El Centenario de la
Revolución de Mayo sería también un año fastuoso para los teatros de la ciudad.
Al calor de una celebración que el gobierno conservador de Figueroa Alcorta
quiso llevar a la categoría de acontecimiento mundial, empresarios, artistas y
público convirtieron a Rosario,
aún más que hasta entonces, lo que no en poco, en una continua verbena
escénica, cambiante y diversa como ninguna.
Las fiestas conmemorativas de la gesta de Mayo
tuvieron tanta solemnidad como en Buenos Aires y en ese ambiente jubiloso, un poco rastacuero, la ópera alcanzó una vez más lucimiento singular. Entre
mayo y julio de 1910 se alternaron compañías casi prodigiosas. En el Colón, con
cantantes de primer nivel para ese tiempo y en algunos casos incluso para éste:
la Bevignani, la Bellincioni, Constantino, Gala/li, Schiavizzi, un predilecto
de Mascagni, y un repertorio que incluía tres inevitables: Rigoletto, La Traviata y La Boheme y el estreno de Salomé,
de Richard Strauss, todo de la mano de Walter
Mocchi, siempre a la cabeza de los grandes hechos de la lírica en la Argentina.
Un mes antes de las grandes celebraciones, la sala
de la calle Corrientes reincidía con el "bel canto", con Bianca
Morello, otra de las famosas sopranos de las dos primeras décadas del siglo XX, que
cantaría Zaza, y con la música clásica,
con el violinista bohemio Rafael Kubelik, también un eximio que entraría en la historia de su instrumento. La Capital incitaba a sus lectores a no perderse la
oportunidad de escuchar a un gran artista: Esperemos
que el Colón luzca esta noche con el brillo esplendoroso de sus llenos
completos.
La Opera no quedaría a la
zaga de su rival en esa puja que
enfrentara a ambos teatros
rosarinos durante las tres primeras décadas del siglo XX hasta el decaimiento
del furor de la ópera por un lado y las estrecheces económicas de los
empresarios por el otro. Durante el Centenario, la sala se colmó con Loreley y el debut de una soprano
que luego sería más que célebre: Amelita Galli-Curci, y luego con Aída y otra vez Rigoletto, y hasta fue escenario de
un estreno local, la ópera del maestro rosarino Rissone 25 de mayo de 18Í0, homenaje a los fastos del momento. Que los méritos de la obra (totalmente olvidada a partir de ese mismo debut) no eran mucho, lo señala Horacio Sanguinetti al recordar: Rissone, muy estimado en los círculos sociales de
la , ciudad, hizo cantar ese engendro a los discípulos de
su conservatorio, auspiciado por la Comisión de Fomento de Bellas Artes. Eran
todos jóvenes conocidos y el acto
resultó una brillante muestra mundana. Por lo menos eso...
El 30 de junio de 1910, se anuncia el estreno de Salomé, con Gemma Bellincioni que, de
acuerdo a la promoción de rigor, desde
1886 ha recorrido el mundo cosechando a su paso admiración y entusiasmo, por
las bellezas creadoras de su talento. Desde hace dos o tres años se ha dedicado
casi únicamente a la interpretación de la tan discutida "Salomé" de
Strauss, é l,t que ha hecho una verdadera creación. La expectativa despertada fue
enorme , sobre todo por la novedad que significaba una obra precedida di elogios
tanto como de diatribas provenientes de los sectores más conservadores de los amantes de la lírica.
Buen reflejo de ese ambiente
de interés y curiosidad, aunque
bajo el ropaje humorístico que
caracterizaba a la publicación, es la columna fija que en Monos y Monadas aparecía firmada con el
seudónimo de “Angelita"y que a una semana
de la representación de la ópera
decía un estilo que se parecía
mucho, sobre el final, a alguno de
los monólogo de Niní Marshall:
La próxima semana se inaugura la temporada del
Colón y con motivo de las funciones que deben darse se ha originado una
polémica entre madres e hijas. Concreto: entre las obras a representarse figura
una nueva "Salomé" y tanto se ha hablado de su argumento que la
empresa ha anunciado que la dará fuera de abono. Esta resolución nos ha puesto
furiosas porque estamos seguras de que no nos llevarán esa noche. Te diré que
en resumidas cuentas, el argumento no es cosa del otro mundo: se trata de una
muchacha, Salomé, que se enamora de un pobre diablo, pero éste no le lleva el
apunte, teniendo compromiso con otra, en lo que hace muy bien. La picara
Salomé, que es hija de un rey, manda degollar a su adorado y le presentan la
cabeza de este último en un plato de oro. Entonces viene el arrepentimiento,
Salomé agarra la cabeza y la besa con delirio.
(Monos y Monadas, julio de 1910)
La ópera de Richard
Strauss venía a terciar en una larga competencia
entre óperas italianas, la mayoría de ellas
archiconocidas, y a su mérito musicales se sumaba, como interés adicional para cierta mentalidad conservadora, un libreto
que incluía la famosa "danza de los velos", que la Bellincioni, por
entonces una dama de 46 años, llevó a cabo airosamente: Cuando bailar se la ve/ a esta hermosa Salomé/ en
la danza de los velos, / se cree en los siete cielos/ de la musulmana jé, decía Monos y Monadas al publicar una caricatura de la cantante.
La crítica rosarina fue
benigna con la obra y encomiástica con la cantante: La labor artística de Gemma Bellincioni fue
sencillamente sorprendente. Sus gestos, sus miradas, demostraron cabalmente la
fama universal que la coloca entre las grandes sopranos del mundo, decía La Capital, y la revista de Elisagaray no era menos elocuente: ¿Que cómo interpreta Gemma Bellincioni
"Salomé"? Como lo siente su temperamento y su experiencia de las
almas... Encarna el tipo femenino de Salomé, sentimental y ardiente, apasionado
y frenético de odio y amor. No tiene el vehemente gesto impúdico, no expresa en
sus ojos lascivia. La Salomé de Gemma Bellincioni es la que inspiró su autor.
Siente la música de Strauss, expresándola en sus movimientos y en su voz
poderosa y admirable.
No eran de extrañar los elogios
si se piensa que la Bellincioni había sido elegida por el célebre Tamberlick,
en la década de 1880 para una gira internacional y que su fama de intérprete y
de cantante vigorosa ha perdurado hasta nuestros días. No serían los suyos los
furores desatados por la Tetrazzini pero tampoco fueron escasos, tratándose,
eso sí, también en este caso, de una diva de verdad. Lo cierto es que la
representación de Salomé hizo hablar a la ciudad y la soprano pasó por ella como una revelación,
dejando casi una estela tan brillante como la del fantástico cometa que la
precediera en unos meses.
El Centenario potenció
aquella fiebre del teatro, que
venía sucediéndose desde el inicio
mismo del siglo XX. La incorporación de nuevos públicos (inmigrantes en su
mayoría, criollos de clase media) no sería sin embargo demasiado bien vista por
quienes habían accedido antes a status social y poderío económico a la vez.
Otra nota de Monos y Monadas de ese año sirve para ejemplificar esa sensación de "invasión de
terrenos propios", que embargaba a más de un miembro de la burguesía
local, aunque llegara teñida de humor.
¡Cuánto lujo, querida mía y también cuántas
cachis! En verdad este Rosario se está haciendo muy grande, surgiendo cada día
nuevas familias. ¿Te acuerdas que antes íbamos a los teatros y conocíamos a
todo el mundo? Pues bien: ahora no conocerías la quinta parte de los
concurrentes. Hasta en los palcos te encuentras con caras desconocidas. Nada
más fastidioso en los teatros que los eternos comentarios cuando son ignorantes.
La primera noche me tocó estar sentada delante de dos jóvenes que, te garanto,
me han hecho pasar ratos muy desagradables. Hablaban de todo y uno, que repitió
treinta veces que había estado en Europa, hablaba de música como de los canes.
Imagínate que después de haber oído al tenor dijo: Creía que tenía más voz, siendo su boca
tan grande, y lo dijo muy seriamente, pues enseguida habló de los tenores que dijo
haber oído, confundiendo lastimosamente tenores, barítonos, bajos y hasta actores
dramáticos...
(Monos y Monadas: julio de 1910)
Algunos hechos, además de
los festejos del Centenario, que desatara entre otras cosas un fortalecimiento
de los lazos tradicionales con España, contribuyeron a una especie de regreso
al teatro hispano en el Dais y también en Rosario, más allá de la zarzuela y el género chico, ya establecidos desde principios de siglo.
Uno de ellos fue el arribo a la Argentina, como embajadora de su sobrino, el rey Alfonso
XIII, de la Infanta Isabel (a la que sus entusiasmados connacionales llamaban
sin ningún reparo y con confianzuda familiaridad "La Chata"), que con
su figura rolliza y su disposición a asistir a cuanto homenaje se le tributara, y fueron muchos, se Uñaría
el afecto de la colectividad y el interés de los argentinos. Otro, la llegada de una pareja de actores que hoy
forman parte de la historia
del género en su patria: el matrimonio María Guerrero – Fernando Díazaz de Mendoza.
del género en su patria: el matrimonio María Guerrero – Fernando Díazaz de Mendoza.
Fuente:
Extraído de Libro Rosario del 900 a la “decada infame” Tomo IV Editado 2005 por la Editorial Homo
Sapiens Ediciones