Por Gastón D. Bozzano
Orlando Belloni es dibujante, pintor y escultor, tiene 87 años y una vida comprometida con la historia social de su terruño. Su obra, cargada con matices y símbolos de ese compromiso, es profusa y poco conocida. A ratos ha salido a la luz, los últimos años, por ocurrencias diversas: una donación de sus piezas a la Biblioteca Vigil de Rosario, una exposición en el Museo Estévez y una distinción al artista por cuenta del Concejo Municipal fueron argumentos para que ya no fuese del todo invisible.
Belloni vive en el rosarino barrio La Tablada; su morada está enclavada sobre calle Chacabuco, unos cincuenta metros al sur de la avenida Ayolas; es una zona particular de la ciudad en la que el paisaje urbano de unas cuadras atrás empieza a desdibujarse y hundirse en el Bajo Ayolas, un caserío humilde y legendario por las anécdotas que lo constituyen, donde también los viejos oficios portuarios de silos y carga de granos, aún hoy, parecen reclamar un apogeo perdido.
“Hace 37 años que vivo en La Tablada”, comenta Belloni; es lo primero que dice, mientras quita el velo de seis, siete y hasta una decena de cuadros pintados al óleo; algunos están sobre caballetes y otros sobre el piso del galponcito que es su taller. Éste tiene los rudimentos básicos y necesarios para el oficio y es lo más alejado que pueda imaginarse de un atelier medio de arte contemporáneo. No hay tecnologías allí, nada de eso es el universo de Belloni. Sólo la luz del sol y la que irradia un tubo fluorescente iluminan un anafe con una garrafa para calentar agua y el cúmulo de trastos, esculturas y cuadros desperdigados. Su taller, como su obra, no resulta diferente al entorno humilde en el que nace y cobra forma.
“Poco a poco fui profundizando en mi arte. Hoy hay mucho interés en encontrar nuevas técnicas, pero mi inquietud es hallar un denominador común: la manera de caminar, la pasión, el trabajo de la gente, captar eso… No entiendo cómo hay artistas que cambian de técnica tan seguido: hoy hacen grafismos, mañana claroscuros, después pintan… Lleva toda una vida aprender una técnica”, reflexiona.
Estos primeros óleos que comparte exhiben escenas de La Tablada o sus barrios contiguos: la olla popular de la esquina que cocina arroz amarillo para los pobres, unas grúas del puerto cercano, casillas precarias, calles sin nombre caminadas por gente de la villa…
“He observado mucho mi entorno, lo sigo haciendo. Siempre veía, años atrás, a toda esta gente de la villa cómo hacía su casilla precaria, con los materiales que tenía a mano. Y por lo tanto siempre vi que esas personas, esos villeros, imaginan una forma, una línea… Pues bien, yo capto o intento captar esas formas en mis cuadros. El villero arma su casilla con lo que tiene, es un arquitecto de su necesidad”, desliza.
Saca del cajón unos escritos que él mismo bosquejó y tituló “Pensamientos de un pintor”, y lee: “Un pintor debe buscar belleza donde pareciese que faltara (…) Como dijo un escritor ruso: describe tu aldea y serás universal”.
La de Belloni es una vida representada por su obra: dibujó, pintó y esculpió en tanto su contexto, a la par de los trabajos con los que ganaba el sustento, las viviendas que habitaba, las mudanzas que transitaba. Aún hoy, ése es el camino de este prolífico artista, que empezó estudiando dibujo por correspondencia, que conoció a Luis Ouvrard en la Escuela de Artes Visuales “Manuel Belgrano” y que luego el azar transformó en aprendiz de Leónidas Gambartes, primero, y de JuanGrela, después. Hoy como ayer, Belloni no abandona la meditación sobre su quehacer.
“El ser humano tiene capacidad para inventar infinidad de técnicas estéticas —dispara—, pero lo importante es lo que puede decir a través de esas soluciones o innovaciones. El artista no debería evadirse de la realidad del entorno; de esta manera los museos cumplirían un fin real, vivo, y no se parecerían a cementerios que cuidan cuerpos podridos, ya que lo espiritual está lejos de allí, en otras dimensiones de luz y gloria que no percibimos…”.
“Luz y gloria”, musita, y su monólogo se sumerge en los años de su infancia. Reconstruye con ese recuerdo la aparición de su arte. Nació en Pérez en 1933; su padre falleció cuando él tenía apenas un año y su hermano, dos: “Al poco tiempo de la muerte de mi padre, mi mamá tuvo que salir a trabajar de sirvienta e iba diariamente a Rosario; con mi hermano, desde muy pequeños, nos quedábamos solos y salíamos al campo a cazar, a juntar huesos…”.
“Luego mi madre se casó por segunda vez y nos fuimos a vivir a Puerto General San Martín —cuenta—; allí tuvimos que construir una casa y por lo tanto empecé a saber algo de albañilería. Resulta que esa casa daba a un baldío donde quedaban restos de yeso solidificado que había dejado tirados un circo ambulante. En esos restos de yeso hice mis primeras esculturas”.
(Intenta representar un paréntesis en su relato y apunta con su dedo a unas esculturas en madera montadas sobre unos bancos. Explica que, aunque fueron tempranas sus experiencias con el yeso, escultura es lo que menos produjo y que recién se reencontraría con ese arte cuando gente del barrio le encargó “un Cristo”. Así esculpió La Patrona Viviente del Barrio Saladillo. Para entonces tenía casi sesenta años y hacía trabajos de carpintería, después de haber dejado atrás el oficio de “letrista en oro”).
A los doce años, Orlando comenzó a estudiar dibujo animado por correspondencia con Juan Oliva, un artista de Buenos Aires. Se sentía particularmente atraído por las caricaturas de Molina Campos: “Ese gusto por la obra de Molina Campos me dejó una forma de exagerar los gestos, para mostrar la realidad más profunda: en esas exageraciones no está la realidad académica; deformada, aparece una realidad más psicológica, más penetrante”.
De esos años de niño observador del paisaje de Puerto San Martín y novel aprendiz de dibujo son sus primeros trazos: la unión de la ciudad con el río, el choque de la cultura urbana con el paisaje ribereño y los oficios de la costa. Una visión que con el tiempo se convertiría en un vasto programa de su trabajo: los barrancos, los pescadores, la zona petroquímica, las chimeneas echando fuego, los barcos amarrados… Decenas de sus obras resignifican esas escenas.
El año 1950 fue singular: ingresó a la Escuela de Aprendices del Ministerio de Obras Públicas, donde se preparaban alumnos que luego aspirasen trabajar en los talleres de la repartición, deseo que él materializó. Allí fue ayudante mecánico de motores a explosión, calderero y operó en el puerto maquinarias “muy antiguas”. También, inevitablemente, pintó todo eso. “Mire”, dice ahora, y muestra un óleo de uno de esos talleres con los operarios trabajando. “Ese soy yo”, agrega, y señala a uno de esos obreros pintados (él mismo, de espaldas, caminando hacia una fragua).
Se emociona un poco al hablar de aquella hora ya muy lejana en los talleres del Ministerio; pero la nueva mirada del cuadro que él mismo pintó le devuelve una peculiar sensación, soñada, de que todo se mueve y no se mueve nada, de cambiante permanencia que no es otra cosa sino un volver a empezar.
“En el Ministerio tuve una experiencia que me marcaría: después de haber trabajado como mecánico, calderero y otros oficios, me convocaron para el área técnica de Dragado y Balizamiento, que estaba a cargo —pone énfasis— de Leónidas Gambartes. Él comenzó a enseñarme dibujo técnico y cartográfico; él me llevó allí, me orientó en la tarea cartográfica; algunas veces había que concluirla en el día y rápido, porque era necesaria para la draga, que debía hacer su trabajo urgente, de modo que los barcos no encallaran y pudieran navegar”.
Arte y oficio cruzaban así sus miradas, herramientas y propósitos en la vida de Belloni. Él era un dibujante aficionado, ya había pintado barcos y chimeneas, pero ahora el oficio cartográfico lo llevaba a realizar, contrarreloj, esos dibujos que le encomendaba y enseñaba Gambartes, y que se hacían en grandes planos, con tinta china molida con agua. Aunque desaparecidos, esos planos dibujados en aquella oficina, donde estuvo hasta 1956, son sin duda un eslabón más de su obra artística.
“Usted a todo lo que hace le pone sentido proletario, me decía Gambartes. Y él fue quien me sugirió y alentó a estudiar con Juan Grela. Lo hice, y allí conocí la disciplina y la enseñanza formal durante dos años, pero no terminé mis estudios con Grela…”
—¿Y por qué no concluyó eso, Orlando Belloni?
—Porque sentía que más allá de la técnica, yo debía encontrar mi propio camino. Creo que es así. Cuando salí de lo de Grela quería aprender por mi cuenta, como le decía antes, encontrar mi camino. Si uno aplica toda la fórmula, es como si supiera la jugada de ajedrez de antemano. Preferí encararlo todo yo; creo que uno debe desenvolverse y hallar eso por su cuenta. Los maestros nos enseñan a través de ejercicios, pero nosotros, ¿de qué partimos? ¿de los ejercicios o de nosotros mismos?
Ahora exhibe otro cuadro y con gracia de niño muestra los personajes que lo componen, como si fuera una narración. Sonríe. En el óleo aparecen unas mujeres en barrio Saladillo y es el año 1955; las mujeres están manifestando y portan una pancarta que sentencia: “Aunque andemos sin calzón, todas juntas con Perón”. Belloni lo muestra entre sonrisas: le encanta compartir la apreciación de su obra y a través de ese ritual convierte el pasado en presente y el presente en pasado, dando así testimonio de la indisoluble continuidad de las cosas. Ese cuadro, como el de los talleres del Ministerio, entre tantos otros que desempolva, retrata una imagen recuperada “de la memoria”.
En los años 70 Orlando Belloni se instaló en La Tablada definitivamente. Y si esos ya inexistentes planos cartográficos a tinta china molida son parte de su obra, no menos lo son las acuarelas que, en caballetes portátiles, salió a pintar al aire libre por esa época en la zona sur de Rosario, particularmente por Saladillo. “Fueron como tres o cinco años en los que salí con mi caballete y las acuarelas para observar a toda esa gente del barrio; me encantaba ver cómo se daban maña para todo, gente humilde. Pero vea —dice y se detiene—: yo pinté todo eso sin intentar hacer política con el arte. Lo hice por amor al barrio y a la gente trabajadora…”.
—¡Cuánta obra realizada, Orlando!
—Sí, no sé la verdad cuánto hice, no tengo idea. Más de mil o mil quinientas. He vendido y he regalado mucho, ¿sabe qué?
—No
—Me duele que mi obra salga de Rosario. Yo quiero que quede aquí en Rosario, o en la zona… En fin, en el entorno en que vivo. Porque mi obra es eso.
Aunque algunos de sus trabajos se expusieron en París y otras ciudades de la Bretaña francesa circunstancialmente (uno de sus hermanos vivió allá), a Belloni lo llena de contento que muchas estén en la Biblioteca Vigil de Rosario. En 2018 donó a la Vigil 125 óleos, 26 esculturas y 25 acuarelas, que en ese momento fueron valuadas en unos cinco millones de pesos.
Fotos y video: Pedro Cantini
Extraido del Facebook La tablada y Recuerdo de Rosario