por Rosa
Wernicke *
El ciruja caminaba lo más rápidamente que
podía. Iba hacia su barrio, hacia su mundo escondido allá, al otro lado del puente
del ferrocarril Rosario a Puerto Belgrano. Primero el asfalto: Urquiza,
Córdoba, Maipú, Avenida Pellegrini, luego el adoquinado: Necochea, Ayolas,
Esmeralda, Berruti, Convención y, finalmente, vendría el callejón sin
pavimentar hacia el vaciadero. Iba hacia su mundo situado entre un puerto
activo, una elegante avenida de circunvalación, todavía en proyecto, una calle
con nombre de piedra preciosa y otra con nombre de procer o balneario.
La Avenida Belgrano se estiraba,
rodeando, enlazando coquetamente la verja que delimitaba los terrenos
portuarios. No estaba concluida; las obras se habían paralizado y no se sabía
cuándo se les daría fin. Pero de todos modos, era bueno saber que el proyecto
incluía su extensión hasta el barrio Saladillo.
En el límite donde terminaba
aquella y empezaba la desidia urbana, una hilera de arbolitos incipientes
comenzaba a echar ramas y hojas. Pronto se convertiría en una elegante cortina
impenetrable para el ojo humano. Era demasiado hermosa la Avenida Belgrano
para que se permitiera, ni en sueños, que la fealdad del vaciadero municipal
malograra su belleza, para que los despreocupados paseantes percibieran la
pestilencia que emanaba de él y menos que nada, para que se permitiera poner en
tela de juicio, el inexplicable olvido en que vegetaba.
La ciudad parecía avergonzarse de aquel pulmón
enfermo del barrio Mataderos, en donde pululaban millares de criaturas humanas
con su miseria y su orfandad. Estaban allí, olvidados en medio del febril
progreso. Era verdad que el vaciadero quedaba al fin, encajonado, que ni Siquiera Se le
advertía desde la Avenida, pero también era verdad que, deliberadamente,
habíase corrido el telón frente a las destartaladas casuchas, cuevas,
escondrijos y ranchos que poblaban buena parte de las barrancas, de aquellas
históricas barrancas en donde flameó, por primera vez, el pabellón azul y
blanco de la nación argentina. Quedaba arrinconado, oculto, despreciado, ¡como
si se pudiera amar a la patria sin amar todo lo que existe en ella! Era lo
mismo que intentar cubrir una úlcera con un rico guante de piel, o esconder
tras de un abanico "pompadour", unos dientes cariados y sucios. Pero
la ciudad, como la mujer de César, tiene que parecer antes que ser y esto era
por el momento, lo más importante.
*Rosa Wemidce sitúa en 1937 la primera novela argentina cuyo tema es
la "villa miseria". Su título. Las cotínas dé hambre, alude a los montículos de basura que conformaban el paisaje del
vaciadero municipal de la época, donde vivían "los olvidados del
progreso".
Extraído de Revista
Rosario Ilustrada Guía literaria de la ciudad Editada por la Editorial de la
Municipalidad de Rosario en 2004