Por Rafael Ielpi
Los avatares del progreso llegados con el nuevo siglo
iban i modificar la ciudad casi radicalmente. El viejo y pintores) o tramway a
caballo tendría un sucesor no menos ruidoso en el tranvía eléctrico; las casas
chatas empezaron a ser humilladas por imponente residencias de dos y hasta de
tres pisos; se pavimentaban calles, se las iluminaba, se abrían avenidas, se
formaban barrios.
Grandes tiendas e imponentes almacenes, en el centro
del Rosario, no impedían la proliferación, en la misma zona y en todas las que
estaban ya pobladas o comenzaban a serlo, de todo tipo de negocios, desde los
modestos almacenes con despacho de bebidas a panaderías, fondas, mercados
donde proliferaba una especial población, mercerías, corralones, pequeñas y
grandes industrias, talleres, etc.
No lograría aquel avance, sin embargo, desterrar por
mucho tiempo a ese comercio callejero vocinglero, confianzudo, pintoresco, que
desde fines del siglo XIX solía recorrer las calles de la ciudad, cada uno con
su pregón o sus peculiaridades distintivas, algunos caminando, otros a caballo
o sobre un carro; algunos con canastas pesadas, otros con carritos de mano,
pero todos empeñados en ganarse el sustento gracias a la calidad de su
mercancía o a sus habilidades de vendedor.
Todavía en
el Centenario, ya desaparecidos algunos de estos tipos urbanos pero de ninguna
manera la mayoría, Monos y Monadas analiza el
fenómeno de esos vendedores ambulantes: Es algo que
forma parte hoy de la vida doméstica, mal que les pese a los puesteros de los
mercados. La sirvienta, la señora y los niños esperan la llegada del ambulante
como la de un pariente queridísimo; la primera por evitarse cotorreos; la
segunda por comprar ella misma; y los últimos por la yapa.
Dada
la vida que la generalidad de los vendedores hace en el Rosario, poca ganancia
les es menester. Tan poca que una insignificancia de centavos bastan y sobran
a algunos. Obsérvese, si no, la vida de los turcos, los que a voz en cuello
pregonan mercaderías de un solo precio: 20 centavos. Cada mercancía tiene sus
vendedores especiales. Las naranjas, los tomates no son pregonados por otros
vendedores callejeros que los italianos; los pescados de río y las sandías por
otros que no sean criollos; los quesos y las gallinas por otros que no sean
españoles, y así cada artículo y cada nacionalidad.
("Vendedores ambulantes", en Monos y Monadas,
27 de agosto de
1911)
La nota de Monos y Monadas anotaba un
hecho digno de atendérsela posibilidad que aquella condición de
"marchantes", de comerciantes callejeros, daba a más de uno para ir
acumulando un capital que
muchas veces
alcanzaba niveles importantes, al punto de permitirles el regreso, siquiera
eventual, a su patria, como ocurriera con aquel verdulero conocido como
"Carusito", al que la revista consignaba en viaje a Italia. Por el
Centenario, e incluso bastante después, el desfile de aquellos hombres
generalmente dicharacheros que galanteaban alas muchachas de la servidumbre,
era permanente y cotidiano. En los barrios, pertenecían casi a la escenografía
cotidiana, del mismo modo que a la memoria de quienes fueron testigos de ese
tiempo.
A la tardecita, solía aparecer el vendedor de
lupines, con las bolsas cho- rreando agua colgadas a los lados del caballo. Era
un hombre irascible que insultaba sin más ni más. Pero los. lupines tenían un
gusto especial: quizás en el agua del remojo echaba los puchos del toscano...
Una vez .1/ mes golpeaba el llamador de la puerta el vendedor de piezas de música,
con el fardo de los valses y los tangos bajo el brazo: "Adiós,
Taboada"; "Langosta"; "Trapo viejo"... Otro vendedor
lo mandaba La Porteño
en coche de plaza. De las valijas sacaba esencia de flores para hacer perfume,
y frasquitos de esencias para licores: anís, pippermint. Todas las semanas, y a
domicilio, teníamos a la vieja de los manises, menuda, consumida. Le mirábamos los brazos con tatuajes
azules. Ella decía que era turca y que la nuera la mandaba a vender. A eso de
las 10 gritaban los carboneros de El león
del carbón, desde los carros: "¡Carbón fuerte, carbón flojo!", que
entraban a la casa en grandes bolsas de arpillera. También pasaban los
hueseros, con los carros cargados de huesos que llevaban a la Refinería Argentina,
perdiendo a veces una costilla o un caracú...
(Foresto de Segovia:
Testimonio citado)
El 27 de agosto de 1911, Monos y Monadas aportaba otra
visión: El vendedor ambulante es el comerciante más dado a la competencia.
Ofrece sus mercancías a precio de costo cuando comprende que le trabajan el cliente y lleva la competencia hasta el
terreno de los hechos. Eso sí: para evitar clavos se prestan mutua ayuda. El
vendedor está, por esa causa, mezclado en los chismes del vecindario que
recorre. Para averiguar las finanzas de cualquier vecina orgullosa no hay más
que interrogar al verdulero u ofrecerle un dato interesante para el negocio, que
lo obligue a parlar. Esto lo saben bien las comadres, que tan a
sangre y fuego llevan las habladurías.
Lo cierto es que aquellas presencias
cotidianas en las calles de la ciudad, con sus peculiaridades, sus picardías y
su necesidad imperiosa de ganarse la vida, formaron parte de la vida diaria de
vanas generaciones de rosarinos para los que su recuerdo o evocación cons-ti
tuina también la legitima búsqueda de un tiempo perdido
En la mañana se sucedían los pregones: el del gringo de los pájaros,
que vendía junto con éstos gatitos y perritos. El del gallinero, que empujaba
el carrito cargado de gallinas que se picoteaban, patos y conejos... Al
anochecer, volvían los pichincheros del Mercado. A esa hora, el pregón de los
duraznos amarillos y papas a 1,20 la arroba, echaba en el aire un eco de
tristeza. Era la hora en que se ponían blancas las flores de la enredadera de la Bella de Noche, que colgaba
de los tapiales. Después venía la noche, con las pitadas del vigilante de la
ronda, y el paso del escuadrón a caballo, y detrás del sueño, los gallos del
alba, respondiéndose a gritos de una casa a otra...
(Foresto de Segovia:
Testimonio citado)