En cualquier fotografía del Mercado tomada en aquellos años iniciales del siglo, puede percibirse la ciclópea estructura del edificio, cuya larga y justa fama trascendió a alejados pueblos del interior. De estos centros urbanos procedían multitud de forasteros que adquirían los más variados artículos alimenticios, para llevarlos a su terruño como extraordinarios presentes gastronómicos.
En su libro “Memorias de Rosario”, el historiador Wladimir Mikielievich relata que en el interior del mercado funcionaba un crecido número de puestos unidos en sectores de cuatro, separados por amplios pasillos, cada uno protegido con mallas de alambre. Carnes, aves, pescados, hortalizas, frutas, fiambres, quesos, leche y otros artículos de consumo diario colmaban esas instalaciones.
Desde tempranas horas de la mañana, un mundo de parroquianos con canastas, paquetes, cajones y otros envases se desplazaban por los largos pasillos.
Entre los seres que ambulaban por los alrededores se incluían muchos lustradores de botines y canillitas, y los que simulaban pertenecer a ese gremio pero eran en realidad expertos en timar a forasteros.
Mikielievich describe detalladamente el accionar de estos pícaros, diciendo que los mismos les ofrecían con la mano izquierda algún ejemplar de algún diario, con preferencia el Giornale d´Italia o La Patria degli Italiani, colocándolo a la altura del pecho del candidato, para incitarlo a leer los títulos sensacionales, mientras que con los dedos de la mano derecha les desprendían subrepticiamente del chaleco la cadena de oro y el reloj que, rápidamente, desaparecían en algún bolsillo.
Estas preciosas alhajas eran reducidas por los delincuentes en cualquiera de las tantas casas de remate al paso existentes frente al mercado.
El historiador completa el cuadro, contando que tales lugares de turbios remates de joyas perduraron largos años, engañando a incautos codiciosos de adquirir por pocos pesos anillos, relojes, cadenas, medallas, prendedores y gemelos de oro, que a la semana ya mostraban el herrumbre del auténtico cobre.
En momentos de la subasta, a grito pelado, un par de gurupíes disimulados entre los concurrentes, elevaban las posturas cuando detectaban interesados en adquirir el objeto o atendiendo a señales codificadas del martillero.
Entre los dedicados a explotar así su profesión, se incluyeron caudillos políticos, no faltando algunos que ocuparan el cargo de intendente municipal, designado por el gobernador o el partido triunfante en las urnas.
Podrían llenarse varios tomos con relatos de hechos insólitos ocurridos en aquel recinto. Nos referiremos a dos casos: la caza de ratas y las carreras de gusanillos.
Convivían en el mercado, roedores y gatos arratonados, persiguiéndoselos con tenacidad. En determinadas fechas, luego de la pausa del mediodía con el cierre de los portones, cuando las ratas buscaban descender del techo por los tirantes para buscar sus más sabrosos bocados en los puestos de quesos y fiambres, se procedía a eliminarlas a tiro de fusil.
Los empleados de la sección Desratización de la Asistencia Pública, encargada de la eliminación, festejaban cada tiro certero con satisfacción
Con respecto a las carreras de gusanillos generados por el “Gorgonzola”, aromático queso muy estimado por los extranjeros, las organizaban en las tardes, en horas de poca actividad, dueños y ayudantes de puestos de queso. Concertadas las apuestas, se colocaban en línea sobre el mostrador de mármol, dos de esos invertebrados, que se arrastraban en dirección a un trozo del artículo que les diera vida. Como en una carrera de caballos, quien hubiera apostado al vencedor obtenía las chirolas puestas en juego.
Promediando el siglo, se reclamaba la intervención de algún intendente municipal decidido a concluir con dicho emprendimiento, permanentemente denunciado como foco infeccioso en pleno centro de la ciudad.
Ese brazo ejecutor apareció en 1960. El intendente Luis Cándido Carballo, enfrentando la fuerte oposición de los arrendatarios de puestos y sobreponiéndose al “no innovar” de la Justicia, en pocos meses terminó con el regio palacio de las ratas.
Lo que no pudo evitar, fue la invasión de los edificios aledaños por verdaderas legiones de roedores, fugitivas de sus destruidas moradas.
En 1969 otro intendente, de esos no rosarinos e ignorante de las tradiciones locales, designados en Santa Fe, solapadamente aplicó el nombre de Pinasco a la plaza pública formada en el área antes cubierta por el Mercado. Este homenaje lo destinó a un empresario del cemento armado nativo de Buenos Aires (Emidgio Pinasco), y no al ilustre intendente rosarino Santiago Pinasco, como lo creyera la ciudadanía, aprovechando para ello el homónimo apellido.
Este fue un fraude como los sucedidos en aquellas casas de remate al paso, que recién fue subsanado hace pocos años por el Intendente Cavallero cuando rebautizó el predio con el nombre del fundador de la ciudad, Santiago Montenegro