Por Rafael Ielpi
Los fastos del Centenario todavía despertaban algunos ecos cuando otra
serie de hechos relacionados con la crónica policial atrajeron la atención
ciudadana, con una mezcla de bombas, crímenes y atisbos mañosos, en los
primeros meses del año siguiente. A mediados de febrero de 1911, una bomba
casera pero poderosa explotó, en plena noche, en la entrada de la casa del
doctor Martín Fragueiro, en Entre Ríos 363, a la que una medianera separaba de las
oficinas de la firma importadora "Queirolo Hermanos". La explosión
destruyó por completo la puerta de acceso a la vivienda del profesional y
produjo daños en la mampostería, sin que nadie, y en especial la autoridad, le
encontrara razones al atentado.
Cinco
meses más tarde, un ex: sargento de policía, Isauro Casas, iba a protagonizar un hecho que espantaría a
los rosarinos, y al que Monos y Monadas llamaría
el crimen de la embaulada, suceso que según expresaba la revista recuerda a los novelescos dramas de París. Casas había llegado desde Pergamino portando como equipaje un baúl
grande que cargó en el coche de plaza N° 500, de Juan Moreno, en el que se hizo
conducir, en un largo viaje, hacía
Saladillo y las Basuras, para
terminar pidiéndole al cochero que le guardara el equipaje en su casa hasta el
día siguiente.
Aunque
contrariado por el encargo, según declararía después, el cochero Moreno accedió
al pedido, pero al comprobar al día siguiente que el pasajero no venía a
retirarlo a la hora convenida, entró en sospechas y denunció el hecho a la
policía de Tiro Suizo, que al abrir el valijón de cuero se encontró, con la
comprensible sorpresa, ante el cadáver de una mujer, Adriana Prevoste, antigua vecina de Estación Paz y otros pueblos cercanos, donde vendía
caricias, aseguraba la revista. El ex sargento, que
fue detenido en un subcomité político, donde actuaba
como adherente (no sin antes haber escapado a los tiros
de una celada policial), terminó confesando con cinismo la historia del crimen.
Casas, que vivía en concubinato con la mujer, que era de carácter
celoso, terminó una de las tantas discusiones dándole un golpe en la sien que la
desmayó y destrozándole el cráneo con los tacos de sus botas reglamentarias: Quiso ocultar su crimen y metió el cadáver en un baúl que adquirió al
efecto, despachándolo al día siguiente para Estación Roca: por error, se le
fletó al Rosario, adonde Casas se dirigió y tuvo que cargar con el equipaje
macabro.
Mientras el coronel Felipe Goulú, al que revistas
como Monos y Monadas harían blanco de más de una humorada semanal, asumía como sucesor del
médico Isidro Quiroga en la
Intendencia rosarina en julio de ese año de 1911, reaparecen
en la ciudad las noticias públicas sobre una presunta organización delictiva de
características mañosas, a la que se conoce como "La Mano Negra", de la
que una publicación afirma que está
integrada por italianos del sur de la península. Entre julio y agosto, la misma amenaza de muerte a Domingo Di Lucio,
exigiéndole la entrega de 1500 pesos, e inmediatamente se produce un ataque del
mismo origen contra un vendedor de papas poseedor de cierta fortuna, José Mártire, que vivía
en Río Bamba 1619, no lejos del Mercado de Abasto.
Mediante
un anónimo poblado de figuras extrañas y cruces negras, le demandaron la suma
de 2.100 pesos, que debían ser depositados en Alberdi,
línea del Ferrocarril Provincial, frente a la plaza, so pena de muerte. Mártire, sin medir las consecuencias de la amenaza, no hizo mucho caso
de la misma y sufrió la represalia previsible: una bomba en la ventana de su
casa que produjo daños pero también temor en la ciudad, hecho agravado por otro
crimen de graves características en la misma época. De
continuar en la forma que va, el Rosario recuperará muy pronto el denominativo
que le concedió la crónica roja. Estamos a crimen diario. Así como suena: a
crimen diario, comentó Monos y Monadas.
La
campaña santafesina está minada de vividores de este género. La mayoría son
meridionales italianos. Las ganancias son líquidas y requieren más que un poco
de audacia. Los que se resisten a entregar dinero reciben agresiones
inopinadas, a veces heridas y otras, muy raras, la muerte. Generalmente el chantage o la
amenaza van bien dirigidos y sólo fallan cuando el elegido resulta menos tonto
de lo creído y denuncia a la policía o les tiende una red y los descubre.
("La Mano Negra", en Monos y Monadas, 23 de julio de 1911)
El que
estos hechos no fueran debidamente evaluados por la policía rosarina no les
quitaba la relevancia que sin duda tenían como primeras exteriorizaciones
públicas de la que a partir precisamente del Centenario de Mayo pasaría a ser
definida por la prensa como "la mafia" en la Argentina. En
realidad, ya desde finales del siglo XIX y primeros años del XX se conocía en
Rosario la existencia de muertes misteriosas, sobre todo en las zonas de
quintas que rodeaban a la entonces modesta ciudad, episodios que tenían toda la
apariencia de ajustes de cuentas, venganzas o, en todos los casos, represalias
sangrientas.
Incluso se sospechaba la existencia de grupos de tipo mañoso en
distintos puntos de la ciudad de entonces: en Barrio Mendoza, en la zona de
Pueyrredón y San Luis, en un corralón de 9 de Julio y Balcarce, en el barrio
Refinería (donde el siciliano Diego Radduzzo cobijaba en una pensión a aquellos
coterráneos que buscaban refugio de la policía o la justicia), tanto como en
las varias carbonerías en las
que bajo esa inocente aunque negra, apariencia
se ocultaban las actividades delictivas.
Una
promesa de matrimonio incumplida o la entrega de una suma de dinero confiada en
Italia y no realizada en Rosario daban origen a hechos de sangre en los que rara vez aparecía el culpable,
apunta Gustavo Coletti. La condición mayoritaria de sicilianos de las víctimas de esos sucesos y de sus presuntos victimarios, hizo que parte de la inmigración de ese origen cayera bajo la generalizada sospecha de la policía tanto como de la prensa, al punto que muchos de los
sicilianos de probada honorabilidad deciden la creación, en 1907, de una
llamada "Sociedad Estímulo y Socorros Mutuos entre Sicilianos" (que
contaría con un antecedente en la Societá Fratellenza
Siciliana de Socorros Mutuos de 1889) para hacer más visible su falta de
vinculación con el delito y apoyar, en lo posible, a sus paisanos y a quienes
fueren amenazados por la "Mano Negra" primero y por la Mafia después, aun cuando la
solidaridad que ésta última brindaba a los sicilianos que se la demandaban
privara a la flamante entidad solidaria de buena parte de sus objetivos.
No
sería fácil, sin embargo, la lucha contra ella si se piensa que, como se dijo,
ya desde los años iniciales del siglo XX coexistían en la ciudad distintos grupos,
por lo general verdaderos clanes familiares, de amigos y paisanos de un mismo
pueblo de Sicilia, como ocurría con los de Cuffaro, Ballestrini, los Curaba
(luego mencionados en forma reiterada en los años posteriores), cada uno
liderado por un jefe, sin una organización real entre cada grupo, y enredados
todos ellos en permanentes hechos de violencia y muerte.
A ello
se uniría la presencia de uno o dos "giúdices", como lo era Cayetano
Pendino, especie de autoridad máxima para la resolución de enconos, afrentas y
enfrentamientos entre la colectividad mafiosa, cuyos fallos eran (o debían
serlo) acatados por quienes recurrían a su consejo, encaminado casi siempre a
evitar violencias que pusieran en peligro los negocios comunes y expusieran a
la luz pública los procedimientos brutales con los que se dirimían, en muchos
casos, esas cuestiones vinculadas a un secular concepción del honor.
En algunos casos, y el de Pendino es uno
de ellos (pese a su reticencia a reconocer un ascenso económico que lo llevó a
vivir de rentas en la época en que su figura alcanzó notoriedad), a la
obediencia de los jefes tanto como de los mafiosos rasos al "giúdice"
se sumaban las vinculaciones que muchos de ellos irían consolidando más tarde
con la policía, en algunos casos con la justicia e incluso el poder político,
que durante mucho tiempo serían si no sus aliados por lo menos sus cómplices
por omisión. A ello se sumaría, como añadido, la peculiar personalidad y la
ancestral tradición cultural de los sicilianos, sus ya consignados y
particulares códigos de honor y su exacerbado sentido del mismo.
El carácter hosco, taciturno y excitable en materia de honor y de
familia, contribuyó a formar la imagen de los inmigrantes confirmada por las
primeras rivalidades que germinaron dentro de la colectividad siciliana. La
palabra vendetta, las respuestas lacónicas (lo non saccio niente depara el mejor ejemplo) y una suerte de Ley del Talión esquematizaron
la conducta de los inmigrantes hasta el punto que algunos sectores optaron por
segregados.
(Gustavo Colettti:
"Historia de la mafia", en revista Boom, 1968)
Ya antes del primer Centenario, algunos hechos sangrientos habían
alertado y conmovido a la ciudad y persuadido a muchos de la existencia real de
esa red de intrincadas relaciones entre sicilianos, derivadas muchas veces en
brutales crímenes de difícil dilucidación. En 1908 se suceden dos de ellos: en
enero, un enfrentamiento a balazos en un conventillo de calle Urquiza al 1800,
en el que mueren dos italianos de ese origen que habitaban allí: Onosio Alegre
y Gaetano Chiaretta y un tercero, Miguel Costanzo. Las investigaciones precisaron
esa vez el origen del episodio: la participación de los dos primeros en el
asesinato, un año antes, de Vicente Costanzo, cuyos hijos Miguel (que resultara
muerto) y Tomás, tomaron a su cargo la condigna "vendetta".
El
segundo caso tendría como víctima a otro habitante del mismo conventillo, Vicente
Ruggero, un modesto picapedrero baleado y apuñaleado de modo salvaje que antes
de morir decidió trasgredir todo código y acusar a quien sindicó como uno de
sus agresores, Gaetano Grecco, a quien las pesquisas inmediatas confirmaron
como tal junto a otros dos paisanos: Rafael Zamutto y Rafael Giamundo.
En los
expedientes judiciales del caso se advierte que en la absolución de los tres
tendría decisiva influencia el código de silencio y el sentido tic la
tradicional "omertá" de la propia familia tic la víctima que, por temor o no, decidió no incurrir en la misma y fatal transgresión de Ruggero, afirmando que no conocían a
Grecco, pese a que eran casi
vecinos y procedían del mismo pueblo de Sicilia, e insistiendo en que el muerto no tenía enemigos. Un testigo que aportara serios
testimonios que incriminaban seriamente a Grecco y Giamundo (quien había
arribado a la Argentina
unos días antes del crimen) se retractó poco después, aduciendo haberse
confundido, sin duda convencido de garantizar de ese modo su inmunidad futura
ante una "vendetta" por delación...
No
menos preocupación y espacio en la prensa y actuaciones judiciales en los
Tribunales rosarinos, motivarían otros hechos de claro tinte mafioso un año más
tarde. A mediados de junio, es asesinado a balazos Francesco Randissi (que
había llegado al país en noviembre del año anterior para vivir con su hermano
Antonio en uno de los tantos conventillos rosarinos) y que ya había sido
baleado unos meses atrás. También en ese caso, sostuvo ante la policía el
hermético silencio habitual, mientras Antonio Randissi retornaba a Italia,
poniendo saludable distancia con esa espiral de sangre.
Las
investigaciones policiales, pese a todo, terminaron detectando a los autores de
los balazos fatales: José Fera y Vicente Tabusso, el primero de ellos sindicado
como cabecilla de uno de los tantos grupos mañosos de la ciudad e instalado en
Rosario unos años antes, procedente de Norteamérica. La falta de pruebas
fehacientes en contra de ambos obligó a su excarcelación, aunque con la
libertad llegaría para Fera la hora de ser víctima de la "vendetta"
dos días más tarde: un sanguinario asesinato de más de veinte puñaladas y seis
balazos. Como en un círculo reiterado, uno de los asesinos era Rafael Zamutto,
implicado en la muerte de Ruggero y también esta vez absuelto gracias al
"non saccio" de los participantes, testigos y convocados por la
autoridad. Eso explica que estas sucesivas venganzas entre sicilianos
terminaran casi siempre en callejones sin salida para la policía y la justicia,
pese a las razzias indiscriminadas y continuas entre la población de ese
origen, habitante por lo general de los conventillos diseminados en la ciudad.
Pero Zamutto no iba a desaparecer así
como así de las páginas policiales. A mediados de julio es asesinado a balazos
Bartolomé Liborio, de quien se sospechaba su condición de mañoso vinculado a
extorsiones y a algo más sangriento aún. Como Zamutto compartía con el muerto
una de las innumerables piezas del mismo conventillo, fue nuevamente detenido,
interrogado y finalmente liberado gracias al hiératico y proverbial mutismo
siciliano. Como en el caso de Fera, poco duraría vivo: el 5 de septiembre tres
hombres lo emboscan en el oeste de la ciudad, una zona poblada de quintas de
propiedad de italianos y lo matan a balazos.
Los tres matadores (apresados por vecinos que presenciaron el hecho y
consiguieron detenerlos) eran por supuesto sicilianos: Nicolás Cipollajuan
D'Agostino y Esteban Curaba y no tenían antecedentes como mañosos. El último de
ellos, sin embargo, iba a protagonizar algunos de los hechos más resonantes de
la década del 20 y primeros años de la siguiente. En septiembre, la nómina de
víctimas de estas venganzas se engrosaría con dos crímenes: los de Andrea
Zambitto, prácticamente cosido a puñaladas en la sección novena, y José
Pecoraro, ultimado a balazos.
Las primeras acciones de lo que a partir de allí
se bautizara como "La
Mano Negra" iban a tener como destinatarios a otros
sicilianos que tenían relación con dos ámbitos caros a la Mafia: el Mercado de Abasto
y el rubro de la horticultura, en los que hallarían víctimas propicias para la
extorsión y la protección, dos métodos habituales de la sociedad delictiva,
estrechamente vinculados uno al otro, que serían utilizados asimismo en
localidades cercanas a Rosario o del sur santafesino.
El
Mercado Central, en pleno centro, y el Mercado de Abasto, donde hoy se emplaza la Plaza Libertad,
serían territorio de los mañosos en el comienzo y también en el apogeo de la
organización y lo eran ya en 1910. En realidad, la metodología de monopolizar
el comercio de los mercados había sido utilizada en aquellos mismos años por
los mañosos de Buenos Aires, que regulaban los negocios de verduras en los
mercados de Abasto, Spinetto, Buenos Aires, Lorea y otros, mientras en Córdoba
elegirían como rubro el de la carne, controlando el abastecimiento a las
carnicerías de acuerdo a la sumisión de los comerciantes a los precios y
condiciones de la mafia. No faltan, sin embargo, quienes descreen de la participación
mañosa en estos ámbitos y esos rubros, como Osvaldo Aguirre en su libro sobre
la mafia en la Argentina,
aunque son también notorios los testimonios que dan esa presencia como
verdadera.
Poco después de llegar nosotros, empezaron los de la Mano
Negra. Mandaban
unas cartas torpes, con amenazas, pidiendo dinero para no cumplirlas: Si no
paga tanto dentro de cuatro días, secuestraremos a su hijo. O mataremos a su
mujer. O lo mataremos a usted. Escribían en cocoliche, que es esa jerga que
hablan los que no han conseguido salir del italiano, o de su dialecto de
origen, y todavía no han conseguido aprender el castellano, y firmaban con la
imagen de una mano en tinta negra. Pagaban los chacareros piamonteses, que
sabían que aquello no era broma, porque tenían memoria, y vivían una verdadera
pesadilla. Hasta cincuenta mil pesos se pagaron: una fortuna. Hubo quien se
negó a dar su dinero y quedó muy mal parado. Hubo viudos y muertos por avaricia
o despreocupación. Les parecía una tontería todo eso de la mano negra. Y no era
una tontería, lira la mafia, en sus primeras acciones en la Argentina.
(Horacio
Vázquez-Rial: Las leyes del pasado, Ediciones B, Barcelona, 2000)
Los hechos de extorsión y secuestro de comerciantes, quinteros o
artesanos serían el germen de los sucesivos hechos que, entre 1930 y 1933 sobre
todo (y como lo analizaran Héctor N. Zinni en La mafia en Argentina y
especialmente Osvaldo Aguirre en Historias
de la mafia en la Argentina),
pondrían a Rosario en las primeras planas de los
diarios de todo el país, con los avatares del enfrentamiento entre Chicho
Grande y Chicho Chico, el asesinato de Abel Ayerza y otros episodios similares,
convertidas asimismo en excelente ficción por Horacio Vázquez-Rial en Las leyes del pasado.
Fuente: Extraído de Libro Rosario del 900 a la “decada infame” Tomo II Editado 2005 por la Editorial Homo
Sapiens Ediciones