La leyenda de Pichincha estaba íntimamente ligada sin embargo a la larga
fama de uno de aquellos prostíbulos, que tipificó en cierta medida a la mala vida
rosarina hasta 1930, cuando comienza a derrumbarse el poder de los rufianes y
de las asociaciones de tratantes de blancas: el Madame Safo. No debe sorprender entonces que tanto sobre el lugar como sobre su
responsable femenina -acerca de cuya identidad y destino ulterior no se
conocen pistas verificables- se hayan escrito cosas como ésta, aparecida en el
diario Rosario Gráfico, de Caffaro Rossi, en
abril de 1932: "Fingida o real, local o internacional, Madame Safo es la
mujer con más aureola con que cuenta Rosario, la que primero martillea en la
mente al desembarcar por Súnchales. Y ella quedará como no ha quedado todavía
ningún artista, ningún literato, ningún hombre de negocios. En Retiro, los
familiares de quienes viajan con destino a Rosario soplan al oído de estos
frases de sonoridad voluptuosa: ¡Cuidado con la Safo! ¿Van a visitar a la Safo? El Madame Safo tenía, además de sus características
arquitectónicas mucho más notorias que otros locales semejantes, un aura
selectiva que constituía parte de su fama y que dejaba inexorablemente afuera a
quienes, por su condición social o su indumentaria, no garantizaran el pago de los 5 pesos de rigor o apareciesen como
eventuales promotores de incidentes que desentonaran con el "buen
tono" del lugar. El prostíbulo, a cuyo frente se encontraba un probable
testaferro de apellido Malatesta y su mujer o pareja -a la que se identificaba con
la madame del nombre del local-, incluía en su plantel a una veintena de
mujeres, número que algunos elevan a treinta, todas ostensiblemente jóvenes,
de cuidada apariencia y vestuario, que condecía con las habitaciones, tapizadas
de gobelinos y alfombras, con espejos en techos y paredes.
Las anécdotas sobre el Madame Safo no tienen fin pero de todas ellas,
aun de las más sospechables de exageración, se desprende que se trataba
realmente del más lujoso, concurrido por gente que podía permitirse el pago
habitual de los 5 pesos que demandaba el comercio sexual, pero además de los
otros tantos pesos o más que resultaban de las juergas, comidas y libaciones
que podían satisfacerse en el lugar o en los numerosos restaurantes, bares,
fondas y peringundines de toda laya que abundaban en la zona, desde parrillas
como la mítica La Carmelita, de La Plata y Jujuy, a La Chiquita o El Infierno, y desde El Simpático o El Forastero, en Jujuy y Suipacha a La Gran Siete o La Flor de Andalucía, donde reinaban bule rías y soleares a granel. En la esquina S.O.
de Pichincha y Jujuy, el Varíeté de Dona Julia, eventualmente devenido en cine
en ocasiones, constituía un atractivo adicional tan concurrido como la timba de Pedro Mendoza, en Pichincha entre Güemes y Brown, paraíso del siete y medio o el
monte criollo, o el Teatro Casino,
paraíso del burlesco y de la competencia entre actores, actrices y
público en materia de obscenidades.
Una denuncia hecha en
Buenos Aires por una prostituta que decidió abandonar esa vida de sumisión y
degradación, Raquel Liberman, polaca llegada al país
en 1924, desataría una investigación que, con sus contratiempos -generados
por el poder económico de los tratantes de blancas- terminaría por derrumbar a
la Zwi Migdal y su organización y, en Rosario, ya en 1933. a los prostíbulos de
Pichincha, que iniciarían un periplo de marginación primero en San Fernando,
actual Granadero Baigorria, y en Villa Diego después, hasta desaparecer junto
con la prostitución legalizada.
Los paseos de las pupilas los días lunes, haciendo sus compras; el regreso
de las mismas de su revisación médica, en grupos femeninos que llamaban la
atención de los hombres a su paso y la censura de muchas de su mismo sexo; el
clima pesado de los quilombos, con su mezcla de olores diversos; los boliches
humosos con sus cantores y sus payadores; las figuras hieráticas o grotescas
de los panzones vigilando el "negocio" de sus mujeres; la
romería nocturna por las iluminadas calles del barrio; aquella parafernalia
divertida y pintoresca en medio de un mundillo de aberración y explotación de la dignidad de la mujer; toda aquella fastuosidad casi churrigueresca de Pichincha había dado paso, con los modestos
quilombos de extramuros de su ocaso, a una humilde supervivencia que tenía
-seguramente- más de triste que de excitante.
Fuente: Extraído de la Colección
“Vida Cotidiana de 1900-1930 del Autor Rafael Ielpi del fascículo N• 12