La década del 20 encontró a los
prostíbulos sólidamente instalados en su barrio definitivo, y la sección 9.a
de Pichincha, número que aludía a la correspondiente seccional policial, resultó a la postre
una versión corregida y aumentada del movimiento sin pausa de su antecesora,
la "cuarta" rumbosa. En sus citadas seis manzanas, se unieron junto a
los "quilombos", que eran los convocantes principales, una real
galería de comercios de todo tipo: alojamientos o pensiones baratas, fondas,
comedores, parrillas, cafés, cafetines, oscuros bodegones innominados,
despachos de bebidas anexos a un almacén, etc., que servían de sitio de
recalada al gentío que recorría en forma permanente sus calles, especialmente
los fines de semana en una complicidad de risas, gritos, gestos obscenos y
canciones cantadas por desafinados coros de borrachos.
Rosario
Gráfico, que hiciera permanente campaña contra los
tratantes y el mundo prostibulario, describía en abril de 1932, ya cerca del
ocaso de Pichincha, un escenario que no había cambiado en casi treinta años: El
barrio de Pichincha, como todos los de su género, es típico. Tiene una
atmósfera particularísima. Se advierte en él más bullicio, más algazara, otro
lenguaje, una modalidad propia de extramuros. Se ve al vendedor de baratijas,
buhonero de la ciudad, a la meretriz pintarrajeada, como se ve al tipo rufián
que lleva en el bolsillo el producto de las chapas ganadas por la infeliz a
quien explota. Pichincha es un ojo abierto hacia la estación por la que llegan
los pasajeros de todos los puntos del país, ojo que parpadea con ritmo truhanesco,
pupila a través de la cual se refleja la llama sangrante de la prostitución.
Allí, en esa especie de mercado persa, se bebía, se jugaba a las cartas
o a la
taba, se discutía entre panzones por cuestiones de pupilas, se escuchaba a
ignotos cantores que sin embargo pudieron en
algunos casos ganarle su batalla al olvido, como aquel apodado "El
Oriental", a quien
se menciona en forma unánime como el más conspicuo de todos ellos.
Habitualmente cantaba en varios de esos lugares como un semiprofesional que
encontraba siempre audiencias proclives al aplauso: en "La
Carmelita", en La Plata y Jujuy; en el café "El Simpático", de Jujuy y
Suipacha, o su vecino "El Forastero",
que mostraba la particularidad de su dotación de personal femenino para la
atención de los parroquianos, algo que es hoy moneda corriente pero que
entonces adquiría contornos de acontecimiento.
No
había trabajo y uno se la rebuscaba como podía. Un amigo me llevó a tocar en la
zona de Pichincha; el café se llamaba El Forastero y la orquesta estaba compuesta por tres o cuatro
músicos que tocábamos tango: un bandoneón, un violín y una guitarra. Era una
época de mucho auge del tango. Había otro café que se llamaba La Gran Siete, que también se llenaba. La gente iba ahí cuando
salía de los prostíbulos. Dentro de los prostíbulos no había orquestas: estaba
prohibido. Me acuerdo que una vieja pasaba pidiendo 10 guitas para una pianola de
esas que tocaban solas: ésa era la única música que se escuchaba.
(José Montes, testimonio citado en "Capitel
en Pichincha", en diario La
Capital, 15
de septiembre de 1996)
En muchos de esos cafés y cafetines cantaban asimismo algunos de los notorios de esos años, que
eran ya profesionales
conocidos, desde el
propio Carlos Gardel (se dice) al uruguayo Néstor Feria, que
por entonces gozaba de mucha popularidad,
incluyendo asimismo a muchos de los payadores de aquel tiempo, exponentes de un género
entonces apreciado y bastante masivo y hoy prácticamente confinado al interés
de los folklorólogos o al pintoresquismo de algún programa de televisión, que
termina por quitarles lo poco que les queda del encanto de aquellas
improvisaciones repentistas y muchas veces ingeniosas y de aquellas
grandilocuencias patrióticas y románticas, conmovedoras en más de una ocasión.
Los
payadores tenían una audiencia atenta y propensa al encomio en esos recintos
llenos de humo, olorosos a frituras y al inconfundible aroma del asado a la
parrilla, proveniente de las muchas que se contaban en la zona. Una parte
permanente de la clientela de esos lugares eran hombres de la campaña, en
algunos casos del interior de la provincia o de otras provincias, para quienes
el canto y la música de esos hombres resultaba familiar, atractiva y
seguramente entrañable Los valses y milongas estaban entonces de moda y algunos
de esos payadores, como Luis Acosta García, de encendido numen libertario, al
igual que su colega Martín Castro, han pasado incluso a la historia de este
género tan especial de la música rioplatense, aunque muchas veces sus milongas
de protesta social los llevaran a recalar en húmedos calabozos. Los payadores
que arribaron a Rosario desde 1890 a 1930 fueron incontables y de distintos
méritos en el arte de la improvisación, desde los legendarios morenos Gabino
Ezeiza e Higinio Cazón al melancólico José Betinotti, cuyo vals Pobre
mi madre querida hiciera lagrimear a muchos, o los también
valorados entonces Antonio Caggiano, Pedro Garay (quien se radicaría en Rosario
alrededor de 1930 y moriría en la ciudad) o el también moreno Luis García.
Otros, la mayoría, se perdieron en el
anonimato o quedaron apenas como una mención elogiosa pero difusa en boca de
añosos sobrevivientes del esplendor prostibulario, como aquel cantor de voz
melodiosa del que sólo se rescatara el gráfico mote de "El Tuerto
Gimond". Mucha mayor suerte tendría otro cantor que, por aquellos años
lejanos, entre los finales de la década del 20 y bastante entrada la de 1930,
supo hacer sus primeras armas de guitarrero y decidor en Pichincha y tras de
cuyo apellido real, Chavero, se escondía entonces el luego internacionalmente
respetado y admirado Atahualpa Yupanqui, quien recordó más de una vez sus
experiencias juveniles en esa zona de prostitutas y rufianes frecuentada
también por humildes peones rurales, "golondrinas", estibadores y
carreros a los que su música y sus letras traían seguramente intransferibles
añoranzas.
Aquella acumulación de recintos
gastronómicos y etílicos tenía una variedad sorprendente no sólo en sus niveles
de calidad sino también en otros detalles menores, anécdotas y personajes que
les eran asiduos. Casi a la cabeza de todos ellos, por la afluencia de
parroquianos y por la fama de algunos de éstos, estaba el llamado primero
"Giandujia" o "Gianduia" y luego "La Carmelita",
ya mencionado anteriormente, cuya primera propietaria, cuando el local estaba
instalado en la sección 4.a, era una catalana buena moza llamada
Carmelita Margarit, de desenvoltura y belleza que atraían por igual a los
jóvenes empleados del vecino Ferrocarril Central Argentino y a otros clientes
de la parrilla.
Uno de
ellos, el varias veces mencionado Antonio Berni, era ya un prometedor artista
plástico y se contaba asimismo entre los que "le arrastraban el ala".
Carmelita (que prodigaba sonrisas a todos y había recibido incluso pedidos de
casamiento de algunos altos jefes ferroviarios) se casó finalmente con Pedrín,
uno de los mozos del entonces "Gianduia", llamado en realidad Pedro
Tamagno, que sería quien manejaría el negocio familiar en Pichincha.
El
Gianduja,
denominación
aplicada al establecimiento muchos años por su fundador piamontés, ocupaba un
amplio terreno con entrada por Avenida Wheelwright al Í56Í, existiendo en su interior varias canchas a la sombra de
añosos aguaribays que, en la época de madurar, alfombraban el suelo con sus
pequeños frutos intensamente rosados. Aquel concurrido local al que se
penetraba por un amplio salón destinado a comedor, de cuyo techo pendían
espirales de engominado papel para capturar el mosquerío atraído por
aromáticos efluvios gastronómicos, lo atendía su propietaria, la hermosa y
joven catalana Carmelita Margarit. Entre los fuertes golpes de bochas
salpicados con los de tejos de bronce tratando de embocar a los sapos de los
varios juegos allí existentes, constantemente escuchábase la orden de la
dueña; "¡Pedrín, port un bal de vin"! o bien "¡Pedrín, lava las
copas!", pedidos obedientemente satisfechos con felina presteza...
(Mikielievich:
op.
cit.)
En las mesas de "La Carmelita" se sentaban noche tras noche
muchos de los conocidos de la época, como el propio Gardel, que compartían el
local con gente de teatro, del periodismo y de las artes plásticas pero también
con buena parte de la fauna estrictamente pros-tibularia, que lo tenía como uno
de sus comedores preferidos, aunque algunos "pesados" como el Paisano
Díaz fueran presencia habitual en "La Chiquita", otra parrilla
vecina, también sobre calle Pichincha.
En
"La Carmelita", por citar sólo un ejemplo, en los primeros años de la
década del 20, dos autores teatrales disímiles pero valiosos como el italiano
Darío Nicodemi y el porteñísimo Alberto Vaccarezza, compartieron un bien
servido banquete con sus respectivas compañías (italiana una, nacional la otra)
que habían coincidido en sus actuaciones en Rosario.
El
Gianduia
no
es propiamente un cabaret, ni uno de esos restaurantes que se dicen abierto día y noche. Es un galpón grande, construido con economía
genovesa. El confort brilla por su ausencia pero la higiene está como en un
templo. Entonces ¿qué es el Gianduia?
Es
sencillamente un bodegón, en que a vista del cliente se condimentan sabrosos
asados y apetitosos chorizos, que hay que rociarlos con una especie de Medoc
argentino, que es en verdad delicioso. Situado en un barrio de gente divertida
y de casas de placer, su colosal éxito estaba asegurado después de medianoche.
Se afirma que en sus sencillas mesas saborea asados todo lo más encopetado que
tiene Rosario. Contiguo al desmantelado comedor, hay otro salón sencillamente
arreglado para bailes. Una orquesta típica, dirigida por el pianista rosarino
Martínez, ejecuta cadenciosos y sensuales tangos...
(Dermidio
González: "Vida de András-Rosina D'Arsay", en La novela argentina, Buenos Aires, sin fecha)
Frente a la parrilla, una competencia empeñosa trataba en vano de
emular y sustituir al viejo "Gianduia" trasladado a Pichincha:
"El Infierno", que no tuvo demasiada suerte en esa empresa y cerró
sus puertas al cabo de una década, dejando indemne sin embargo su satánico
nombre y más de un testimonio acerca de su condición de ámbito propicio para la
actuación de cantores, payadores y músicos populares.
La muchachada,
entonces, no tenía muchos lugares donde ir: teatro, había poco, cine lo mismo;
los fines de semana se iba a los bailes o bien, de tanto, en tanto, algunas
noches especialmente, yo y mi grupo de amigos íbamos a un lugar que se llamaba El Infierno, donde se comía muy buen asado y había guitarreros
de todo el interior del país. Otras noches
nos ¡hamos al prostíbulo, no siempre con la intención de estar con las mujeres.
Ibamos a charlar, a beber, a divertirnos.
(Berni: op. cit.)
"La Gran Siete", un amplio salón con escenario al fondo,
atraía en la vecindad a una heterogénea clientela, entusiasta de la música de
todo tipo y de las excentricidades propias del varíeté de la época, que tenía
sus muchos adeptos por cierto y por el que desfilaban bailarines de charleston
o de foxtrots y ejecutantes de instrumentos poco convencionales como el
serrucho o las botellas con distintos niveles de agua en su interior; un tiro
al blanco instalado en un anexo del mismo negocio despertaba asimismo el
interés de los amantes de aquel. Como se advierte, toda una gama de
entretenimientos que conjugaban la habilidad y la práctica con el talento de
innatos artistas que nunca conocieron un conservatorio.
Pronto estuvimos metidos en la muchedumbre que
habitualmente llenaba las aceras y calzadas de esa calle, convertida, sin
decreto alguno y especialmente los sábados a la noche, en calle peatonal. De un
lado, las casas, una
junto a otra, continuándose en ambas esquinas por las calles transversales
hasta los límites mismos de ese barrio, donde funcionaban boliches de todas
clases, con y sin espectáculo, garitos y churrasquerías, dos de ellas frente a
frente: El Infierno y
La Carmelita, famosas
no sólo por sus parrilladas, especialmente la segunda, sino por sus cantores,
entre los cuales descollaba un joven algo obeso, porteño, que viajaba
expresamente a Rosario los fines de semana y que se llamaba Carlos Gardel...
Del otro lado, como sí esa
acera hubiese sido reservada para la pausa, solamente cafetines oscuros,
boliches, un bar más importante, La Alameda, llamado también El Templo del Tango y en ¡a esquina un cine-teatro cuyos grandes
afiches anunciaban filmes pornográficos que en realidad no eran más que viejas
películas mudas en las que se habían insertado aquí y allá, sin sentido alguno, fragmentos con rápidas
escenas de coitos, Jellatios y cosas por el estilo. Todo un pequeño imperio
prostibulario formado por ochenta establecimientos donde se alojaban 1800
mujeres de todas clases y nacionalidades y cuyo único monarca era el Paisano Díaz.
(Plá: op. cit.)
Dos reductos hispanos formarían parte de
aquella variada para-fernalia que completaba las ofertas del barrio: "La
Flor de Andalucía", en la esquina de Jujuy y Pichincha, en el que se
congregaban los españoles (sobre todo los provenientes del sur de la
península), que formaban parte del multitudinario núcleo de inmigrantes que
habitaban el Rosario de las primeras décadas del siglo XX y parte de la
tercera. Propiedad de Rufino Cristalino, había tenido como antecesor, en la
misma esquina, a un colmado (un "colmao", como lo definen los andaluces)
, el de Murilla, concurrido por un publico de la misma procedencia geográfica.
Pero los testimonios más nostalgiosos rescatan a su vecino, el
"Boliche del Cante Jondo" o "Café del Maestro" (por su
dueño o encargado, al que se le asignaba esa condición o título), instalado en
la esquina de Brown y Jujuy. Allí, como en una especie de transplante exótico y
maravilloso, era posible escuchar en las madrugadas del barrio de los
"quilombos" y rufianes, desgarradoras soleares, alegres bulerías y
ocasionalmente una saeta que estremecía ese aire poblado por el rumor de las
gentes, el traqueteo de los coches de plaza y los tranvías y automóviles
novedosos, a los que se sumaba de vez en cuando el infaltable grito, casi
siempre incomprensible, de los vendedores ambulantes o el sonido del silbato
de una locomotora que llegaba arrastrando largos trenes a la cercana Súnchales.
Mi hermano Ponciano, que tocaba la guitarra y era
un aficionado a la música española, a la de los gitanos más que nada, supo
andar por los boliches de Pichincha hace muchos años, allá por 1920, 1930, para
escuchar a los otros que tocaban y cuando podía, entreverarse también con su
viola. Le gustaba ir—me contaba— a un café donde tocaban y cantaban los
gitanos, o la gente que era gustosa de las bulerías y los fandangos, eso que
ellos le llaman el cante jondo. El dueño, dicen que había sido maestro de
escuela y por eso al boliche se lo conocía como Cafe del Maestro. Mi hermano contaba que cuando se armaba el jaleo
duraba hasta la madrugada, porque los que cantaban y tocaban y algunos que
hasta bailaban eran muchos y muy buenos. Claro: era un tipo de música que no
era para ese barrio, donde todo era joda y diversión y puterío. Esos tipos que
cantaban y parecía como si lloraran, quejándose, no tenían nada que ver con
Pichincha. Pero el boliche se llenaba igual, porque los españoles, ¡os
andaluces, ¡os gitanos venían seguido, algunos todas las noches. Había, me
contaba mi hermano, un español con una pierna de palo, atada con '"'"'os, que era el que tocaba casi siempre y lo hacia muy bien. Lo llama-han Don Pepe y por eso algunos conocían el bar como el Boliche de Don Pepe ,pero
no era el dueño. Ponciano, que era un hombre serio y le gustaba andar con una
boina negra metida hasta las cejas, y que era bastante mayor que yo, me solía
decir: "Ahí no tocaba ni palmaba cualquiera" .Y él tampoco, claro...
(Chandro:
Testimonio citado)
Este tipo de locales de varieté, como el mencionado "La Gran
Siete", contó también con adherentes fieles, y fue esa proclividad la que
posibilitó, por ejemplo, la larga vida
del llamado "Varieté de Doña Julia", en la esquina de Pichincha y
Jujuy, en cruz con el Teatro Casino. Su propietaria, menuda de físico pero
férrea de mano para conducir '' negocio en semejante ambiente, había
incursionado antes en el género con “El Gato Negro", en la sección 4.a,
homónimo del posterior quilombo de Pichincha.
Aquella Julia Carvelli del varieté estaba emparentada a
la vez con otro de los
personajes reconocidos de ese variado mundillo: Pedro Mendoza, cuyo de juego,
una timba clandestina en realidad, se constituía noche a noche en uno de los
mayores atractivos para la convencía, a través del monte criollo o del monte "con puerta", juego
de naipes en el que se perdía en una mano lo ganado en una quincena 'trabajo, o
de alguna eventual partida de taba en la trastienda. . Allí también, pero esta
vez a "suerte" o a "culo", se ganaban y perdían los pesos de quienes los habían juntado, por lo general, tras agolas jornadas estibando bolsas o arriba de los
carros de transporte de mercaderías alguno
de los mercados de la ciudad. La timba de Pedro Mendoza, cuyo edificio se
levanta aún en la actual calle Ricchieri entre Güemes y Brown, era también
escenario de trifulcas y entreveros ante los cuales la policía de la seccional hacía la vista gorda o intervenía recién cuando cosas pasaban a mayores.
Laconnivencia
policial, que evita por lo común ¡a intervención en los asuntos relacionados
con la timba de Mendoza, le permite a su propietario amasar una respetable
renta que también, como su suegra doña Julia, posibilitará sus
inversiones posteriores, muchas de ellas conectadas con el juego prohibido.
Pedro Mendoza, que no aparece nunca en las noticias periodísticas ni
en los archivos policiales, diligentemente limpiados
por
sus influyentes amigos políticos, representa después de los dueños de los prostíbulos —escalón mayor— una verdadera
potencia económico en la zona...
(lelpi - Zinni: op. cit.)
En su garito se produciría uno de los tantos episodios sangrientos
que tendrían al barrio de Pichincha como escenario. Allí, el 24 de enero de
1924, el famoso músico Ernesto Ponzio, autor del célebre tango
"Donjuán", que había sido invitado a un asado y ulterior jugada de
taba, se trenzó en una discusión con el Paisano Díaz. Como era previsible,
tratándose de dos hombres del pesado ambiente prostibulario, ya que Díaz era,
como se dijo, uno de los tantos matones de la zona y Ponzio, que también
ejercía como proxeneta en Pichincha además de dirigir una orquesta en el
"Cine Mitre", de Jujuy y Pichincha, era asimismo hombre de avería,
el entredicho terminó cuando el músico sacó su revólver y disparó contra el
Paisano, aun cuando el destinatario del balazo fatal no sería éste sino otro de
los concurrentes, Pedro Báez.
La Capital afirmaría al comentar el suceso, respecto de la timba de Pedro
Mendoza, que su clientela está formada por toda clase de profesionales
del delito. En el furor moralizante posterior al
golpe de Uriburu, Mendoza fue detenido el 3 de mayo de 1931 como parte de una
redada policial dirigida por el propio Jefe de Policía rosarino Rodolfo Lebrero
e impulsada en especial por un sector de la prensa local, en este caso el
diario La Tribuna, uno de los más encendidos propulsores del cierre de los prostíbulos y
otros ámbitos anexos.
Pedro
Mendoza había mandado construir, para residencia, en la década del 20, una
mansión en la por entonces no demasiado abigarrada zona oeste de la ciudad, en
la esquina suroeste de Mendoza y Guatemala, donde la imponente estructura
(imponente sobre todo en relación con el paisaje circundante entonces)
despertaba la curiosidad y la envidia de los vecinos. Convertida después, por
largos años, en un sanatorio para enfermedades mentales, el del doctor Fracassi,
se mantiene gallardamente incólume en los primeros años del siglo XXI funcionando
como un geriátrico.
La galería de boliches, bolichones, bares, cafés,
cafetines y despachos de bebidas es extensa, pero pueden consignarse algunos
de los más recordados, todos ellos emplazados en un radio de tres o cuatro manzanas, a veces uno enfrente del otro cuando no casi uno encima del
otro, o compitiendo palmo a palmo en la misma vereda de la misma cuadra el
fervor de una clientela heterogénea como para dar ganancia a todos esos
comercios: "El Levante", en Pichincha al 100, cuyo nombre aludía
seguramente más al lunfardismo de "conquistar una mina" que a los
países de la parte oriental del Mediterráneo; el "Acrópolis", que
hacía presumir propietarios de origen griego, enfrentado al anterior; el
"Boliche de la Picada", en Güemes esquina Pichincha; "El
Noy", en Salta al 2800; el "Gambrinus", en Salta 1985 y "El
Aviador", en la misma cuadra; el "Jardín de Francia", en Avenida
Francia y Salta, a los que pueden sumarse el "Boliche de Alonso", en
Suipacha y Brown, y "El Ferrocarril", dos de los más antiguos del
barrio, ya que se instalaron antes de la Primera Guerra Mundial; "La
Maravilla" y el bodegón conocido como "Don Pablo" primero y
como "Cacciabue" más tarde, al producirse el cambio de propietario,
en Suipacha y Jujuy.
Emblemática presencia en las proximidades de la estación Súnchales fue
(y es aún, con el "aggiornamiento" que demandan los tiempos) la de
"El Riel", en la esquina suroeste de Rivadavia y Santiago, que en la
época del apogeo de Pichincha convocaba, casi desde el alba, a una clientela
cotidiana integrada sobre todo por estibadores del puerto y ferroviarios, como
correspondía al nombre del local, propiedad entonces de la familia Olmos.
Fuente: extraído de libro Rosario del
900 a la “década infame” tomo IV editado
2005 por la Editorial Homo Sapiens Ediciones