por Rafael Ielpi
El crecimiento poblacional luego de 1850 había originado ya la
pirscncia en la ciudad de la actividad "non sancta"y pueden
rastrearse incluso muchos
antecedentes pintorescos que lo ratifican, como el juicio iniciado por un aspirante
a literato, Antonio Urraco, que en 1861 pleitea
contra cuatro dueños de casas de tolerancia,
algunos de ellos de rastreable ascendencia francesa como buena parte de los
propietarios de
esos locales.
Los causantes del entuerto judicial habían sido unos artículos que
Urraco escribiera en algunos diarios como La Confederación y El Progreso, a pedido del cuarteto mencionado: Juan Sabathé, Jean Medoux,Jean
Roulac y Bernardo Davy, con el objetivo de presionar Hite las autoridades por
la libertad de aquellas mujeres que, en razón de su condición de pupilas de
prostíbulos y ante la presencia de alguna enfermedad, eran internadas en el
Hospital de Caridad. La negativa de los susodichos
a abonar el pago que Urraco creía justo llevó el asunto a los
tribunales rosarinos, donde se dio la razón al escriba y quedó, de paso,
constancia de la existencia de casas de tolerancia en los inicios de la década
del 60 del siglo XIX. Debe recordarse que el Primer Censo Nacional llevado a
cabo entre el 15 y 17 de septiembre de 1869 y publicado en 1872, consignaba en
el caso de Rosario la existencia de 86 prostitutas que declaraban ejercer la
actividad.
En 1869, la
"Revista Médico-quirúrgica",primera revista médica argentina, habla
publicado dos importantes artículos sobre ¡a prostitución en Rosario y Buenos
Aires. Ambos proponían formas de supervisión médica de los burdeles
autorizados. El doctor Caerlos Gallarini, refiriéndose a una ley en Rosario,
afirmaba: "Yo no quiero con esto que la prostitución sea oficialmente
permitida para amparar a las miserables que hacen comercio de su persona, sino
para vigilarlas mejor y, sobre todo, para sujetarlas periódicamente a una
escrupulosa visita médica". Atribuía la prostitución en Rosario a la
abrumadora ambición de las mujeres de comprar ropa y joyas. Gallarini, sin
duda, consideraba más urgente el control social que el tratamiento médico
profiláctico...
(Donna Guy: El
sexo peligroso, Editorial Sudamericana, 1994)
Para 1879 ya habían quedado fijados en la
letra escrita los enojos de los vecinos del centro de lo que era aún
"el" Rosario, por el preocupante tema de la prostitución. El 20 de
agosto de ese año, varias firmas ratifican el deseo vecinal de que las llamadas
casas de tolerancia que operaban en el tramo de calle Córdoba entre Corrientes
y Paraguay fueran erradicadas del lugar. Una inquietud similar exponían en
septiembre de 1882 quienes habitaban cerca del Mercado Norte, solicitando que
los "quilombos" emplazados en dicha zona fueran alejados de ella.
Pero otros, en cambio, requerirían en enero efe 1885 que se permitiera la
continuidad de las casas "non sanctas" en el tramo de la calle
Libertad (actual Sarmiento) entre Tucumán y Cata-marca, ratificando tal vez
aquello de que "cada cual habla de la feria según le va en ella".
Los peticionantes, en este último caso, argumentaban lo que ellos
creían razones valederas para sostener el
mantenimiento y reglamentación de estas casas para evitar serios trastornos en
la familia y en la sociedad en general, y por eso es que siempre se ha buscado
el paraje de la ciudad más adecuado, donde no hayan colegios o cualquiera otra
clase de establecimientos de educación, familias o sea parajes de reunión
obligados. Insistían en que los prostíbulos estando
en la calle Libertad no tienen más vecindario que una fábrica de café, una
barraca, cuatro corralones de carros, un conventillo y algunos almacenes al
menudeo...
Los reclamos aludidos no hacían sino
señalar en realidad (más allá de la actitud moralizante de cierto sector de la
sociedad rosarina de entonces) el creecimiento de la llamada "mala
vida", que por entonces exhibía características de clandestina ante la
lenidad de la normativa de 1874, que había buscado legalizarla y reglamentarla
en forma debida, a través de la primera ordenanza sobre prostitución en
Rosario. El 21 de mayo de 1888, el Concejo Deliberante realiza dos
nombramientos que se vinculan en forma directa con el problema prostibulario:
los de los doctores Luis Villa y Laureano Candioti, quienes deberían ocuparse
de allí en más de la atención sanitaria de las mujeres (por entonces eran
mayoritariamente criollas), que trabajaban en las casas de tolerancia, tanto
como de los afectados por el flagelo de la sífilis y otras enfermedades
venéreas: todo por el módico salario mensual de 300 pesos. Se daba origen de
ese modo a una institución que tendría fama, y mucho trabajo, sobre todo en el
ulterior esplendor del barrio de Pichincha: el Sifilicomio Municipal.
Los informes municipales señalaban, hacia 1896,1a existencia en el
Rosario de 61 casas de tolerancia, emplazadas sobre todo en sectores donde ya
se habían instalado fábricas y talleres diversos, establecimientos que tenían
importante cantidad de personal masculino. Es lo que ocurría, por ejemplo, en
las calles Güemes, Brown y Jujuy, desde Independencia (Presidente Roca) al
Bvard. Santafesino, luego Oroño.
Hacia 1898, años antes de la
consolidación de las sociedades de tratantes de blancas y explotadores de
mujeres de origen judío-polaco, documentos municipales dan cuenta de la
existencia de decenas de mujeres que regenteaban prostíbulos en la zona
mencionada, buena parte de ellas con apellidos de aquel origen. Son los casos,
entre otros (respetando la dudosa grafía que los funcionarios, muchas veces a
su capricho, endosaban a los extranjeros), de Matilde Felman, (Brown 2088),
Lucía Reynaud (Güemes 1940), Ana Eger (Güemes 2019), Fani Silver (Güemes
2537),Julieta Oercke (Güemes 2350) o María Lippner (Güemes 2049).
En ese período finisecular, ratifica la investigadora Ada Lattuca, la
nacionalidad de propietarias y gerentes era, habitualmente, de extracción
foránea, consignando una nómina de mujeres cuyos
apellidos denuncian ese origen: Rosemberg, Holsmann, Schwartz, Steimberg,
Salman, Griener, Jacovich, Horstein, Bader, así
como de nacionalidad polaca o francesa fueron en su mayoría las pupilas de las
mencionadas casas.
Aunque no faltaban, tampoco, encargadas
de lenocinios, en el mismo sector, que denunciaban su origen criollo como María
Pereyra (Brown 2064), Carmen Correa (Güemes 1941), o Sofía Gómez (Rivadavia
2131). En agosto de 1900, la crónica policial de La Capital relata un hecho que reitera la existencia de esa zona de prostíbulos
de los que, por otra parte, se tenía conocimiento generalizado: el suicidio de
Bernardina Quinteros, pupila del prostíbulo conocido como el de "La Vieja Manuela",
en calle Rivadavia 2130. La muchacha de 23 años, viuda, para llevar
a cabo su fatal intento se valió de un revólver Smith Wesson de 9 mm., informaba el diario.
El mismo prostíbulo es noticia el 17 de
abril de 1901, cuando José Bettemilde, más conocido bajo el alias de
"Garabito", ataca despechado a su amante Teresa Romero, ramera
de una casa non sancta, cortándole
las trenzas de un cuchillazo. Dos años después, la noticia periodística daba
cuenta de la detención de una mujer en la seccional 4.a, cuyo parte
de remisión dice: Ana Fernández fue detenida por ebriedad, desorden
mayúsculo, insultos a la autoridad y por ser mujer de vida alegre sin haberse
provisto de la correspondiente libreta.
Los muchas prostitutas criollas
detectadas en esas casas de tolerancia clandestinas (donde serían mayoría
hasta la llegada de las prostitutas "foráneas") provenían casi
siempre de los sectores más desprotegidos de la sociedad, y eran empujadas al
ejercicio del "oficio" por la necesidad. La Capital, en abril de 1901, lo señalaba: Cuando
la miseria se cierne sobre un hogar, la mujer no encuentra cómo ganar unos
miserables pesos si no es haciendo de planchadora o de costurera, oficios
pesados, ingratos y mal retribuidos, por lo cual muchas veces asistimos al
espectáculo doloroso de que una joven sana, fuerte y robusta, se aparte del
camino del bien, cayendo la
flor al fango, para poder alimentar o subvenir a las exigencias de
los hijos, hermanos, o padres inhabilitados para el trabajo...
Los pedidos vecinales, motorizados además
por la moral de una sociedad con iguales dosis de hipocresía que de respeto a
instituciones como la familia o la religión, hicieron que en los trece años
transcurridos entre aquel informe y el inicio del siglo XX, aparecieran tres
proyectos de ordenanzas de reglamentación de la actividad prostibularia en
Rosario: el de 1887, uno de 1892 y el que diera origen a la Ordenanza N° 27, del
16 de noviembre de 1900, la que con mayor precisión y puntualidad encararía
hasta ese momento el delicado tema.
Tal vez una de las razones más sólidas y valederas del aumento de ese
"comercio de la carne", más allá del hacinamiento y la promiscuidad
que trajeran consigo la inmigración y el consecuente crecimiento demográfico,
que iban de la mano, haya estado asimismo en la imperiosa necesidad de muchas
mujeres de sostener a sus hijos y en la carencia de empleos suficientemente
retribuidos para ellas, como lo señala Donna Guy en El
sexo peligroso, aunque refiriéndose en especial a la Capital Federal.
Hay pocos testimonios
que den fundamento a la noción según la cual la mayor parte de las mujeres
"caía" en la prostitución como consecuencia de influencias inmorales.
Si una mujer decía que había sido obligada a prostituirse, hacia fines de la
década de 1890, los traductores y eventual-mente los asistentes sociales
estaban capacitados para ayudarlas a escapar del acoso del tratante de blancas.
Sin embargo, dicha ayuda no ¡es aseguraba un empleo más o menos bien
remunerado en otra parte ni les garantizaba un ingreso para la subsistencia de
su familia. Asimismo podría dar lugar a la repatriación y, por lo tanto, a
volver nuevamente a condiciones de vida indeseables en su tierra de origen. Por
esas razones, es posible que las mujeres no admitieran esto ante el
entrevistador y, por consiguiente, el debate acerca de la extensión de la trata
de blancas pudo continuar
Sin embargo, el mayor impulso a la
proliferación de la actividad prostibularia en la Argentina está dado por
las organizaciones de tratantes de blancas, cuyo papel sería sin duda
fundamental en las décadas inmediatamente posteriores, pero cuya existencia se
remontaba al siglo XIX. El tema del hacinamiento no era por cierto secundario:
ya se ha visto que el censo de 1900 señalaba, por ejemplo, la existencia de
1.881 conventillos en Rosario, debidamente registrados, en los cuales vivían
10.048 personas, en condiciones que favorecían la aparición de la prostitución
y otros vicios parecidos. La cifra representaba casi el 10 por ciento de la
población de la ciudad, que el mismo censo fijaba en 112.461 habitantes.
. El censo aludido consignaba asimismo la existencia de 67 prostitutas
legales, ya que así de minucioso era el registro dirigido por el polígrafo
Gabriel Carrasco, lo que no hubiera constituido mayor dolor de cabeza para las
autoridades de turno si paralelamente el Dispensario Municipal (en realidad
Dispensario de Salubridad, que funcionaba en el "Palacio de la Higiene", como se
conocía a la Asistencia
Pública) no publicara que se habían realizado, ese mismo año,
nada menos que 11.790 revisaciones a prostitutas clandestinas.
El florecimiento prostibulario que se produjo a partir de la reglamentación
del negocio fue notorio también en el hecho de que los rosarinos asistieran,
algunos escandalizados, otros regocijados, a la novedad de la construcción de edificios especialmente destinados a un uso tan peculiar como lo era el de escenario para hacer el amor con
tarifa y tiempo determinados.
De todos modos, la mayoría de esos locales seguía siendo, por los
finales del siglo XIX y comienzos del siguiente, una sucesión de pequeñas
habitaciones de dimensiones magras (3x2 metros, por lo general), que no eran otra cosa que
reales calabozos en los que apenas cabían la impostergable cama y el utensilio
de la precaria higiene pre y post-amatoria: la palangana o la jofaina enlozada.
Uno o dol baños, que en verdad eran reales y apestosas letrinas, completaban la deprimente escenografía de los que algún
despistado cronista rosa-rino insistía en definir por entonces como los templos del placer.
Era la letrina un
recoveco vergonzoso y fétido, inmundo y necesario tan húmedo y sombrío y saludable como el
intestino grueso que todo poseemos y usamos en el más delicado secreto. Las letrinas eran de una
melancolía sorda, entre gris piedra y
amarillenta, de color lloroso; tanto recordaban a un día de lluvia que le ponían medio
¡uto a la más feliz evacuación. Chiquitas, antipáticas y agrias eran esas letrinas, por
todo, manducadas a más no poder: uno entraba necesitado y eran incapaces de ofrecerle donde tomar asiento... Parece imposible que los pálidos próceres ciudadanos que nos miran en los libros y museos, tan circunspectos desde sus cuadros, vestidos de frac o de uniforme, se hayan doblado allí, haciendo
equilibrio, con los pantalones en la mano, uimti gidos en sus propios malos
olores...
(Carlos Maggi: El Uruguay y su gente, Arca, Montevideo, 1963)
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Fuente:
Extraído de Libro Rosario del 900 a la “decada infame” Tomo IV Editado 2005 por la Editorial Homo
Sapiens Ediciones