Por Héctor N. Zinni
¿Cuál es la verdad del
encuentro Magaldi – Evita? Sigamos atentamente el relato que nos
hace Tomás Eloy Martínez, basado en las revelaciones de Mario
Pugliese, Cariño:
'Fue la propia Evita quien
confió a sus primeros amigos de la radio que Magaldi la había
llevado a Buenos Aires, y ellos echaron a rodar la historia: Elena
Zucotti, Alfonso Pisano, Pascual Pelliciota, Amelia Musto. Pero el
único que sabía la verdad era Mario Cariño. Tardé varias semanas
en dar con él.
"En 1934, Cariño tenía
una fama casi tan vasta como la de Magaldi, pero de otra índole.
Disfrazado de Chaplin, dirigía una orquesta cómica que desfiguraba
los valses y foxtrots de moda injertándoles sonidos de la jungla,
chirridos de cadenas, berridos de infantes y suspiros de novia.
Treinta años después, ya en plena decadencia, se convirtió en
quiromántico, astrólogo y consejero sentimental. Fueron esas
habilidades las que me permitieron ubicarlo.
"En el barrio donde
vivía, cerca de Parque Rivadavia, aún se ganaba la vida leyendo las
manos o dibujando las cartas astrales de los vecinos. Apenas podía
moverse: una caída en el baño le había destrozado la cadera.
Cuando me recibió estaba pálido, consumido, como si ya hubiera
muerto y nadie se diera cuenta. La mirada se le distraía con
facilidad en regiones indecisas del aire y rara vez se posaba en
algún objeto.
"Hablamos poco más de
dos horas, hasta que la atención se le disipó y no pudo
recuperarla. La memoria del pasado seguía intacta y dura dentro de
él, como una vieja casa sin puertas ni ventanas donde el aire y el
polvo no se han posado nunca. Sólo cuando avanzaba hacia el presente
la memoria se le deshacía en cenizas. No sé cuánto de lo que voy a
contar ahora es fiel a la verdad. Sé que es fiel a sus recuerdos y a
su pudor tanto como es infiel a su lenguaje socarrón e indirecto,
que a mí me parecía de otro siglo.
"Cariño empezó por
describir su primera tarde de tedio en Junín: las zambas atronadoras
que difundían el altoparlante hasta las diez de la noche; la
polvareda de moscas en el hotel Roma, donde se alojaba con los
músicos de su orquesta; las maniobras fragorosas de las locomotoras
en la estación Pacífico; las rondas de las chicas que paseaban del
brazo por la Plaza San Martín y, mientras los miraban de reojo,
hablaban de ellos tapándose la boca. Vagamente me dijo (o tal vez me
indujo a pensar) que una realidad tan monótona acaba por parecerse a
la eternidad, y que cualquier eternidad es desesperante.
"En el comedor del Roma
cenaron un jamón rancio y unas achuras verdosas. Los músicos se
sintieron indigestados. Nadie durmió bien. Magaldi llegó a la
mañana en el tren de las diez con Pedro Noda, su compañero de dúo.
Dejaron el equipaje en otro cuarto inhóspito del Roma, y luego se
entretuvieron con Cariño en el cine Crystal Palace, donde esa noche
darían el recital. Los camarines eran baños escuetos con pisos de
portland. El único reflector del escenario se apagaba a los tres
minutos de encenderse o condescendía a parpadear. Magaldi opinó que
era preferible cantar a oscuras.
"Su humor, naturalmente
sombrío, estaba por desbarrancarse en la depresión. Se hizo la hora
de almorzar. Cariño no quería regresar al hotel, donde el menú del
mediodía era tan amenazante como el de la noche. En un almacén de
ramos generales les recomendaron la pensión de Doña Juana Ibarguren
de Duarte, que atendía sólo a huéspedes fijos, pero que no dejaría
escapar a comensales tan renombrados como ellos.
"La pensión estaba en la
calle Winter, a tres cuadras de la plaza. Después del zaguán se
abría un comedor enorme, a través del cual se divisaba un patio de
enredaderas y glicinas. Magaldi llamó a la puerta y preguntó si
aceptaban diez personas mas para el almuerzo. Una mujer robusta, de
lentes, con un pañuelo en la cabeza, asintió sin sorprenderse. "Son
tres platos", dijo, "y por cada plato hay que pagar setenta
centavos. Vuelvan dentro de media hora".
"Los aguardaba un
almuerzo memorable, con humitas en chala y puchero de gallina. Cariño
recordaba que compartieron la mesa con tres huéspedes estirados, que
calzaban polainas y usaban cuellos de palomita: uno era, creía,
oficial de ¡a guarnición local; los otros se presentaron como
abogados o maestros. Las hijas de Doña Juana comieron en silencio,
sin levantar la mirada del plato. Sólo una de las mayores lamentó,
al pasar, que el único hermano estuviera lejos de la casa. Nadie,
dijo, imitaba tan bien las imitaciones de Cariño.
"Magaldi acaparó la
conversación. La compañía y el vino le habían mejorado el humor.
Entretuvo a las jóvenes explicándoles con detalles los secretos de
la grabación de los discos en cuartos herméticos, donde los
cantores dejaban caer la voz dentro de una bocina gigantesca (sic), y
cautivó a los huéspedes hablándoles del gran Caruso, a quien había
paseado por Rosario (sic). La única que parecía ajena al hechizo de
Magaldi era la hija menor, que lo examinaba con seriedad, sin
sonreírle ni una sola vez. Tanta indiferencia incomodó al cantor:
"Noté", me dijo Cariño, "que al final del almuerzo
se había olvidado de los demás y sólo se dirigía a ella".
"Evita tenía quince
años. Era pálida, traslúcida, con unas largas cejas depiladas que
estiraba dibujándolas casi hasta las sienes. Llevaba cortado a la
garçón el pelo fino y algo seboso. Como casi todas las adolescentes
del pueblo, apuntó Cariño, era desaseada y de una pudorosa
coquetería. No sé cuánto de la imagen que él me transmitió está
teñida por la Evita que frecuentó después, durante los primeros
meses de 1935. La memoria es propensa a la traición y, en
definitiva, lo que importa en este relato no es su desabrida belleza
de aquellos años sino su osadía.
"Antes de que sirvieran
los postres, una calandria se posó en una de las fuentes y picoteó
un grano de choclo. Doña Juana consideró que era una señal de buen
augurio y propuso otro brindis. El abogado o el maestro porfiaron que
no era una calandria sino un zorzal. Uno de ellos se puso unos lentes
de carey oscuro para estudiar el pájaro de cerca. Evita lo detuvo
con un ademán seco: "Quédese quieto - le dijo - cuando las
asustan, las calandrias no vuelven a cantar."
"Magaldi se quedó
pensativo y a partir de ese momento dejó de hablar. A él, como a
Gardel y a Ignacio Corsini, solían llamarlos indistintamente "el
zorzal criollo" o "el ruiseñor argentino" (ruiseñor
es el otro nombre de la calandria). Era supersticioso, y debió
sentir que si por azar coincidía en la misma mesa con un pájaro
arisco, que sólo se deja ver en cautiverio, era porque ambos estaban
hechos de la misma sustancia.
"Magaldi creía en la
reencarnación, en las apariciones simbólicas, en el poder
determinante de los hombres. Que Evita mencionara sin querer el más
secreto de sus terrores - no poder cantar - le hizo suponer que entre
Ella y él había también un lazo invisible. Cariño me lo dijo con
un lenguaje más esotérico y temo que, en mi afán de aclarar sus
ideas, lo que estoy haciendo es enrarecerlas. Habló de Ra, Urni,
peregrinaciones astrales y de otros paisajes del espíritu cuyo
significado no entendí. Una de sus imágenes, sin embargo, se me
quedó grabada. Dijo que, después del incidente de la calandria, las
miradas de Evita y de Magaldi se cruzaban a intervalos. Ella jamás
apartaba los ojos. Era él quien bajaba la cabeza. Después de los
postres, Ella dijo, con voz inapelable: "Magaldi es el mejor
cantor que hay. Yo también voy a ser la mejor actriz."
"Antes de que se
marcharan, la madre llamó a Magaldi y se lo llevó a uno de los
dormitorios. Desde el comedor se oían las eses cadenciosas de la
mujer, pero no sus paiabras. El cantante murmuró algo que sonó a
protesta. Al salir había recuperado su apariencia melancólica:
"Sigamos conversando mañana", dijo. "Recuérdemelo
mañana."
"El cine Crystal Palace
se llenó esa noche de sábado. La orquesta de Cariño actuó
iluminada por las arañas del techo. Magaldi, que prefería la
penumbra, encendió en el escenario dos candelabros y creó el efecto
lúgubre que convenía a sus canciones de desdicha. Las mujeres de la
familia Duarte ocuparon media fila de plateas, en el fondo y
aplaudieron con entusiasmo. Sólo Evita parecía lejana e
inconmovible. Sus grande ojos castaños estaban clavados en el
escenario y no reflejaban nada, como si se le hubieran retirado los
sentimientos.
"A la salida esperaban
seis o siete chacareros, que habían llevado a sus familias para
demostrarles que Magaldi era de carne y hueso y no sólo una ilusión
de la radio. Las madres de algunos presidiarios se acercaron a Pedro
Nada con cartas de súplica para que se aliviaran los horrores de los
calabozos de Olmos. Sobre el cordón de la vereda, apoyados en las
puertas de sus voiturettes, estaban los empresarios del Crystal
Palace, que habían organizado un banquete en el Club Social. Vestían
trajes blancos y camisas de cuello duro.
"Parecían impacientes,
y, cada tanto, hacían sonar las bocinas. Entre Magaldi y ellos se
interponía Doña Juana, cruzada de brazos, impertérrita. Estaba muy
elegante, con una gran rosa de organdí en el escote. Esperó unos
pocos minutos y se adelantó hacia el cantor. Lo tomó del brazo y lo
desvió de su camino. Cariño, que estaba atento, oyó el diálogo
rápido y seco.
"- Acuérdese de lo que
me prometió: mañana almuerzan otra vez en mi casa, no? Usted y Noda
vienen como invitados míos.
No sé si vamos a poder - la
esquivó Magaldi -. Es una función de vermut. Nos deja poco tiempo.
"- La función es a las
seis. Tienen tiempo de sobra. ¿Por qué no vienen a las doce y se
quedan hasta las tres?
Está bien. A las doce y
media.
Y hágame un último favor,
Magaldi. Pase a las once por la plaza, puede? A Evita le han dado
quince minutos para que diga versos por el altoparlante. Se muere de
ganas de que usted la oiga. ¿Se ha fijado bien en ella?
Es bonita - dijo Magaldi -.
Tiene condiciones.
"- ¿No es cierto que es
muy bonita? Se lo dije. Este pueblo le queda chico.
"Las bocinas de las
voiturettes los apremiaron. Magaldi se desprendió como pudo y entró
en uno de los autos. Toda la noche estuvo enterrado en sus
pensamientos, dejando caer unos pocos monosílabos de compromiso.
Casi no comió, bebió sólo un par dé grappas, y cuando le pidieron
que templara la guitarra, alegó que estaba sin ánimo. Noda tuvo que
cantar solo.
"Regresaron al hotel poco
antes que amaneciera. Se distrajeron en el vestíbulo de entrada con
las trepidaciones del expreso que venía de atravesar el desierto.
Cariño propuso dar una vuelta a la manzana y, antes que nadie
respondiera arreó a Magaldi, que obedecía con resignación. Era
noviembre, el cielo estaba limpio y en el aire flotaban las chispas
del rocío. Recorrieron una cuadra de casas iguales, en las que se
oía crepitar a las gallinas. Vadearon un baldío, un corralón, los
adoquines desparejos de una cochería. Caminaban con las manos en los
bolsillos, sin mirarse.
"-Qué esperás para
contarme lo que te pasa? - dijo Cariño - A ver si aprendés a
confiar en alguien.
"- Estoy bien - contestó
Magaldi.
"- A mí no me jodés. Yo
nací conociendo a la gente.
"Se detuvieron bajo un
farol. La luz dibujaba un círculo tembloroso. "Sentí, me dijo
Cariño, que los diques de adentro se le venían abajo. No podía con
su alma y necesitaba desahogarse".
"Doña
Juana, cantó Magaldi, le había pedido que apadrinase a Evita en
Buenos Aires, después
de haber pasado meses oponiéndose al viaje. No quería que la hija
se fuera sola, a los quince años, cuando apenas había terminado la
escuela primaria. Pero Evita, dijo, no se doblegaba. Insistió tanto
que le quebró la voluntad. Era huertana, no tenía allá otro
pariente que un hermano conscripto y soñaba con ser actriz. Por
Junín habían pasado dramaturgos como Vacarezza, cantores como
Charlo, recitadores como Pedro Miguel Obligado. A todos les había
pedido ayuda y todos la negaron con el pretexto de que era una niña
y debía madurar.
"Magaldi,
en cambio, veía más lejos que cualquiera de ellos. Los superaba en
fama, en relaciones, en recursos. Nadie rechazaría una de sus
recomendaciones. Esa chica tiene cualidades, había dicho. Y no podía
volverse atrás. Además, estaba la calandria. Se había posado en la
mesa para marcar su destino. Desoir los avisos de una calandria era
invocar la mala suerte"
1.
NOTAS:
1
Tomás Eioy Martínez, Santa Evita, op. cit.
Fuente:
Fragmento extraído de Libro “Rosario era un espectáculo” “¡
arriba el Telón
¡” de Héctor Nicolás Zinni . Ediciones Del Viejo Almacén . Año
1997