Escudo de la ciudad

Escudo de la ciudad
El escudo de Rosario fue diseñado por Eudosro Carrasco, autor junto a su hijo Gabriel, de los Anales" de la ciudad. La ordenanza municipal lleva fecha de 4 de mayo de 1862

MONUMENTO A BELGRANO

MONUMENTO A BELGRANO
Inagurado el 27 de Febrero de 2020 - en la Zona del Monumento

Vistas de página en total

martes, 30 de abril de 2013

MANOS NEGRAS Y SANGRE


Por Rafael Ielpi
Los fastos del Centenario todavía despertaban algunos ecos cuando otra serie de hechos relacionados con la crónica policial atrajeron la atención ciudadana, con una mezcla de bombas, crímenes y atisbos mañosos, en los primeros meses del año siguiente. A mediados de febrero de 1911, una bomba casera pero poderosa explotó, en plena noche, en la entrada de la casa del doctor Martín Fragueiro, en Entre Ríos 363, a la que una medianera separaba de las oficinas de la firma importadora "Queirolo Hermanos". La explosión destruyó por completo la puerta de acceso a la vivienda del profesional y produjo daños en la mampostería, sin que nadie, y en especial la autoridad, le encontrara razones al atentado.
Cinco meses más tarde, un ex: sargento de policía, Isauro Casas, iba a protagonizar un hecho que espantaría a los rosarinos, y al que Monos y Monadas llamaría el crimen de la embaulada, suceso que según expresaba la revista recuerda a los novelescos dramas de París. Casas había llegado desde Pergamino portando como equipaje un baúl grande que cargó en el coche de plaza N° 500, de Juan Moreno, en el que se hizo conducir, en un largo viaje, hacía Saladillo y las Basuras, para terminar pidiéndole al cochero que le guardara el equipaje en su casa hasta el día siguiente.
Aunque contrariado por el encargo, según declararía después, el cochero Moreno accedió al pedido, pero al comprobar al día siguiente que el pasajero no venía a retirarlo a la hora convenida, entró en sospechas y denunció el hecho a la policía de Tiro Suizo, que al abrir el valijón de cuero se encontró, con la comprensible sorpresa, ante el cadáver de una mujer, Adriana Prevoste, antigua vecina de Estación Paz y otros pueblos cercanos, donde vendía caricias, aseguraba la revista. El ex sargento, que fue detenido en un subcomité político, donde actuaba como adherente (no sin antes haber escapado a los tiros de una celada policial), terminó confesando con cinismo la historia del crimen.
Casas, que vivía en concubinato con la mujer, que era de carácter celoso, terminó una de las tantas discusiones dándole un golpe en la sien que la desmayó y destrozándole el cráneo con los tacos de sus botas reglamentarias: Quiso ocultar su crimen y metió el cadáver en un baúl que adquirió al efecto, despachándolo al día siguiente para Estación Roca: por error, se le fletó al Rosario, adonde Casas se dirigió y tuvo que cargar con el equipaje macabro.
Mientras el coronel Felipe Goulú, al que revistas como Monos y Monadas harían blanco de más de una humorada semanal, asumía como sucesor del médico Isidro Quiroga en la Intendencia rosarina en julio de ese año de 1911, reaparecen en la ciudad las noticias públicas sobre una presunta organización delictiva de características mañosas, a la que se conoce como "La Mano Negra", de la que una publicación afirma que está integrada por italianos del sur de la península. Entre julio y agosto, la misma amenaza de muerte a Domingo Di Lucio, exigiéndole la entrega de 1500 pesos, e inmediatamente se produce un ataque del mismo origen contra un vendedor de papas poseedor de cierta fortuna, José Mártire, que vivía en Río Bamba 1619, no lejos del Mercado de Abasto.
Mediante un anónimo poblado de figuras extrañas y cruces negras, le demandaron la suma de 2.100 pesos, que debían ser depositados en Alberdi, línea del Ferrocarril Provincial, frente a la plaza, so pena de muerte. Mártire, sin medir las consecuencias de la amenaza, no hizo mucho caso de la misma y sufrió la represalia previsible: una bomba en la ventana de su casa que produjo daños pero también temor en la ciudad, hecho agravado por otro crimen de graves características en la misma época. De continuar en la forma que va, el Rosario recuperará muy pronto el denominativo que le concedió la crónica roja. Estamos a crimen diario. Así como suena: a crimen diario, comentó Monos y Monadas.

La campaña santafesina está minada de vividores de este género. La mayoría son meridionales italianos. Las ganancias son líquidas y requieren más que un poco de audacia. Los que se resisten a entregar dinero reciben agresiones inopinadas, a veces heridas y otras, muy raras, la muerte. Generalmente el chantage o la amenaza van bien dirigidos y sólo fallan cuando el elegido resulta menos tonto de lo creído y denuncia a la policía o les tiende una red y los descubre.
("La Mano Negra", en Monos y Monadas, 23 de julio de 1911)

El que estos hechos no fueran debidamente evaluados por la policía rosarina no les quitaba la relevancia que sin duda tenían como primeras exteriorizaciones públicas de la que a partir precisamente del Centenario de Mayo pasaría a ser definida por la prensa como "la mafia" en la Argentina. En realidad, ya desde finales del siglo XIX y primeros años del XX se conocía en Rosario la existencia de muertes misteriosas, sobre todo en las zonas de quintas que rodeaban a la entonces modesta ciudad, episodios que tenían toda la apariencia de ajustes de cuentas, venganzas o, en todos los casos, represalias sangrientas.
Incluso se sospechaba la existencia de grupos de tipo mañoso en distintos puntos de la ciudad de entonces: en Barrio Mendoza, en la zona de Pueyrredón y San Luis, en un corralón de 9 de Julio y Balcarce, en el barrio Refinería (donde el siciliano Diego Radduzzo cobijaba en una pensión a aquellos coterráneos que buscaban refugio de la policía o la justicia), tanto como en las varias carbonerías en las
que bajo esa inocente aunque negra, apariencia se ocultaban las actividades delictivas.
Una promesa de matrimonio incumplida o la entrega de una suma de dinero confiada en Italia y no realizada en Rosario daban origen a hechos de  sangre en los que rara vez aparecía el culpable, apunta Gustavo Coletti. La condición mayoritaria de sicilianos de las víctimas de esos sucesos y de sus presuntos victimarios, hizo que parte de la inmigración de ese origen cayera bajo la generalizada sospecha de la policía tanto como de la prensa, al punto que muchos de los sicilianos de probada honorabilidad deciden la creación, en 1907, de una llamada "Sociedad Estímulo y Socorros Mutuos entre Sicilianos" (que contaría con un antecedente en la Societá Fratellenza Siciliana de Socorros Mutuos de 1889) para hacer más visible su falta de vinculación con el delito y apoyar, en lo posible, a sus paisanos y a quienes fueren amenazados por la "Mano Negra" primero y por la Mafia después, aun cuando la solidaridad que ésta última brindaba a los sicilianos que se la demandaban privara a la flamante entidad solidaria de buena parte de sus objetivos.
No sería fácil, sin embargo, la lucha contra ella si se piensa que, como se dijo, ya desde los años iniciales del siglo XX coexistían en la ciudad distintos grupos, por lo general verdaderos clanes familiares, de amigos y paisanos de un mismo pueblo de Sicilia, como ocurría con los de Cuffaro, Ballestrini, los Curaba (luego mencionados en forma reiterada en los años posteriores), cada uno liderado por un jefe, sin una organización real entre cada grupo, y enredados todos ellos en permanentes hechos de violencia y muerte.
A ello se uniría la presencia de uno o dos "giúdices", como lo era Cayetano Pendino, especie de autoridad máxima para la resolución de enconos, afrentas y enfrentamientos entre la colectividad mafiosa, cuyos fallos eran (o debían serlo) acatados por quienes recurrían a su consejo, encaminado casi siempre a evitar violencias que pusieran en peligro los negocios comunes y expusieran a la luz pública los procedimientos brutales con los que se dirimían, en muchos casos, esas cuestiones vinculadas a un secular concepción del honor.
En algunos casos, y el de Pendino es uno de ellos (pese a su reticencia a reconocer un ascenso económico que lo llevó a vivir de rentas en la época en que su figura alcanzó notoriedad), a la obediencia de los jefes tanto como de los mafiosos rasos al "giúdice" se sumaban las vinculaciones que muchos de ellos irían consolidando más tarde con la policía, en algunos casos con la justicia e incluso el poder político, que durante mucho tiempo serían si no sus aliados por lo menos sus cómplices por omisión. A ello se sumaría, como añadido, la peculiar personalidad y la ancestral tradición cultural de los sicilianos, sus ya consignados y particulares códigos de honor y su exacerbado sentido del mismo.

El carácter hosco, taciturno y excitable en materia de honor y de familia, contribuyó a formar la imagen de los inmigrantes confirmada por las primeras rivalidades que germinaron dentro de la colectividad siciliana. La palabra vendetta, las respuestas lacónicas (lo non saccio niente depara el mejor ejemplo) y una suerte de Ley del Talión esquematizaron la conducta de los inmigrantes hasta el punto que algunos sectores optaron por segregados.
(Gustavo Colettti: "Historia de la mafia", en revista Boom, 1968)

Ya antes del primer Centenario, algunos hechos sangrientos habían alertado y conmovido a la ciudad y persuadido a muchos de la existencia real de esa red de intrincadas relaciones entre sicilianos, derivadas muchas veces en brutales crímenes de difícil dilucidación. En 1908 se suceden dos de ellos: en enero, un enfrentamiento a balazos en un conventillo de calle Urquiza al 1800, en el que mueren dos italianos de ese origen que habitaban allí: Onosio Alegre y Gaetano Chiaretta y un tercero, Miguel Costanzo. Las investigaciones precisaron esa vez el origen del episodio: la participación de los dos primeros en el asesinato, un año antes, de Vicente Costanzo, cuyos hijos Miguel (que resultara muerto) y Tomás, tomaron a su cargo la condigna "vendetta".
El segundo caso tendría como víctima a otro habitante del mismo conventillo, Vicente Ruggero, un modesto picapedrero baleado y apuñaleado de modo salvaje que antes de morir decidió trasgredir todo código y acusar a quien sindicó como uno de sus agresores, Gaetano Grecco, a quien las pesquisas inmediatas confirmaron como tal junto a otros dos paisanos: Rafael Zamutto y Rafael Giamundo.
En los expedientes judiciales del caso se advierte que en la absolución de los tres tendría decisiva influencia el código de silencio y el sentido tic la tradicional "omertá" de la propia familia tic la víctima que, por temor o no, decidió no incurrir en la misma y fatal transgresión de Ruggero, afirmando que no conocían a Grecco, pese a que eran casi vecinos y procedían del mismo pueblo de Sicilia, e insistiendo en que el muerto no tenía enemigos. Un testigo que aportara serios testimonios que incriminaban seriamente a Grecco y Giamundo (quien había arribado a la Argentina unos días antes del crimen) se retractó poco después, aduciendo haberse confundido, sin duda convencido de garantizar de ese modo su inmunidad futura ante una "vendetta" por delación...
No menos preocupación y espacio en la prensa y actuaciones judiciales en los Tribunales rosarinos, motivarían otros hechos de claro tinte mafioso un año más tarde. A mediados de junio, es asesinado a balazos Francesco Randissi (que había llegado al país en noviembre del año anterior para vivir con su hermano Antonio en uno de los tantos conventillos rosarinos) y que ya había sido baleado unos meses atrás. También en ese caso, sostuvo ante la policía el hermético silencio habitual, mientras Antonio Randissi retornaba a Italia, poniendo saludable distancia con esa espiral de sangre.
Las investigaciones policiales, pese a todo, terminaron detectando a los autores de los balazos fatales: José Fera y Vicente Tabusso, el primero de ellos sindicado como cabecilla de uno de los tantos grupos mañosos de la ciudad e instalado en Rosario unos años antes, procedente de Norteamérica. La falta de pruebas fehacientes en contra de ambos obligó a su excarcelación, aunque con la libertad llegaría para Fera la hora de ser víctima de la "vendetta" dos días más tarde: un sanguinario asesinato de más de veinte puñaladas y seis balazos. Como en un círculo reiterado, uno de los asesinos era Rafael Zamutto, implicado en la muerte de Ruggero y también esta vez absuelto gracias al "non saccio" de los participantes, testigos y convocados por la autoridad. Eso explica que estas sucesivas venganzas entre sicilianos terminaran casi siempre en callejones sin salida para la policía y la justicia, pese a las razzias indiscriminadas y continuas entre la población de ese origen, habitante por lo general de los conventillos diseminados en la ciudad.
Pero Zamutto no iba a desaparecer así como así de las páginas policiales. A mediados de julio es asesinado a balazos Bartolomé Liborio, de quien se sospechaba su condición de mañoso vinculado a extorsiones y a algo más sangriento aún. Como Zamutto compartía con el muerto una de las innumerables piezas del mismo conventillo, fue nuevamente detenido, interrogado y finalmente liberado gracias al hiératico y proverbial mutismo siciliano. Como en el caso de Fera, poco duraría vivo: el 5 de septiembre tres hombres lo emboscan en el oeste de la ciudad, una zona poblada de quintas de propiedad de ita­lianos y lo matan a balazos.
Los tres matadores (apresados por vecinos que presenciaron el hecho y consiguieron detenerlos) eran por supuesto sicilianos: Nicolás Cipollajuan D'Agostino y Esteban Curaba y no tenían antecedentes como mañosos. El último de ellos, sin embargo, iba a protagonizar algunos de los hechos más resonantes de la década del 20 y primeros años de la siguiente. En septiembre, la nómina de víctimas de estas venganzas se engrosaría con dos crímenes: los de Andrea Zambitto, prácticamente cosido a puñaladas en la sección novena, y José Pecoraro, ultimado a balazos.
Las primeras acciones de lo que a partir de allí se bautizara como "La Mano Negra" iban a tener como destinatarios a otros sicilianos que tenían relación con dos ámbitos caros a la Mafia: el Mercado de Abasto y el rubro de la horticultura, en los que hallarían víctimas propicias para la extorsión y la protección, dos métodos habituales de la sociedad delictiva, estrechamente vinculados uno al otro, que serían utilizados asimismo en localidades cercanas a Rosario o del sur santafesino.
El Mercado Central, en pleno centro, y el Mercado de Abasto, donde hoy se emplaza la Plaza Libertad, serían territorio de los mañosos en el comienzo y también en el apogeo de la organización y lo eran ya en 1910. En realidad, la metodología de monopolizar el comercio de los mercados había sido utilizada en aquellos mismos años por los mañosos de Buenos Aires, que regulaban los negocios de verduras en los mercados de Abasto, Spinetto, Buenos Aires, Lorea y otros, mientras en Córdoba elegirían como rubro el de la carne, controlando el abastecimiento a las carnicerías de acuerdo a la sumisión de los comerciantes a los precios y condiciones de la mafia. No faltan, sin embargo, quienes descreen de la participación mañosa en estos ámbitos y esos rubros, como Osvaldo Aguirre en su libro sobre la mafia en la Argentina, aunque son también notorios los testimonios que dan esa presencia como verdadera.
Poco después de llegar nosotros, empezaron los de la Mano Negra. Mandaban unas cartas torpes, con amenazas, pidiendo dinero para no cumplirlas: Si no paga tanto dentro de cuatro días, secuestraremos a su hijo. O mataremos a su mujer. O lo mataremos a usted. Escribían en cocoliche, que es esa jerga que hablan los que no han conseguido salir del italiano, o de su dialecto de origen, y todavía no han conseguido aprender el castellano, y firmaban con la imagen de una mano en tinta negra. Pagaban los chacareros piamonteses, que sabían que aquello no era broma, porque tenían memoria, y vivían una verdadera pesadilla. Hasta cincuenta mil pesos se pagaron: una fortuna. Hubo quien se negó a dar su dinero y quedó muy mal parado. Hubo viudos y muertos por avaricia o despreocupación. Les parecía una tontería todo eso de la mano negra. Y no era una tontería, lira la mafia, en sus primeras acciones en la Argentina.
(Horacio Vázquez-Rial: Las leyes del pasado, Ediciones B, Barcelona, 2000)

Los hechos de extorsión y secuestro de comerciantes, quinteros o artesanos serían el germen de los sucesivos hechos que, entre 1930 y 1933 sobre todo (y como lo analizaran Héctor N. Zinni en La mafia en Argentina y especialmente Osvaldo Aguirre en Historias de la mafia en la Argentina), pondrían a Rosario en las primeras planas de los diarios de todo el país, con los avatares del enfrentamiento entre Chicho Grande y Chicho Chico, el asesinato de Abel Ayerza y otros episodios similares, convertidas asimismo en excelente ficción por Horacio Vázquez-Rial en Las leyes del pasado.

 
Fuente: Extraído de Libro Rosario del 900 a la “decada infame”  Tomo II Editado 2005 por la Editorial Homo Sapiens Ediciones