Por RAFAEL OSCAR IELPI
Para muchos de nosotros, pibes de hace cuatro décadas, el tranvía formaba parte de nuestra vida cotidiana pero también de la posibilidad de descubrimiento de otros barrios, de viajes entretenidos pero larguísimos, de aventuras, paseos, complicidad, diversión: todo junto.
Recuerdo una imagen detenida. Un muchacho casi
quinceañero esperando en la esperando ,a las 5 de la mañana que el
"20" apareciera con su lucecita en la frente, en medio de las sombras
de una calle San Luis arbolada, silenciosa. Eran años de barrios penumbrosos,
con empedrado lustroso y vías cruzando la ciudad como una red de cicatrices.
El "20" venía con su traqueteo, la estrellita de Fernández Moreno en
la punta del tróley, su motorman callado y el guarda ejerciendo el ritual de las relaciones públicas al
alba.
Aquel tranvía atravesaba Echesortu y se adentraba lentamente
en el oeste, por una calle Garzón entonces de tierra, con mucho de callejón de
campo, hasta alcanzar Provincias Unidas y seguir otra vez ahora hacia el sur.
Con su ruido y su campanilla punzante, aquel tranvía de la madrugada pasaba revista a una
ciudad ahora inimaginable: lamparitas espaciadas que alumbraban esquinas
desoladas; carros de lechero rodando a los tumbos; grandes baldíos con árboles
y pájaros; hombres en bicicleta partiendo hacia el trabajo, moviéndose como
fantasmas del amanecer; ladridos de perros a lo lejos, silbatos de una máquina
a vapor haciendo
maniobras.
Adentro del tranvía, el silencio de todos,
dormitando sobre los asientos de madera: la charla del motorman y el guarda.
Algunas veces, el "20" aparecía distinto: habían reemplazado el coche
habitual exhumando del fondo de los talleres un coche que ostentaba aún
asientos de esterilla y agarraderas enloza-das para sostenerse indemne en el
pasillo oscilante. Los cartelitos —también enlazados— recordaban los vetos: "Prohibido
escupir en el suelo" o "Se prohibe
hablar con el motorman".
En algún tramo, el conductor pisaba la campanilla tercamente, avisando a algún retrasado que el tranvía no lo esperaría. De alguna puerta, de un pasillo oscuro emergía entonces un hombre corriendo, poniéndose el saco y llevando en la mano el paquetito con el sandwich. Su Subía jadeante, con ojos de sueño y se sentaba saludando apenas con un murmullo. Lo mirábamos con simpatía y complicidad: era nuestro compañero de madrugón, otro condenado al tranvía del alba. El se quedaba dormido, cabeceando de un lado a otro, insensible a los baches y a los saltos del vehículo. Soñaba (estoy seguro) con un día sin despertador y un viaje en un tranvía que lo llevaría a los lugares deseados. Pero el "20" lo transportaba sin prisa hasta que llegábamos al Cementerio La Piedad, final del recorrido.
Algunos de nosotros lo sacudía un poco y él se
despertaba contento: "Este tranvía es el mejor lugar para soñar: siempre
se sueña lo que uno más quiere". Bajábamos juntos —éramos ya sólo cuatro o
cinco muchachos— y caminábamos en silencio hasta Apdo. Godoy y entrábamos en la fábrica. La anchura del portón nos tragaba sin remedio todos los días, mientras escuchábamos la
campanilla anunciando que el "20" partía hacia el centro; arriba, la
estrellita del tróley parpadeaba como un fuego de artificio o una despedida.
Fuente. Extraído de revista “ Rosario aquí a la
vuelta” Fascículo Nº 14. Autor: Juan Carlos Muñiz. De julio 1991