Por Rafael Ielpi
Dos años antes, a
mediados de abril de 1914, el secuestro de Antonio Bevacqua, un menor de 8
años, hijo de un carbonero, había indicado la persistencia de la estrategia de
extorsión inaugurada por la "Mano negra" en los primeros años del
siglo XX. Uno de los implicados en el hecho, como cabecilla de un grupo, sería
Nicolás Ballestreri, alias "Bianco", un siciliano que hasta ese año
contaba ya con un frondoso prontuario en el que constaban acusaciones por lesiones,
violación de domicilio, secuestro, robo, etc., que nunca habían podido comprobarse
como para condenarlo. El fue quien se llevó al niño con la excusa de un paseo
en bicicleta y lo hizo trasladar por su hermano Antonio a las afueras de
Rosario, mientras se pedía un rescate de 4000 pesos.
El reconocimiento de
Antonio Ballestreri por parte de unos vecinos y cierta chapucería de los
secuestradores ayudó a la policía a desovillar la trama del secuestro (por el
que no se llegó a pagar rescate alguno) y a la detención, un mes después, de
los implicados en mayor o menor medida: Nicolás, Antonio y José Ballestreri y
otros tres "paesanos":Vicente Mazzioro, Pedro Braccio y Vicente
Spina. El procedimiento sirvió para tranquilizar a una opinión publica y a una
prensa cada vez más preocupadas por la ineficiencia policial respecto a esa
sucesión de hechos que nunca encontraban solución ni culpables ciertos.
"Bianco", que consiguió fugarse a los pocos días de su detención,
iba a aparecer una década después implicado en otro de los muchos episodios
protagonizados por la mafia en la ciudad.
Pero 1916 iba a
resultar clave para esta temática vinculada estrechamente a la ciudad, aunque
no sea grata a muchos rosarinos. Es justamente ese año cuando algunos hechos
sacan a la luz el nombre de José Cuffaro, a quien se vincula con un hecho de
singular resonancia entonces: el asalto, por una banda mañosa que lo contaba
como jefe, a un tren de pasajeros del Central Argentino.
Un año antes, el 27 de
octubre de 1915, Cuffaro había sido detenido por la policía junto a un grupo
de sicilianos como él, en un sótano del Teatro Colón, del que era conserje, en
una reunión mañosa en la que sin duda se tramaba si no un asalto otra acción
que les generara réditos económicos. Entre la decena de asistentes, algunos
apellidos como Curaba o Vinti, volverían a figurar en las primeras planas de
los diarios quince años después; en esa ocasión, en cambio, nada se opuso a que
siguieran todos libres, más allá de la constatación de la existencia de armas
y de una especie de cueva que tenía toda la apariencia de los cubículos utilizados
para mantener oculto a un secuestrado.
El 24 de mayo de 1916, el convoy N° 20, en viaje de Rosario a Retiro
(portador de los fondos para el pago a los ferroviarios de dicha línea), fue
detenido por los mafiosos a la altura de la localidad de Coronel Aguirre; luego
de dominar al maquinista y al pasaleña, forzaron el vagón postal del tren
apoderándose de los sacos de dinero y de las joyas y metálico del sorprendido
pasaje. Una huida desordenada, que les provocó la pérdida de parte de las
sacas y redujo el considerable botín inicial a uno mucho más modesto (del cual
Cuffaro se llevaría la parte del león), fue la culminación casi
"chambona" de una operación estudiada largamente por la banda, en la
que se había incluido a un conocedor como Pedro Alessi, que se había
desempeñado como guarda del Central Argentino, y completaban Antonio Sciabica, (José Ansaldi, Esteban
Curaba y Salvador Casalicchio.
No vinimos a Rosario para
instalarnos en una casa sino en un conventillo enorme, donde había cerca de
cien familias, una por habitación, un sitio infame en el barrio Refinería. Ahí
vivía un italiano al que todos conocíamos sin conocer. Quiero decir que era un
vendedor de lupini y de ricotta. El caso es que el siciliano iba con su canasto por la calle, anunciando
a los gritos los lupini y la ricotta y diciendo cosas que nadie entendía,
versos populares sicilianos, y cantando canciones en dialecto, con un vozarrón
fortísimo que se oía a un par de cuadras. Recoma varios barrios, cada día por
las mismas calles: hacía un verdadero esfuerzo para ganarse la vida con sus
ventas minúsculas. Todo el mundo lo conocía, pero nadie lo conocía, porque
nadie sabía que su verdadero trabajo no era ése, tan sacrificado y de tan poco
rendimiento, sino otro, más delicado y completamente invisible: era el heraldo
de la mafia. Cada día, en su invariable caminata, llegaba hasta la cárcel. Y
pasaba por la acera de enfrente cantando. Cantando lo que hubiese necesidad de
cantar, en siciliano, para que lo oyeran los paisanos presos. Mensajes que le
hacía llegar cualquier señor de apariencia normal que lo paraba para comprarle
unos lupini y cambiaba con él dos o tres frases.
(Vázquez-Rial:
Op. cit.)
Aquella acción
fulminante y casi cinematográfica, que tuvo amplia repercusión en la prensa por
el carácter pionero de este tipo de robos en la Argentina, marcó el
ingreso de Cuffaro, a quien se conocía por su apodo de Peppo Budello, a la
notoriedad periodística y sería sucedida en los años posteriores por una serie
de secuestros y asesinatos, mientras buena parte de la clase alta rosarina se
debatía ante el temor de un posible secuestro o de una extorsión y no pocos
sicilianos que habían conseguido hacer alguna fortuna sufrían ese tipo de
delitos sin poder denunciarlos a la policía, un riesgo que ninguno quería
asumir por las sanguinarias represalias posteriores.
Contemporáneo al asalto al tren pagador sería otro hecho, el secuestro
el 15 de julio de 1916, de José Zapater, un muchacho de 21 años, hijo del
cochero Miguel Zapater, auriga de uno de los cientos de coches de plaza que
poblaban las calles de la ciudad, que daría un toque de real atención acerca
del poder de la hasta entonces misteriosa organización. El cochero, propietario
de otros tres vehículos del mismo tipo, recibió un pedido de rescate de 40.000
pesos que inician.1 uní larga y sangrienta odisea de 52 días, culminada con la liberación de su hijo. Antes de esa instancia, el 6 de septiembre, Zapater intentaría un inútil y suicida
encuentro con los secuestradores,
que para entonces habían tenido un contacto con la familia y
habían reducido a 10.000 pesos el rescate.
La cita, acordada en la
zona del actual Barrio Belgrano, sería modi ficada sobre la marcha por los mañosos, que exigieron al cochero el pago inmediato. Este les entregó 400 pesos, afirmando que era todo lo que había reunido y se
enzarzó en una áspera discusión dirimida por último a tiros. ya que Zapater había decidido ir armado al encuentro, acompañado por su hijo Joaquín, menor de edad. Baleado en uní pierna, lo que pareció en principio una herida menor lo llevaría a la muerte pocos días
después, adicionando al secuestro una nota sangrienta
Sucesivos procedimientos y el reconocimiento del coche di caballos en que se movilizaron los secuestradores hacia la cita, condujeron a la policía a la resolución del caso, luego de la liberación,
sano y salvo, de José Zapater el 10 de septiembre. Es allí donde reaparece José Cuffaro, sindicado como el
instigador y planificador del secuestro, y un grupo de mañosos (en el que se contaban partícipe.
directos y cómplices en distinto grado) que incluía a intervinientes en el asalto al tren como Salvador Casaliccio, Antonio Sciabica, Juan Curaba y Luis Ansaldi
junto a Antonio y Vicente Amato, Francisco Ulisano, Angel Terrazzino, José yVicente Nocera,
Luis Curaba y Pedro Alessi. También fue
arrestado Vicente Cuffaro, quien moriría en la < ál cel, por maltrato
policial según algunos y por un ataque cardíaco según los forenses. La primera hipótesis no era casual si se tiene en cuenta
los métodos utilizados para la obtención de confesiones o testimonios incriminatorios con los
presos, de una perversidad a veces refinada \ otras de una brutalidad
enfermiza.
Los dos hechos (el asalto al tren y el secuestro de Zapater) habían desatado una hasta
entonces inusitada actividad policial, ordenada por el Jefe de Policía
Néstor Noriega y comandada por los Jefes de Investigaciones José
María Brignardello y Manuel Ludueña, el comísario Miguel Pinazojosé María Fernández, Néstor
Cepeda, Serafín
Camb íasso, Luis M. Cestola y Agustín Camelmo, este último asesinado tiempo después
como consecuencia, se dice, de estos hechos. Las batidas dieron frutos rápidamente. El 16 de
septiembre, un desprevenido cónclave mafioso es sorprendido por un operativo en una casa de 9 de Julio al 2400;
la reunión congregaba a peces grandes y chicos, como los nombrados, a los que se agregaron Esteban Curaba, Antonio
Schianza, Antonio Schiaviglia y José Farruggia. A esa larga lista de detenidos
no pudo sumarse a Cuffaro y Esteban Curaba, quienes alcanzaron a huir.
Aquel golpe de suerte
permitiría la condena de algunos de los implicados en ambos episodios. Unos, al
ser reconocidos por el maquinista y el pasaleña del tren asaltado y otros, por
algunas infidencias relacionadas con el asesinato del cochero Zapater,
especialmente las de Casalicchio y Sciabica, que dejando de lado el código de
silencio y lealtad, no vacilaron en sindicar a Cuffaro como el jefe y a denunciar a otros implicados. La euforia policial, al creer desbaratada
totalmente la mafia, parecía justificada, aunque los hechos ulteriores se
encargaron de desmentir impiadosamente aquel infundado optimismo.
El fallo judicial
llegaría recién en junio de 1922 condenando, de iodos los presuntamente
implicados, a Casalicchio y Sciabica a cadena perpetua, a Luis Ansaldi a diez años
de reclusión, a Juan Curaba y Pedro Alessi a ocho años y a seis a Angel
Terrazzino y a Francisco Ulisano. A los hermanos Antonio y Vicente Amato se los absolvió.Tres meses antes, el
7 de marzo, caerían finalmente en manos de la policía, cerca de Rosario, Esteban Curaba y Cuffaro, aunque éste (una vez
más) se abrió ( imino a la libertad fugándose al día siguiente.
Reaparecería en octubre
de 1923 al presentarse ante un juez para responder por el asalto al tren, al que la justicia sumó el caso Zapater. Una vez más, las contradicciones intencionadas, el silencio, la recurrencia a la pérdida de la memoria sobre el pasado
y el miedo a la "vendetta", terminaron por librar a Cuffaro de una
larga reclusión, pero eliminando de allí en más su nombre de los sucesivos hechos protagonizados por la
mafia. También reiteradas serían, entre 1916 y los primeros años de la década del 30, las noticias sobre otro mafioso Juan Avena, que ingresaría a la cronología del
delito con su orgulloso alias de "Senza Pavura" y cuyo prontuario
ostentaría en 1926 entradas por lesiones, hurto, extorsión y homicidio; esta
última lo llevaría a la cárcel entre 1921 y 1924. Su nombre y sus acciones
delictivas iban a tener actualidad hasta ya superada la década del 30, como se verá.
Fuente: Extraído de Libro Rosario del 900 a la “decada infame” Tomo II Editado 2005 por la Editorial Homo
Sapiens Ediciones