Por Osvaldo Aguirre
La gracia misteriosa de sus textos partía una formación literaria exquisita. También brilló como traductor con sus versiones de Baudelaire. Creía el arte “ se realiza en una secuencia de luz, conciencia y belleza.
Según recuerda Hugo Padeletti, "durante las tres décadas comprendidas entre 1930 y 1960, aproximadamente, la vida intelectual de Rosario fue enriquecida con la presencia activa de Arturo Fruttero". Esa presencia se concretó en una constante y apasionada tarea de promoción y difusión cultural, a través de conferencias y estudios en el Museo Juan B. Castagnino, el Colegio Libre de Estudios Superiores y Amigos del Arte, entre otras instituciones. Y en la creación de una obra poética que persiste como una de las más exquisitas que se hayan escrito en la ciudad.
Nacido en Tortugas, Santa Fe, en 1909, Fruttero se radicó muy joven en Rosario. Formado primero con el científico y humanista Ardoino Martini, luego con el filósofo Francisco Romero y finalmente, ya en un plano de amistad, con el musicólogo Antonio Camarasa, se destacó desde temprano por su erudición y amplio dominio de los problemas del arte. Sus textos comenzaron a hacerse visibles en "Paraná", la notable revista de R. E. Montes i Bradley, y en "Arci", publicación de la Asociación de Cultura Inglesa donde dio a conocer traducciones de poetas británicos.
Su casa de Urquiza 1246, planta alta, dice Padeletti, "fue el centro inagotable, continuamente alerta, lúcido y abierto a todas las posibilidades de la experiencia, de un círculo de amigos" donde se contaban, además del gran Hugo, la escritora Beatriz Guido, el historiador Ricardo Orta Nadal y los poetas Alex Rodríguez Bonel, Fausto Hernández y Alberto Garría Fernández. De ese núcleo salió "Con-. fluencia", revista que publicó dos números entre 1948 y 1949 y en la que Fruttero j ofreció sus versiones de Gérard de Nerval (del francés al español) y del propio Hernández (del español al francés). También frecuentó a los pintores del grupo Litoral, relación que derivó en estudios sobre las obras de Leónidas Gambartes y Domingo Garrone.
En 1944 publicó su libro "Hallazgo de la roca", con poemas singulares como el "Tratado de la rosa", texto de forma filosófica que remite a su primer escrito conocido, "Meditación preliminar". Durante diez años, los últimos de su vida, se dedicó a trabajar en una versión de las flores del mal", de Charles Baudelaire. Al tiempo que traducía, reflexionaba sobre la poesía y sobre el propio arte del traductor. A través de la lectura de Baudelaire, afirmó su concepción de la poesía: la escritura debía tener un propósito ético, actuar sobre el lector en procura de una toma de conciencia sobre su condición y sus circunstancias. El arte, decía, se realiza en una secuencia de luz, conocimiento, conciencia y belleza. A su muerte quedaron inéditos textos en prosa, poemas, ensayos, correspondencia y papeles diversos que fueron recopilados en "Obra poética y otros textos" (Editorial Municipal de Rosario, 2000). Sus traducciones aún no han sido recogidas en un volumen. En "Fruttero se va al campo", posiblemente su último poema, escribió de sí mismo: "Ha adivinado un secreto/ Y con su secreto/ Se va". Unos versos que nos devuelven a la gracia misteriosa de su poesía.
Fuente: Publicado el artículo en la Revista de diario “La Capital de 140 años.