Por Rafael Oscar
Ielpi
Las ordenanzas pioneras
Si había algo capaz de
preocupar al Rosario de finales del siglo XIX y primeros años del XX era la
convicción de los vecinos -sobre to-0 dos los que habitaban en la por entonces más que
reducida zona céntrica de la ciudad- de que estaban asistiendo al nacimiento y
crecimiento de una actividad que. si bien era también un comercio como
cualquiera de los que habían hecho o hacían la riqueza de muchos rosarinos. no
la consideraban digna de ser amparada ni permitida: la prostitución.
Pero pocos suponían que
la llamada mala vida iba a quedar fijada en la historia de la ciudad a través no sólo de la
investigación de su desarrollo sino por la dimensión que alcanzara y las
proporciones de una actividad que llegaría incluso a tener barrio propio, el de
Pichincha,
aledaño
a la estación Súnchales, sobre el que aún a más de seis décadas de su decadencia
se siguen acuñando las más diversas historias y rebuscando los más variados
testimonios y documentos.
Si bien ninguna de
aquellas anónimas mujeres alcanzaría el rango de "cortesanas" (que
merecerían en su mezcla de artistas y hetairas, cortejadas por ricos
caballeros e incluso por más de un noble de altísima alcurnia, incluida la
realeza, mujeres como Cleo de Merode o Carolina Otero, que pasaría a la historia como
La Bella
Otero), aquella saga
prostibularia rosarina dejaría inscriptos nombres que como el de Madame Safo
forman parte ya de una mitología urbana cada vez más brumosa pero no por ello
menos digna de ser recordada. Aunque -lamentablemente- no existan testimonios
fotográficos ni de aquellas mujeres ni de aquellos locales donde la mala vida
rosarina se desarrollara entre 1900 y 1930.
Ya en las décadas
finales
del siglo pasado se constataba la presencia de prostitutas clandestinas
-infractoras a la Ordenanza Ne 32 de 1874, que reglamentaba por primera
vez en la ciudad la actividad de las
conocidas como casas de tolerancia-, que alcanzaban por entonces al medio centenar y
trabajaban sin ningún control ni autorización en esos locales, de los que se ha
resguardado apenas el pintoresco o peculiar apodo de sus propietarias o
encargadas, todas ellas exponentes de una ocupación que alcanzaría luego vital
importancia en el engranaje del mundillo de prostíbulos, prostitutas y rufianes
de toda laya: la de las madamas o regentas de los popularmente conocidos como quilombos.
Un informe municipal
elevado al Concejo Deliberante en 1887 menciona a alguna de las dueñas de
lenocinios rosarinos: Rosa, la correntina; Amelia, la paraguaya; Ana, la catalana, y dos conocidas como La china renga y La vieja María, antecesoras anónimas o
poco menos todas ellas de las después famosas Madame Safo, en el esplendor de
Pichincha, o Madame France, en la época del apogeo prostibulario en la
sección 4ta.
En 1896 los informes municipales señalaban la existencia de 61 casas
de tolerancia, mayoritariamente emplazadas en sectores donde se habían
instalado fábricas y talleres diversos, establecimientos con importante cantidad
de personal masculino. Es lo que
ocurría en las calles Güemes, Brown, Jujuy, etc., desde Independencia (Pte.
Roca) al Bvard. Santafesino, luego Oroño.
En ese período
finisecular -consigna Ada Lattuca- "la nacionalidad de propietarias y
gerentes era habitualmente de extracción foránea", apuntando una serie de
mujeres cuyos apellidos denunciaban ese origen extranjero: Rosemberg,
Holsmann, Salman, Griener, Jacovich, Steimberg, Horstein, Sch-wartz, Bader,
"así como de nacionalidad polaca o francesa fueron en su mayoría las pupilas
de las mencionadas casas".
Los pedidos vecinales,
motorizados además por la moral de una sociedad con iguales dosis de hipocresía
que de respeto a instituciones como la familia o la religión, hicieron que en
la última década del siglo XIX se concretaran tres normas referidas a la
reglamentación de la prostitución en la ciudad: la de 1887, una de 1892 y la
Ordenanza Ne 27, del 16 de diciembre de 1900, la que con mayor
precisión y puntualidad encararía hasta ese momento el delicado tema.
Una de las razones más
sólidas y valederas del aumento del comercio de la carne (más allá del
hacinamiento y la promiscuidad que trajera con- sigo el conventillo, que iba de
la mano de la inmigración y el consecuente crecimiento demográfico) está dado
por las organizaciones de tratantes de blancas, cuyo papel sería sin
duda fundamental en las décadas inmediatamente posteriores.
La Sociedad Varsovia, primero, y sobre todo su continuadora, la Zwi Migdal
después, serían junto
con la Sociedad Asquenasun, las que monopolizarían el manejo del negocio en
la Argentina, bajo la inocente apariencia de entidades de ayuda mutua entre
residentes polacos, judíos o franceses, cuya cara oculta no era otra cosa que
la explotación de mujeres en prostíbulos perfectamente organizados.
El florecimiento prostibulario, que se produjo a partir de 1900, con
la reglamentación de la actividad, fue notorio también en el hecho de que los
rosarinos asistieran -algunos escandalizados, otros regocijados- a la novedad
que constituía la construcción de edificios especialmente destinados a un uso
tan peculiar como lo era el de escenario para hacer el amor con tarifa y tiempo
determinado...
Contemporáneos más o
menos inmediatos serían asimismo los cafés con camareras, que comenzaron a
funcionar en los finales del siglo XIX, atendidos en general por mujeres que
ya habían hecho su experiencia prostibularia en alguna de la casas de
tolerancia, con la complicidad de algunos notables de la ciudad. El dueño del Café Viena. a comienzos de siglo,
se queja con amargura a la Municipalidad sobre la desleal competencia de esos
locales, deslizando de paso una denuncia nada desdeñable: la de la conexión de
ciertos apellidos del Rosario con el mundo de la mala vida
Fuente: Extraído de la colección “Vida Cotidiana – Rosario ( 1900-1930)
Editada por diario la “La
Capital del Capítulo N•12