras posteriores.
Entre
1900 y 1920, los rosarinos que intentaban aprender mecanografía podían optar
por marcas como Sun, cuyo costo era de 160 pesos en 1910; Revilo, a escritura visible, un niño puede
manejarla; Universal,
a 28 pesos en 1910; Royal Typewriter, Wodstock, Oliver: su tacto es liviano porque golpea de arriba
hacia abajo, decían
sus avisos; Stoewer, Underwood, la preferida de los bancos, ferrocarriles, casas de comercio, cuya representación ostentaba en Rosario
A. Me Farlaine; Triumph, que se popularizara hacia 1900 y que en 1922 introduce
los modelos portátiles; Monarch y L.C. Smith y Corona, la máquina de escribir más perfecta que
se conoce, según
su publicidad, opinión que sin duda comparten quienes alguna vez teclearon en
aquella antigua pero perfecta máquina americana. De principios de siglo era
también la
Blickensderfer, especial para abogados y procuradores.
Contemporáneas
de las máquinas de escribir eran en 1920 las por entonces todavía novedosas
cámaras fotográficas con marcas como Ticka, para el bolsillo del chaleco, que según informaba una convincente
publicidad la Reina de
Inglaterra la emplea y
compró 50 de ellas para hacer regalos; la
aún mundialmente vigente Kodak, y otras como Contessa, Nettel, o la Roll Tengor Goetz,
cuyos modelos valían entonces entre 42 y 170 pesos.
El
mismo año reiterados avisos clasificados ofertan la compra de hurones, salvajes
o amaestrados, lo que hoy suena poco menos que exótico si no se supiese que los
animalitos mencionados, vulgarmente conocidos como comadrejas, eran muy
apreciados por los panaderos como resguardo, en las cuadras de sus comercios,
de las tropelías devastadoras de las
ratas, enemigas de la harina y de la higiene. Los hurones era, por su condición
silvestre, mucho más eficaces que los habituados,
que muchas veces
terminaban "aburguesándose" y con cada 1 menos ganas de perseguir ratones y
lauchas.
No escaseaban tampoco
los que, perdida toda esperanza de otros 1 1
intactos más directos y
gratificantes, apelaban al correo sentimental de los diarios. La Capital incluye,
siempre en 1920, esta perla: Anita M. [yer le vi temprano con tu mamá y hermano. Siguiéndoles les
perdí de vista Urca de Paraguay. ¡Qué pálida estabas! ¿Estás enferma? Nunca te olvidaré.
(Comunícate conmigo. Siempre tuyo. Jorge D.
La ciudad tendría sin embargo
acontecimientos mucho más lerios de qué ocuparse. Uno de ellos ocurriría el 28
de julio, al producirse una explosión en la fábrica de pólvora y pirotecnia de
Luchessi Hermanos,
en la calle General
López entre calle N° 1 de Barrio Mendoza y un camino vecinal, que sembraría
congoja en la zona por el trágico saldo de 9 muertos, siete de los cuales eran
mujeres que trabajaban en el establecimiento, y numerosos heridos. La explosión
hizo estallar los vidrios del Hospital Carrasco, bastante alejado, y del
vecindario aledaño y se escuchó en distintas zonas de la ciudad. La prensa
consignaría: No se recuerda un caso análogo en la provincia; árboles que rodeaban
la fábrica fueron quebrados y sacados de raíz por la explosión, que causó
considerables pérdidas en las humildes viviendas del barrio, distantes dos
leguas de la ciudad.
La zona oeste rosarina se vería sacudida
casi una década más tarde por otro hecho trágico similar, vinculado a un
establecimiento de iguales características, cuando en la mañana del 10 de marzo
de 1939 sucesivas explosiones sacudieron Barrio Belgrano. Las mismas se
produjeron en la fábrica de pirotecnia de Eduardo Messina y Francisco Mangano,
instalada en un amplio sector de Provincias Unidas al 400 y en la que
trabajaban habitualmente entre 20 y 25 personas, muchas de ellas menores de
edad.
La sucesión de
explosiones y el ulterior y voraz incendio produjeron un terrible saldo: doce
víctimas fatales, entre ellas tres mujeres y cuatro varones menores de 19 años.
La Capital, al
dar amplia cuenta de lo ocurrido consignaba: Algunos cuerpos fueron lanzados a gran
distancia; una de las víctimas traspuso los cables del telégrafo,
destrozándolos...
Fuente:
Extraído de Libro Rosario del 900
a la “decada infame”
Tomo II Editado 2005 por la Editorial Homo Sapiens Ediciones