La Ópera consigue galvanizar a su público
en octubre cuando una gran artista llena el escenario del antiguo teatro de
Schiffner de taconeos y revuelos de batas de cola y vestidos gitanos: Antonia
Mercé, a quien se conoce como "La Argentina" y se reconoce como una de las más
grandes artistas del baile español y flamenco de todos los tiempos. La
presencia de la Mercé
tuvo el efecto de un detonante para una gran audiencia de andaluces y españoles
en general, extrañados no sólo de sus paisajes sino de la profundidad y
colorido de sus bailes y sus cantes, por la distancia.
La artista, que bailaría acompañada por el pianista Luis Galvé, no necesitó
comentarios elogiosos previos, ya que su solo nombre era ya entonces atracción
suficiente. Las críticas, sin embargo, tuvieron ponderaciones como éstas: Antonia Mercé baila, baila como ninguna bailarina lo ha hecho hasta
ahora. Baila mejor que nadie, pero no se queda en el baile solamente; busca sus
secretos motivos y nos los vierte también... Agota la plástica del baile
ibérico y alcanza perfecciones técnicas que se nos antojaban antes
inalcanzables y que realizados por ella, con la sublime facilidad de su modo, parecen
cosa de ensueño. Nadie como ella sabe hacer leves sus pasos sobre el escenario.
La Mercé, que
había nacido accidentalmente en Buenos Aires en 1890 y cuyos padres eran
españoles maestros de baile, había estado cuatro año antes, en 1915, cuando,
sin ser primera figura, se la reconocía ya como la expresión más perfecta del
admirado en la
Argentina. En Monovar, víctima de un accidente, ha muerto Emilio Sagi-Barba,figura de
la escena española. El aplaudido barítono atraía la simparía del público
rosarino, recordó La Capital entonces.Y era cierto. Tanto él como su
mujer, la también cantante Luisa Vela, habían actuado en varias temporadas,
cuando las romanzas y los dúos de las grandes zarzuelas eran cantados o
silbados por miles de rosarinos, muchos de ellos españoles ya por entonces
definitivamente integrados a la ciudad.
Fuera de toda confrontación con las grandes salas pero apelando al
recuerdo de algunos y a la infancia de otros, el Pabellón Anglo-Argentino, de
Avenida Pellegrini y Paraguay, daba cabida ese año al denominado "Circo
Jockey Club", que no era otra cosa que el trashumante ámbito de un viejo
maestro del circo criollo, el legendario Frank Brown, que regresaba (más
cansado, mucho menos ágil pero no vencido) al picadero rosarino.
El celo periodístico por los horarios de
los espectáculos no se había acallado en 1920, aunque ahora las razones eran
más atendibles: Las funciones terminan a un
horario muy avanzado, dando lugar a inconvenientes a gran parte del público,
ya que utiliza el servicio de tranvías, cuyo horario regular termina después
de las 24 horas. El público tiene parte de culpa por la costumbre de concurrir
tarde a los espectáculos, se
quejaba la prensa.
Ese año final de la década, el Olimpo,
por su lado, daba cabida al teatro y a las compañías nacionales, privadas ya de
la vieja pero entrañable amplitud del desaparecido Politeaina de la calle
Progreso. Así, una serie de títulos que eran estrenos o poco menos: El patrón del agua, La casa donde no entró el amor, El último gaucho. El
cacique blanco, permitió al binomio integrado por
Enrique Muiño y Elias Alippi el logro de una temporada exitosa.
En La Comedia, y siguiendo los pasos de Antonia Mercé,
otra gran bailarina ("bailaora" para algunos), recibía elogios y
lisonjas: Encarnación López, "La Argentinita", nacida como la Mercé en Buenos Aires e hija
también de padres españoles, que la llevarían a su tierra a los cinco años. Su
hermana Pilar, que bailó con ella siendo una joven-cita en giras posteriores,
fue una continuadora talentosa de su arte, formando con Antonio (el gran
bailarín muerto en 1995) una de las parejas más admiradas en todo el mundo.
La presentación de Encarnación en Rosario
sucedería a su debut porteño en el Empire Theatre en julio de 1920; allí,
"La Argentinita"
había coleccionado críticas elogiosas de este tenor: Reconocíase unánimemente que se trataba de una artista personal y, en su
género, única. La bailarina, también pareja sentimental
de Joselito, el famoso torero muerto en plena juventud, y luego, por muchos
años, de otro matador célebre, Ignacio Sánchez Mejía, abandonaría el baile
largo tiempo, para regresar a los escenarios como una real figura de la danza
española, en 1935, saludada por críticos y escritores que, como Enrique
Diez-Canedo o José Bergamín, elogiaban con entusiasmo su retorno y su arte.
Entonces volvería nuevamente a la Argentina, ya con un elenco de notables
bailarines, con quienes encararía, en un esfuerzo plenamente
logrado, un panorama más amplio y sugestivo de las expresiones flamencas.
Aquellas estampas —"El Café de Chinitas", entre otras— tocadas ya por
la inspiración de Ignacio Sánchez Mejía, ya por el genio de Federico García
Lorca, fueron acaso, los que por imitación, dieron origen a los actuales
espectáculos de folklore español, señala
Sosa Cordero. Encarnación López murió en plena madurez humana y artística, como
Antonia Mercé, el 24 de septiembre de 1945, en Nueva York.
Fuente:
Extraído de Libro Rosario del 900
a la “decada infame”
Tomo IV Editado 2005 por la Editorial Homo Sapiens Ediciones