Por Rafael Ielpi
Por su lado, la ciudad
asistiría aquel primer año del siglo XX a una serie de transformaciones,
algunas menudas, otras trascendentes, que tendrían que ver, a veces, con un
simple pero importante cambio de su escenografía urbana, como a mediados de
agosto, cuando comienzan a ser plantados los nuevos árboles que sustituyen a los añosos paraísos de la Plaza 25 de Mayo, y que no eran otra cosa
que los plátanos que después inundarían plazas y calles. O en diciembre,
cuando el Departamento de Obras Públicas concluye los trabajos de transformación
de la "placita" General Paz, ubicada en Córdoba, Paraguay e
Independencia (Presidente Roca), dejándola convertida en un precioso y elegante
paseo que armoniza perfectamente con la suntuosidad que va adquiriendo la calle
Córdoba, con su pavimento de madera, dice La Capital.
El Rosario contaba con
calles pavimentadas, en realidad, desde comienzos de 1865, cuando se consolidan
una treintena de ellas con "macadam", un material que pese a pensarse
lo contrario terminó deteriorándose al tiempo como consecuencia del pesado
tránsito de carros, coches de plaza y otros vehículos similares. Veinticinco
años más tarde, los empresarios López y Arias proponen (y obtienen) la
pavimentación de otras treinta cuadras con materiales de buena calidad y en
1881, es la propia Municipalidad la que toma a su cargo pavimentar, gracias a
un empréstito, unas 480 cuadras con adoquines de piedra y piedra bruta, según
las calles.
El adoquinado de madera
sería impulsado notoriamente por el intendente Alberto J. Paz, realizándose en
espacial en la zona céntrica sobre una base de hormigón que, se suponía,
garantizaba su adherencia y duración. En 1910, el censo contabilizaba 239
cuadras adoquinadas con madera, 419 con adoquines comunes, 5 calles empedradas
y 83 con cubierta de macadam. Sería el adoquinado, sin embargo, el que más se
identificaría con la ciudad de las primeras tres décadas del siglo XX, e
incluso de las dos subsiguientes (como ocurriría, por ejemplo, con Montevideo),
hasta su paulatino reemplazo por el pavimento y el asfalto.
El empedrado era la vida de la calle.
Sobre él, la jardinera del panadero repiqueteaba como un timbre de alegría.
Pasaban los percherones, siempre pensando en otra cosa, y pisaban fuego y
hacían estallar chispas doradas. Todos nosotros conocíamos cada una de las
piedras de la cuadra y cada uno poseía sus minas, sus piedras flojas, bajo las
cuales guardar tuercas, ratones muertos, alambres y otros objetos preciosos.
Después de una lluvia resplandecía de limpieza. Cobraba un brillo entero y
saludable, se cubría de ríos, canales y lagunas y los conservaba todo el largo
tiempo de las incansables navegaciones de papel... El empedrado era algo de
uno, se vivía cerca de él, formaba parte de la casa. El empedrado era tierno y
doméstico, era como si las madres hubieran comprado un gran choclo y lo
hubieran tendido entre las casas, para que los chiquilines jugáramos sobre él
sin lastimarnos.
(Maggi:
Op. cit.)
Aquella
"placita" General Paz, por su parte, se convertiría con el tiempo en
la actual Plaza Pringles (media plaza en realidad), enmarcada por altos
edificios. No era igual entonces el entorno, aunque en octubre de 1900 se
leyera en uno de los diarios rosarinos: Hay en la actualidad 20 edificios de
importancia en construcción en la zona más poblada de la ciudad y se proyecta
construir otros de tanta o mayor importancia, lo que ha de contribuir
eficazmente a dar movimiento a las artes e industrias locales aplicables a la
construcción.
Mucho que ver en todo
aquello tendría el intendente Luis Lamas, preocupado tanto por el progreso
edilicio como por la higiene en una ciudad que demandaba obras de saneamiento
que llegarían poco a poco. En enero del 900, por ejemplo, manda a inspeccionar,
en un solo operativo, 122 viviendas para vigilar la higiene domiciliaria, encontrando
a poco más de la mitad en estado poco satisfactorio, por lo que se multa a sus
residentes.
También de principios de
año es la puesta en marcha de otra iniciativa similar: la instauración de las
llamadas "casas de baños públicos gratuitos", establecidos por la Intendencia a fin de
que puedan bañarse todas las personas que lo deseen y especialmente las de la
clase obrera.
El primero de estos establecimientos,
para hombres y niños, se instaló en la casa de remates de Lamas y Villariño,
que fue cedida especialmente para ese fin, mientras que las mujeres que lo
desearan podían bañarse en el corralón del Departamento de Obras Públicas, en
la llamada Cortada de la
Plaza General Paz (hoy Pasaje Juan Álvarez). En procura de
nuevos locales para aumentar el número de baños públicos, el entusiasta Lamas
se moviliza y puede anunciar el 9 de febrero: El próximo lunes a más tardar se librará al público la casa de baños
gratuita que la
Intendencia hizo preparar en San Lorenzo entre Libertad y
General Mitre. No faltaba tampoco la promoción de la saludable práctica de la ducha y
el jabón que la
Municipalidad insertaba en los diarios, indicando: El pueblo debe acudir a esos baños; no se
necesita ninguna clase de requisitos. No hay más que presentarse y manifestar
al encargado el deseo de tomar un baño y nada más.
En realidad, más de un
rosarino optaba en esos mismos años por otro tipo de baños, los conocidos
"baños turcos", que podían tomarse en el establecimiento balneario de Juan Romano, en San
Martín 930, que garantizaba además baños romanos y rusos; ducha a vapor y escocesa,
baño eléctrico y masajes, con departamentos independientes para damas. El mencionado local sería antecedente de algunos posteriores como por
ejemplo la casa de baños "La Cosmopolita", de Moisés Zacks, instalada a la moderna, según decía su publicidad, en
Corrientes 1281, hacia 1915, y sucesora de la que en
1895 funcionaba en 25 de Diciembre 264.
La ciudad, a los pocos
días de la habilitación de aquellos "baños municipales", iba a
preocuparse sin embargo por otras noticias: las que llegaban desde el norte de
la provincia, más despoblado aún, que daban cuenta de lo que después se daría en
llamar "los últimos malones". Los relatos de entonces ubicaban el
hecho en la zona de San Cristóbal, donde 70 salvajes entraron por el punto llamado
Cachiyuyos, después de atravesar las vías del ferrocarril nacional de San
Cristóbal a Tucumán, por un punto cercano a la estación Bandera. Los indios
costearon la margen izquierda del río Salado, arreando a su paso las caballadas
que encontraban, hasta llegar a la madrugada a la estanzuela Punta de la Isla, donde fueron asesinados
el propietario Pérez y dos de sus peones; a las 5 am. llegaron al puesto,
matando al estanciero Ramón Acosta, que salía a recorrer el campo con su hijo
Pedro, según la información periodística.
El episodio incluiría
otras secuencias, como la odisea del vecino Benigno Basilio y de los jóvenes
Segundo y Eraclio Gorosito, más tres peones, que se atrincheraron en un almacén
de ramos generales de las orillas de la población y salvaron sus vidas,
mientras los indios robaban en la población y asesinaron a un hijo del
estanciero Teodoro Cejas. Las razones del
comisario, ante su inacción, suenan entre patéticas y grotescas: Declaró que no los persiguió por no tener
siquiera un sable viejo, dice La Capital el 8 de marzo de 1900. Los "salvajes" por su parte no eran
otra cosa que una banda de desarrapados y empobrecidos aborígenes, condenados a
la miseria y el hambre y empujados cada vez más hacia el norte por el avance de
las colonias de inmigrantes y, antes, por las operaciones militares que
buscaban ese objetivo.
Las malas noticias, como
las buenas, ya podían conocerse en el Rosario mediante la comunicación
telefónica, que venía del siglo anterior, provista por dos empresas: la
"Compañía Telefónica Siemens”
y la
"Compañía Telefónica del Rosario", que habían instalado, para
mediados de la década del 80, unos 700 aparatos. Una pronta fusión de las dos
daría origen a la "Compañía de Teléfonos Unidos de Rosario", la que
en breve lapso sería absorbida por una sociedad de capitales británicos, la Unión Telefónica
del Río de la Plata,
que denominaría a su empresa rosarina "Compañía de Teléfonos del
Rosario" y por último, en 1890, "Unión Telefónica", como se la
conocería hasta décadas después.
Un intento local
motorizado entre otros por Augusto Wernicke y Esteban Frugoni, en 1905, bajo el
nombre de "Sociedad Cooperativa Telefónica Rosario", no pudo
concretarse pese a contar con el apoyo de algunos poderosos empresarios de la
ciudad (siempre atentos a incursionar en negocios que garantizaran réditos más
o menos interesantes), seguramente por la innegable influencia que detentaba
la aún más poderosa Unión Telefónica inglesa.
Fuente:
Extraído de Libro Rosario del 900
a la “decada infame”
Tomo I Editado 2005 por la Editorial Homo Sapiens Ediciones