Por Rafael Ielpi
Aquel 4 de septiembre de 1910 a la mañana, el Rosario
de los vítores y agasajos recientes del Centenario (habían transcurrido sólo
cuatro meses de todo eso), iba a encontrarse de repente ante la cruda realidad
de las pasiones humanas, con un fratricidio que ocuparía las páginas de los
diarios y revistas de la época. El reconocimiento social de uno de sus dos
protagonistas, las características dramáticas del hecho, la premeditación del
victimario, fueron condimentos que contribuyeron a hacer mucho más impactante
la tragedia.
Los actores de ésta serían los hermanastros Manuel y Juan Agustín
Musto, el primero de ellos padre del que sería luego uno de los nombres más
importantes de la cronología de la pintura en la ciudad. Manuel se había
instalado inicialmente con un almacén situado en una de las esquinas de Entre
Ríos y San Luis, para trasladarse luego a la opuesta (la noroeste), en la que
edificaría su casa familiar y el local para su negocio, un almacén de regulares
proporciones, al que sumaría luego otro, al por mayor, en San Luis 1314. Su
madre, que enviudara de su primer matrimonio, se había casado nuevamente con un
hermano de su fallecido esposo, y de esa unión nacería el otro Musto, Juan
Agustín.
Según consignaba La Capital, en su crónica policial de los hechos,
Juan Agustín había protagonizado ya un episodio que mezclaba lo pasional con lo
violento, al intentar matar a tiros y puñaladas, en Buenos Aires, a una sobrina
que se había negado a su pretensión de matrimonio. Entonces, Manuel se había
hecho cargo del costo de la defensa de su hermanastro, que no pudo evitar su
condena a prisión por seis años, la que cumplió rigurosamente.
De regreso a Rosario, Juan Agustín intentó reiterar la historia con
una sobrina de ambos, Angela Albanesi, quien tras reiteradas amenazas optó por
romper su compromiso para aceptar, atemorizada, la proposición de su tío. El
posterior casamiento de ambos no contó con la benevolencia de la familia (incluido
Manuel), disconforme con el devenir de los acontecimientos que llevaron a esa
boda. Eso provocaría una visible enemistad entre los dos Musto.
Pasado un tiempo, Juan Agustín se
entrevistó con su hermano (que para entonces ya había amasado una considerable
fortuna) para solicitarle su apoyo económico con vistas a la compra de un
terreno donde construir su vivienda familiar. Manuel accedió, pese al enojo
vigente, pero su hermanastro, que era sin duda un hombre de excesos vehementes,
utilizó el préstamo para otros fines y tuvo que acudir nuevamente en demanda de
ayuda. La respuesta negativa motivó amenazas que infundieron temor e inquietud
al padre del pintor, a lo que se sumaría el 30 de agosto de ese mismo año otro
episodio revelador: aquel día de Santa Rosa, Juan Agustín se presentó de
improviso en casa de su hermano, preguntándole por la esposa de éste, María
Mosto, que estaba ausente, diciéndole además que tenía un revólver con cinco
tiros. Para vos y para ella, habría amenazado antes de marcharse, según la crónica de La Capital.
Desde ese momento Manuel, un hombre de costumbres morigeradas y de
mucho prestigio en el ambiente comercial, comenzó a planificar el asesinato de
su hermanastro, hasta que el tema se convirtió en una verdadera obsesión. Compró
con ese fin una escopeta calibre l 6, de dos caños y —según el testimonio de Monos y Monadas—, como hacía tiempo que no disparaba armas de fuego,
se dirigió a las inmediaciones del Saladillo, donde estuvo probando la escopeta
Franciotti que había comprado a tal efecto.
Con la excusa de acceder al nuevo pedido de su hermanastro (que para
entonces tenía ya dos hijos con su sobrina, Roberto y Juan, de 3 y 4 años,
trabajaba como peón en la fábrica de fideos Semino De Filippi y Cía. y seguía
insistiendo pese a todo en el pedido de dinero para la compra del terreno),
Manuel lo citó en el escritorio de su negocio de San Luis 1314 para el domingo
entre las 8 y las 10 de la mañana. Juan Agustín llegó cerca de las ocho y media
y se distrajo en observar unos planos que Manuel había extendido sobre su escritorio
justamente con ese objetivo. Fue entonces cuando sacó la escopeta, que había
dejado preparada y disimulada y disparó un
solo tiro, que destrozó el cráneo al otro Musto.
Lo cierto es que el escopetazo asustó a las señoras
que a esa hora marchaban hacia la
Iglesia de Santa Rosa, a una cuadra, rumbo a la misa
matutina, pero el disparo se escuchó también en la comisaría 3a.,
que estaba ubicada a escasos cincuenta metros del almacén, y de ella salieron
los policías, atraídos por lo inusual del estampido. A ellos se entregaría el
padre del pintor Musto y en su negocio encontrarían el cuerpo del hermanastro,
caído en un charco de sangre.
Monos y Monadas, que
dedica buen espacio al crimen en sus páginas, incluyendo algunas macabras
fotografías, deja constancia que Manuel Musto gozaba de excelente reputación y según es vox populi sólo el miedopudo
impulsar al asesino a privar de la vida a su hermano. La revista señala que, en
cambio, la víctima era un hombre un tanto vago, cuyo pasado no hablaba muy en
favor de su persona...
Aquella tragedia tendría, sin dudas, tremenda repercusión en un
espíritu sensible como el del joven pintor que en 1910 era un muchacho de 17
años (había nacido en Rosario en 1893), que convivía con sus padres y sus
hermanos Juan, Andrés, que era su mellizo, y Carlos, y que a los siete años
había tenido ya contacto con la desgracia al sufrir graves quemaduras que le
dejaron profundas cicatrices en el rostro. Diez años después, lo alcanzaría la
tragedia de su padre y su tío.
A esta segunda y tremenda desgracia se sumaría, apenas un año después,
una tercera: la muerte de su hermano Andrés, el 24 de junio de 1911, víctima de
una fulminante pulmonía. Ambos habían concurrido juntos a la escuela primaria y
en 1909, a
una escuela comercial, a la que Manuel no volvería a partir del hecho de sangre
protagonizado por su padre. Ya había comenzado, sin embargo, a estudiar dibujo
y pintura a los 13 años, en la academia "Fomento de las artes", que
dirigía el artista italiano Ferruccio Pagni.
En 1913, Musto tiene los primeros
síntomas del pénfigo, el mal que habría de llevarlo a la muerte en 1940, una
enfermedad de etiología brumosa, cuyas causas pueden ser nerviosas o bien
trastornos del sistema inmunológico, que produce lesiones ampollosas en la piel
y mucosas y que evoluciona por brotes. Produce complicaciones renales,
pulmonares y del aparato digestivo que terminan por ocasionar la muerte y entra
en el grupo de las llamadas "enfermedades de autoagresión".
Pese a ello, en 1914, con su amigo y colega Augusto Schiavoni, parte
hacia Europa y se radica en Florencia, donde estudia en el taller de Giovanni
Corleti, exponiendo en esa ciudad, en Milán y en Turín. El "viaje
europeo" era entonces casi obligado para aquellos jóvenes artistas que no
encontraban en la ciudad, pese a la presencia de algunos meritorios maestros
como muchos de los ya consignados, con quienes incluso estudiarían, el aliciente
que brindaban aquellas "capitales del arte" como París, Florencia y
Roma, por ejemplo, donde convergían artistas notables.
Sería el caso de Musto tanto como el de
Schiavoni, Berni, Caggiano y Domingo Candia, nacido en Rosario en 1898, que en
1914 se instala en Florencia para estudiar durante cuatro años con el
prestigioso Giovanni Costetti y,
luego de un breve regreso, hace lo propio en Mont-parnase, donde comparte
experiencias creativas artísticas y humanas con algunos artistas notables a los
que conoce en ese rincón bohemio. Ayudante de Bourdelle en sus clases de
escultura, amigo de Fernand Leger y André Lothe, ligado inicialmente al
movimiento surrealista liderado por Bretón, Candia se instaló definitivamente
en París en 1949 y no regresó más al
país, viviendo incluso en una austera pobreza, pese a su origen familiar, hasta
su fallecimiento en 1976, después de haber ganado el importante Premio Palanza
diez años antes.
La estadía italiana de Musto, por su parte, se interrumpe en 1916,
cuando la noticia de la muerte de su padre lo trae de regreso a la ciudad. La Capital lo consigna como una noticia digna de
interés para el medio: Se
encuentra en Rosario, su ciudad natal, el joven pintor Manuel Musto, que ha
perfeccionado sus estudios en Italia y obtenido brillantes éxitos en diversas
exposiciones europeas. Se propone, durante su estadía entre nosotros, abrir una
exposición donde podrán juzgarse sus cuadros. El diario agrega un dato significativo: Musto cuenta con muchos admiradores en Rosario.
A su retorno, el pintor vivió en distintos y distantes domicilios:
primero en lo de su maestro Pagni, que lo acogería en su casa de la zona de
Alberdi; luego en una residencia de los Lando, una de las familias de
relevancia social de la ciudad, en las proximidades del cementerio La Piedad, en el oeste rosarino,
y finalmente, en su definitivo hogar en el Saladillo. Como varios de sus
colegas de entonces, y contra la imagen que muchos se formarían de la bohemia
pobre-tona de los pintores rosarinos de las primeras décadas del siglo, Musto
tenía un buen pasar, derivado de la
inicial situación familiar, como lo tendrían Nicolás Melfi, cuya familia era
propietaria de un importante corralón, Schiavoni, con una farmacia, o los
Guido, de familia de fortuna.
Junto a ellos se destaca el caso de Luis
Ouvrard, quien habiendo ganado una beca del Jockey Club rosarino, junto con
Berni, no pudo viajar a Europa por carecer de dinero suficiente para dejar a su
madre y hermanas, quienes dependían del trabajo del pintor, antes de la instalación
posterior de una tintorería familiar. Ouvrard, que había nacido en Rosario en
1899 y moriría en su ciudad en 1988, en una lúcida y productiva ancianidad, se
contaría entre los pintores valiosos de Rosario desde 1918 cuando participa en
el Salón Nacional. Sería reconocido luego como restaurador y obtendría premios
en distintos salones argentinos, ejerciendo además la docencia desde la cátedra
de pintura en la
Escuela Provincial de Bellas Artes.
Musto era, a pesar de todos esos
episodios referidos y de su imagen de aparente hosquedad, un hombre capaz de
entablar sólidas y entrañables amistades, como la que lo uniera, por ejemplo, a
Schiavoni y a Ouvrard, propenso a los encuentros frecuentes con los pintores y
artistas amigos, en cualquiera de los muchos cafés y restaurantes que, entre
1910 y ya entrada la década del 20, los recibían en largas tenidas
gastronómicas y musicales.
Eran éstos, entre varios otros, el bar "Belga", en Sargento
Cabral y Urquiza; el bar "Jofré", en Rioja y la actual Avda.
Belgrano, donde las reuniones sabatinas se extendían hasta altas horas de la
madrugada cuando no hasta el alba, y donde comía y cantaba una cofradía
artística que integraban Musto, Ouvrard, Schiavoni, Berni, Ferrer Dodero,
Melfi, Torrejón y otros. Musto tenía, por lo demás, excelentes condiciones como
cocinero, por lo que sus habilidades en la materia daban motivo también a
frecuentes convites para que las luciera en beneficio de sus colegas
convertidos en comensales.
Otros lugares de reunión habituales, desde el comienzo del siglo y
hasta 1925, eran el café "Sportmen" de Córdoba entre Maipú y Laprida,
donde supo tocar el pionero del tango Juan Maglio y donde la presencia de una
victrolera agregaba un toque excitante a las tenidas masculinas que, en ese
lugar, convocaban a artistas como el poeta Domingo Fontanarrosa, el escultor
Palau y el galerista Renom, que por entonces era un empleado de la Casa Witcomb; el
conocido bar "Germania", de Santa Fe y Mitre y el cafe
"Fornos", en Córdoba 1328, que hasta 1920 congregaba en un sótano de
vastas dimensiones a los entonces llamados conjuntos
"filodramáticos", grupos de entusiastas aficionados al teatro.
Luis Ouvrard recordaría, ya en sus
últimos años, los lejanos tiempos de su amistad cotidiana con Musto y los
largos viajes en tranvía desde el centro de la ciudad hasta el lejano barrio de
Saladillo, donde vivía aquél, en la entonces calle Petrópolis (hoy Sánchez de
Bustamante), y en la misma casa que donaría a la ciudad en su legado y donde
como él lo quería, funciona actualmente la Escuela Municipal
de Artes Plásticas que lleva su nombre. Allí —recordaría Ouvrard—, hablaban de
pintura durante horas; luego Musto se vestía para salir y los dos caminaban
hasta la casa de Schiavoni, que no estaba muy distante. Un par de cuadras
antes, se escuchaban en el todavía poco denso tramado urbano de ese barrio los
fragmentos de las óperas que resonaban desde el gramófono del pintor, un
verdadero amante del bel canto...
Fuente: Extraído de Libro Rosario del 900 a la “decada infame” Tomo II Editado 2005 por la Editorial Homo
Sapiens Ediciones