"Parra" o
"Fio", como se rebautizara a sí mismo en su época de eximio tirador
en espectáculos de variedades en todo el mundo, actuó en 1911 integrando una
compañía que se estacionó en el viejo teatro de Rafetto, para estrenar una
serie de piezas tan breves como efímeras: El lobo de mar, Sherlock Holmes en Buenos
Aires, Los Peñaflor, El doctor Franz y Los baños de Saladillo, esta última sin duda una
concesión al "color local".
Parravicini conmociona a la
ciudad y en especial a los sectores más conservadores en cuanto a la moral y
costumbres vigentes con sui salidas, sus "morcillas" salvadoras, sus
cuentos subidos de tono y sus monólogos, una especialidad, entre los que
causaban regocijo y daban comentario para toda la semana algunos como El descubrimiento de América y Lección de moral y urbanidad, que como es de suponer
tenía poco de ambas cosas.
El éxito es resonante y las
ocurrencias del cómico forman parte de la charla cotidiana de los rosarinos,
sobre todo los de las clases populares que son sus incondicionales, aunque no
faltan las familias distinguidas que, vestidas con la etiqueta que demandaba
el teatro (aunque fuera un teatro tan sui generis como el Politeama, que no
había perdido su original condición "galponera"), también se reían a
carcajadas de las obscenidades de "Parra", que era un auténtico
maestro para eso. Todo ello teniendo en cuenta que muchas de sus salidas, a la
luz de lo que ven y oyen hoy los espectadores, sonarían a inocentadas mayúsculas.
En el Politeama, ya
entonces, aquel actor de aspecto diabólico, hijo de una familia distinguida, de
enorgullecedora genealogía, daba razón a las muchas historias y tal vez
leyendas que se cuentan sobre sus recursos y extravagancias en el escenario,
donde cada noche podía ocurrir con él algo novedoso, en busca de lo cual iba un
auditorio siempre nutrido, que mermaba las posibilidades de las otras salas
rosarinas.
Algunas veces, llevado por su
entusiasmo, dejaba las cosas tan enrevesadas que había que seguirle la
corriente para salvar el descalabro escénico. En cierto saínete, habiendo
subido a actuar la noche del estreno sin haber asistido a un solo ensayo, hizo
su aparición en escena. El apuntador alcanzó a darle el pie: ¿Dónde está Núñez? Parravicini lo repitió,
agregando su infaltable morcilla: Me tenía que esperar... Los que estaban en escena por
poco largan la carcajada. Parra se puso entonces a buscar a Núñez hasta debajo
de los muebles, y como los actores seguían tentados por la risa, terminó
exclamando mientras hacía mutis: Se debe haber emborrachado y estará en el
altillo.Voy a buscarlo... Pero resultó que, según el
libreto de la obra, su personaje preguntaba en realidad por la estación Núñez,
ya que caracterizaba a un provinciano recién llegado a Buenos Aires. Hubo que
seguir el equívoco. Al final de la pieza, Parravicini se presentó con el propio
apuntador del brazo: ¡Por
fin encontré a Núñez! ¡Estaba preso! Había inventado un personaje
César Tiempo: Florencio Parravicini, Centro Editor de
América Latina, 1971)
Las andanzas rosarinas de
Parravicini estuvieron signadas por el aplauso y el afecto popular, aunque no
faltaron ingredientes pintorescos, más allá de la propia
condición del personaje, como en la temporada del verano de 1915 en el
mismo Politeama. "Parra" era protagonista entonces de una cabalgata
teatral que incluía nada menos que cinco piezas por día: a las 3 de la tarde Los dos Pérez, Los Peñaflor y El doctor Franz, y por la noche, El Intendente y Loco lindo.
La jornada del 31 de
diciembre de 1914, por su parte, fue movida para el elenco más allá del ajetreo
de actuar en cinco obras diferentes, ya que esa noche nutridas descargas al aire
provocaron diversos accidenten; una bala perdida cayó en el Teatro Politeama
en momentos en que la sala estaba repleta. Hubo alarmas pero no desgracias de
ninguna especie, informaba La Capital. A "Fio", que
era un tirador extraordinario, el incidente de aquel proyectil sin destino
debe haberle dado argumento para alguna de sus proverbiales salidas de
libreto...
Parra tenía una simpatía desbordante: era una
máquina de inventar. Y no sólo en el escenario. En la vida diaria vivía
imaginando cosas a cada momento. En el Teatro Argentino, cruzando el escenario,
tenía su camarín, un camarín muy grande, muy lujoso y muy cómodo. Después de ¡a
función, y a veces antes, venían a visitarlo las cocottes de aquellos tiempos. Pierina Dealessi y yo,
desde nuestro pequeño camarín, escuchábamos el taconeo de sus chapines lujosos
y el frufrú de sus amplias polleras de seda y salíamos a espiarlas porque
sabíamos que iban al camarín de Parra. Escuchábamos las risas y el ruido de los
corchos de las botellas de champagne que se destapaban en su honor. Y nos imaginábamos
cosas... Después volvíamos a nuestra realidad: sandwiches de queso y pan
francés. Parra no venía casi nunca a ensayar. Llegaba al ensayo general de la
tarde y por la noche debutaba... ¿Cómo podía realizar tal milagro? Muy
sencillo: tenía un apuntador llamado Goycoechea que era su sombra y lazarillo.
Desde la escotilla lo iba llevando: Don Florencio, siéntese, don
Florencio, vaya para la izquierda, mire para el costado derecho... Ocurría que en esa época los actores no estábamos obligados a memorizarnos la letra como ahora. Habría tiéé
imposible. A veces se estrenaban dos y hasta tres piezas por semana, •!<
modo que los apuntadores eran indispensables.
(Bozán: op. di )
Mientras la prensa de Rosario era
concluyente en los primeroi días de aquel 1915: Se reitera el éxito de
Florencio Parravicini en ti Politeama, otra noticia comenzaba a entusiasmar a la
ciudad: el anunció de la temporada oficial de La Opera, que prometía cinco
funciones de abono para la mitad de año —la primera función sería el 9 de julio—
con un elenco completo del Teatro La Scala de Milán, que incluía
70 profesores de orquesta, 20 profesores de banda, 60 coristas, 24 bailarinas,
con un repertorio que iba de Ipagliacci a L'africana. Si lo anterior pareciera poco, se agregaban
en los anuncios los nombres de los cantantes: Enrico Caruso, Titea Ruffo y
Bernardo del Muro.
Por su
parte, "Parra" retornaría nuevamente, pero a La Ópera, en 1918, con
la compañía Muiño-Alippi, con Vittone-Pomar y Roberto Casaux, y en 1924 y 1926
al Colón, y en cada una de aquellas temporadas se reiteraba el romance
(jocoso, es cierto) entre el público rosarino, buena parte del cual era de
origen inmigrante, y ese cómico particularisimo, de aspecto faunesco, educado
en los mejores colegios de la Argentina, tirador excepcional, piloto de la
incipiente aviación nacional, pero que había elegido el teatro como oficio y
vocación y, dentro de él, ese género casi indescriptible entre gracioso y
chabacano, que después derivaría en la llamada "revista porteña".
Fue en Rosario, en esa
temporada en el Politeama, cuando "Parra" pudo leer la noticia de su
muerte en muchos diarios nacionales. Poco antes de una de sus actuaciones tuvo
un vómito de sangre que obligó a su traslado al Hotel Italia donde se alojaba
regularmente, y allí se repitió el cuadro con una abundante hemorragia. Sin
pulso y sin conocimiento, fue dado por muerto a las 3 de la madrugada. Los
cronistas de varios de los diarios rosarinos se adelantaron a la confirmación
de la noticia y la publicaron sin más averiguaciones, en aras de ganar la primicia
a los vespertinos. Incluso telegrafiaron el suceso a Buenos Aires, donde
algunos diarios alcanzaron a incluirlo en sus ediciones. A la mañana siguiente, más de una
necrológica daba cuenta de la vida y de las idas y venidas del fallecido artista,
tan querido por el público. El artista, convaleciente de su dolencia, se enteró del
caso una semana después, ya recuperado, al leer los diarios de
aquellos días. Seguramente ni el mismo hubiera inventado una ocurrencia
semejante, aunque algunos años más
tarde le volvería a ocurrir algo similar en Mar del Plata, donde solía
veranear y donde era propietario de un espléndido chalet, acorde con los
tiempos de la "belle époque" de la ciudad de Pedro Luro y Peralta
Ramos.
El 24 de abril de 1914, Parra publica en la
popular revista porteña Fray Mocho una jocosa página que, bajo el título de
"Mis memoria de ultratumba", pasa revista al inusual episodio en
Rosario: Lo
hago con gusto porque supongo que no existe en la tierra nada tan bonito y
agradable como reírse de la propia agonía, sobre todo cuando gozamos de perfecta
salud y especialmente cuando esa agonía sirvió para probarnos que aún tenemos
en este mundo amigos capaces de llorar por nosotros, que pasamos la vida haciéndoles reír...
Después de agradecer a los médicos, sin cuya
idoneidad, afirma Parravicini, este artículo lo hubiera
escrito, sin duda, mi cadáver, relata
lo que él supuso eran sus momentos finales: Entraron mis amigos, los
más íntimos. Me estrecharon la mano, me besaron, me empaparon en lágrimas saladas
o salerosas. Yo trataba de animarlos, pero quien más ánimo precisaba era yo,
que veía, en realidad, que me moría. Los médicos me habían puesto en la cabeza
una bolsa de hielo y al divisarme en el espejo que hay frente a mi cama,
rodeado de aquellos hombres jóvenes y viejos que sufrían por mí y al contemplarme
con aquel monumento polar en la sesera, juro que me sentí un sultán, un
Nabucodonosor, un Sardanápalo. Y entonces comencé a repartir todos mis bienes,
muebles e inmuebles.
El
"fracaso" de aquella muerte lo impulsaría, días después, a requerir
la devolución de sus legados "postumos", y a prepararse para
reiniciar una rutina teatral que lo iba a tener como rey indiscutido hasta su
muerte, por su histrionismo y talento para la improvisación, más allá de
zafadurías y procacidades que hoy serían inocentes, y por su convocatoria, que
lo ubicaba entre los actores más taquilleras del teatro nacional.
Tuve a Parravicini en el
Teatro Colón en 1924 y por dieciséis días defunción le pagué 24 mil pesos, a
razón de 1.500 pesos por día, el mayor cachet que se le ha pagado a un artista
de teatro argentino. Es inexplicable que Parravicini, artista de sensibilidad
tan fina, de educación tan esmerada y
de instrucción poco común, tuviera una propensión tan acentuada por lo grosero,
principalmente en escena. ¡Las recomendaciones y ruegos que tenía que hacerle
incesantemente para que no se pasase! Pero él me decía: ¿Qué quiere? Yo soy así: en
cuanto me descuido, me salen sin darme cuenta. No puedo remediarlo... En escena, no necesitaba
hablar para caer en lo pornográfico: un gesto, una mirada, un simple mutis
bastaban para que diera a entender una situación escabrosa. El público captaba
enseguida el doble sentido, y propenso como es a todo lo que sabe a picardía,
se desternillaba de risa... ¿Ysus monólogos? Eran su especialidad: cuando decía
menos palabras era cuando el público se reía más. Recuerdo siempre cómo
festejaba la gente su explicación de cómo hacía el aviador para poner en marcha
el aeroplano. Se agachaba, miraba alrededor para ver si alguien lo estaba
observando, y luego hacía el famoso gesto de tirar la cadena...
No faltan tampoco los testimonios
de sus largas tenidas nocturnas con amigos rosarinos, donde el inefable
artista contaba sus actuaciones en los tablados parisinos a comienzos del
siglo, o en la Costa Azul. Allí, recordaba, se había codeado con Frégoli, otro
célebre de los dos siglos y hasta con Cléo de Merode, la artista-cortesana de
lujo que enamoraría a más de un monarca de aquella Europa de imperios que no soñaba
aún con la guerra. Aquella temporada de "Parra" de 1911 en el
Politeama rosarino fue resonante, al punto de que más de un crítico no vaciló
en afirmar, y quizás no exageraba, que el cómico hacía reír a la ciudad...
Paraba en el "Hotel
Italia" y todas las noches, después de la función, varios amigos solíamos
acompañarlo caminando desde el Colón hasta allí. Para recorrer las diez o doce
cuadras empleábamos horas porque Parravicini, que era un trasnochador
empedernido como todo artista e incomparable causeur, empezaba a contarnos los
chistes y cuentos de su inagotable y especial repertorio, parándose en la
vereda en los momentos más importantes del relato. Cuántas veces hemos visto
llegar el amanecer sentados en los cordones de la esquina de Sarmiento y San
Luis, escuchando a Parravicini que nos entretenía con sus ocurrencias mientras
de ¡a "Europea" salían los repartidores con sus cargamentos de pan
fresco...
(Carpentiero: op. cit.)
Monos y Monadas, cuya sección de crítica teatral era muy
leída y considerada tanto por el público como por los propios
artistas (que temían sus sarcasmos tanto como los de la otra
revista de esa época, Aplausos y silbidos, que repartía ambas cosas por igual, según
fuera el Caso), comentaba
en 1911 la temporada de Parravicini y su despareja compañía: Dejemos de lado si Parra
es o no es un artista, puesto que ya le declaramos genio. Parra es un buen
muchacho que sabe divertir al público y atraerlo y que, por ende, sabe su
negocio. En materia de compañía, se trajo lo que pudo recoger en Buenos
Aires sin grave perjuicio para el bolsillo, salvo algunas excepciones, y trajo
esta compañía y no otra porque no había nada peor... Pero Parra sabe llenar la
escena. Cuando él aparece se puede creer que habrá de qué reír, a pesar de sus
chabacanerías. En sus monólogos, especialmente, el hombre tiene chispa. Y se
nos ocurre una idea: ¿por qué no elimina todas las partes y se queda trabajando
solo? Aseguramos que no habrá una unidad de menos en los espectadores...
Apenas
una semana después, la revista se vuelve a ocupar del gran "Fio": Parravicini se ríe.
Parravicini hace reír. Retratando el pibe o dando lecciones de moral y
urbanidad es algo estupendo. Hipocondríacos, melancólicos y cansados de la vida
van a reír con Parra y se curan. El Consejo de Higiene, justamente alarmado, lo
va a llamar al orden, porque cura tan descaradamente en público las
enfermedades incurables. Parravicini se ríe y nosotros también...
Iris, otra de las publicaciones contemporáneas, es
asimismo propensa a definir al cómico como un real actor, más allá de sus
salidas de tono: En el Politeama hemos
visto "La Ribera" de Palacios y hemos admirado a Parra. Su capitán
inglés es perfecto. Pocas veces se retrata un tipo con tal verdad, tan tanta
profusión de detalles. ¡Bravo, Parra! Ese inglés le absuelve de pecadillos
veniales, condesciende el
cronista
En el proscenio fue mal
ejemplo para otros actores y un espectáculo propio y ajeno, ya que comenzaba
por divertirse con lo que hacía y extendía ese estado de ánimo al público.
Apenas alcanzó a disciplinarlo el cine, que lo aficionó cuando el film mudo y
le ofrendó éxitos resonantes en el sonoro, sobre todo al lado del director
Manuel Romero. A qué dudarlo, era un actor extraordinario. Los desbordes
redondearon su unívoca personalidad. Casi rabelesianamente, dibujó también una
carátula de la chacotonería porteña con ribetes legendarios que sobreviven en
historias díscolas o perversas Pero Parra (como se lo motejó) era en ¡a
intimidad un burgués culto, de refinados gustos y tuvo otra máscara:gozador de
la vida le temía a la muerte. Cuando la enfermedad se le anunciaba optó, a los
65 años, por disiparla en el suicidio.
("Los
derroches de arlequín", en revista Panorama,
23 de marzo de 1971)
Pujol define certeramente el lugar de actor
en la evolución del espectáculo en la Argentina y algunas de las claves de su
éxito perdurable: Con Parravicini se perfila
el actor cómico moderno y se pone en funcionamiento el sistema estelar del
espectáculo en la Argentina. Por lo pronto, Parra cumple con un requisito
básico para ser una verdadera estrella: construye con su vida un personaje,
borroneando así las fronteras que separan la vida del arte. Parra rueda su
propio film (él, que se anima ante las cámaras cuando sus colegas las
consideran bastardas) con secuencias que deslumbrarán a los observadores de la
época. Como los personajes que le toca vivir, Parra es el actor de los
desbordes. Así como derrocha su fortuna cortando amarras sociales, su paso por
la vida teatral está signado por los excesos. Parra es sorpresa y escándalo:
seduce, en primer término porque el despliegue escénico promete continuar la
fiesta fuera del escenario, en la vida real. Si no teme transgredir género y
tutearse con el futuro, tampoco se detiene en su vida privada.
Edmundo Guibourg resumiría, al filo de sus 90 años, su opinión de Fio: Hubo un modelo que sirvió para todos los
actores cómicos que existieron en el país, influidos directa o indirectamente
por él, que fue Parravicini. Confieso que me divertía, para mí era encontrar la
carcajada, encontrar la alegría en una bufonería que no tenía nada de
pornográfica. Alguna vez lo acusaron de tener algunos gestos que eran resabios
de su vida en los tabladillos. Pero era mentira. Parravicini nunca dijo una
mala palabra y si hizo alguna alusión, con gestos, eran cosas que hoy
parecerían tan inocentes que a nadie le llamarían la atención. Hoy en día, con
el destape, Parravicini sería la inocencia en persona...
Unos meses antes del debut
del cómico, el Politeama había albergado una curiosidad: la compañía francesa
de Caralt estrenando un Conan Doyle de escalofriante título, que parecía
inventado por el propio "Fio": El vendedor de cadáveres, mientras poco después una española olvidada, Angelina Caparó, se le
animaba nada menos que a Electra de Sófocles. Menos suerte había tenido, también en agosto de 1911, la
respetada Comedia de Madrid, que traía a Pepe Salerno como cabeza del elenco y
que concitó unánimes comentarios elogiosos de la mayoría de los críticos de la
ciudad, pero poca presencia de espectadores. Monos y Monadas tendría una explicación contundente para ese injusto fracaso: Parravicini se lo lleva todo...
Fuente:
Extraído de Libro Rosario del 900 a la “decada infame” Tomo IV Editado 2005 por la Editorial Homo Sapiens
Ediciones